Primero:

Dela por supuesto. Puesto que ha vivido cincuenta, cien, doscientos años, suponga que continuará durante otros cincuenta, cien o doscientos años. Después de todo, ¿quién procuraría dañarla? ¿Quién desearía matarla?

Segundo:

Ubíquela. Identifiquéis con cierta esquina en cierto lugar de la comunidad. Acordónela, rodéela de murallas, aíslela del mundo exterior. Deje que sirva a su propia feligresía y a su modo, sin recibir ninguna sugerencia de los demás. Después de todo, ¿no es una iglesia independiente? ¿Qué derecho tiene nadie de dictaminar lo que debe hacerse?

Tercero:

Limite sus mensajes a partes del Evangelio que sean agradables para los feligreses. Hable mucho del amor fraternal y de las puertas perlinas, pero hable poco o nada de cuestiones fundamentales como la justicia, la misericordia y la paz. Déjela fuera de los problemas sociales, como relaciones raciales, justicia económica y buen entendimiento internacional. Deje que decida esto el mundo secular. Deje que la iglesia se atenga únicamente al Evangelio.

Cuarto:

Silencie la voz profética en su seno. Si cualquiera comienza a hablar en la iglesia, o fuera de ella, como Isaías, Jeremías, Amos, Juan el Bautista, Juan Bunyan, Rogelio Williams o Walter Rauschenbusch, no tenga nada que ver con él. Échelo de la iglesia tan pronto como pueda, o amoneste a los feligreses contra él. Hasta puede escribir a los dirigentes de su denominación contándoles lo que dice, y tal vez puede insinuar suavemente que podría suprimir su apoyo financiero si no silencian su voz.

Quinto:

Seleccione a sus miembros. Impida la entrada a todos los indeseables que no piensan como usted, que no se visten como usted, que no tienen el mismo color de su piel. Mantenga una feligresía homogénea, de un mismo parecer. Convierta a la iglesia en un club exclusivo, compuesto por el tipo correcto de gente: su clase de gente, gente que vive dentro de los carriles de su denominación.

Sexto:

Interrumpa su fuente de abastecimiento. Descuide a sus jóvenes. No les enseñe nada acerca de la iglesia o la denominación a que pertenecen, ni de la misión mundial de la iglesia. Después de todo, ¿no debería permitírseles pensar por ellos mismos, formar sus propias ideas, realizar sus propias decisiones? ¿Para qué darles ayuda de los adultos? ¿Para qué tener una organización especial para ellos? ¿Para qué prepararlos?

Séptimo:

Frene su impulso evangelístico. Estimule, en cambio, el “diálogo” teológico y las labores eclesiásticas. Deje que la iglesia crezca por mero impulso vegetativo —con los niños que crecen y se integran a ella y con las nuevas familias que llegan a la comunidad.

Octavo:

Asfixie su mensaje y su espíritu misionero. ¿Acaso la iglesia no tiene que hacer mucho más de lo que puede en el lugar dónde está? ¿No es la comunidad su responsabilidad principal? ¿Entonces para qué preocuparse de la gente que vive al otro lado del mundo? Después de todo, una iglesia no puede hacerlo todo.

Guarde silencio ahora. Camine suavemente. La iglesia que está muerta puede ser la suya.

(The Ministry, enero de 1966. Reproducción de American Baptist International Magazine Missions.)