Hace veintinueve años, guiado por el Espíritu Santo, entré por la puerta del Génesis, anduve por el corredor del Antiguo Testamento que tenía en sus paredes cuadros de Noé, Abrahán, Moisés, José, Isaac, Jacob y Daniel.

Pasé al salón musical de los Salmos, donde el Espíritu toca las notas de la naturaleza hasta que parece que cada tubo y lengüeta en el gran órgano de Dios contesta al arpa de David, el dulce cantor de Israel.

Entré en la cámara de Eclesiastés, donde se oye la voz del predicador, y en el invernadero de Sarón y del Lirio del Valle, donde ricas especias llenaron y perfumaron mi vida.

Entré en la oficina de Proverbios y seguí hasta el observatorio de los profetas, donde vi telescopios de diversas medidas apuntando hacia lejanos acontecimientos, concentrándose en la brillante Estrella matutina que debía levantarse por encima de las colinas de Judea bañadas por los rayos de la luna, para obrar nuestra salvación y redención.

Entré en la cámara de audiencias del Rey de reyes, obteniendo una visión escrita por Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Luego en la oficina de correspondencia donde Pablo, Pedro, Santiago y Juan escribían sus epístolas.

Entré en el salón del trono de Apocalipsis donde se elevan las rutilantes cumbres, donde se sienta el Rey de reyes en su trono glorioso con el remedio para las naciones en sus manos, y exclamé:

¡Alaben todos el poder del nombre de Jesús! ¡Póstrense en tierra los ángeles, traigan la diadema real, y corónenlo Señor de todos!