Conocer a Jesús no es una experiencia puntual o momentánea, sino un proceso de crecimiento continuo. Pablo lo definió bien: “Por tanto, de la manera que han recibido al Señor Jesucristo, así anden en él, arraigados y edificados en él, y confirmados en la fe, así como han aprendido, rebosando en acción de gracias” (Col. 2:6, 7). En la expresión “arraigados” encontramos la interesante metáfora de la raíz.

La raíz es el órgano de la planta encargado de sostenerla y de absorber el agua y las sales minerales que se llevan a las partes aéreas de la planta. Es interesante observar que cuanto más profunda es la raíz, más firme y funcional es la planta. Esta metáfora es apropiada para enseñarnos la necesidad de un discipulado enraizado en Cristo, porque es en él donde todo el proceso comienza, crece y se fundamenta.

¿Cómo podemos estar seguros de que nuestra vida está arraigada en Jesús? En el contexto inmediato (Col. 2:2), Pablo utilizó la palabra griega epignōsis, que significa “pleno entendimiento” o “conocimiento completo” de Cristo. Este término no solo significa conocimiento teórico, sino también conocimiento experiencial. A través de ambos, las facultades espirituales se avivan y hacen al devoto sensible a las verdades espirituales. Se trata de un conocimiento progresivo. Dios revela cada día nuevos aspectos de su carácter que conmueven a la persona y la inspiran a llevar una vida santa.[1]

Por supuesto, tener amplios conocimientos no significa saberlo todo sobre Jesús, pero sí desarrollar una relación profunda con él, que conduce a una transformación espiritual gradual. Este proceso consolida nuestras creencias, comportamientos y valores, es decir,nuestra visión del mundo. Paul Hiebert describió bien esta idea: “La transformación espiritual es la obra de Dios en la vida de un pecador, que lo convierte en hijo de Dios y ciudadano de su reino. También es obra de Dios en la iglesia, la comunidad de seguidores de Cristo. Como es obra suya, no podemos comprenderla plenamente. Solo en el cielo empezaremos a comprender su magnitud y su costo. Aun así, debemos intentar comprender, aunque sea a través de un cristal oscuro, la naturaleza divina de la transformación”.[2]

En este contexto, Hiebert presenta una interesante visión panorámica histórica: cambiar el comportamiento fue el objetivo del protestantismo primitivo; cambiar las creencias fue el objetivo del siglo XX; en cambio, la transformación de la cosmovisión debería ser fundamental para la iglesia y la misión en el siglo XXI.[3]

Dada esta percepción, analizaremos a continuación dos dimensiones de este proceso transformador: el conocimiento cognitivo y el conocimiento relacional.

Conocimiento cognitivo

En su segunda carta a Timoteo, Pablo afirma: “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que […] expone bien la palabra de verdad” (2 Tim. 2:15). El apóstol subraya también: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y es útil para enseñar, reprender, enmendar e instruir en justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto, cabalmente instruido para toda buena obra” (2 Tim. 3:16, 17).

El apóstol Pedro escribió: “Estén siempre preparados para responder con mansedumbre y respeto al que les demande razón de la esperanza que hay en ustedes” (1 Ped. 3:15). En este versículo, la palabra “responder” en griego es apologia, que podría traducirse como “defender”. Por tanto, nadie puede defender la razón de su esperanza sin tener un conocimiento teórico de la verdad que enseña.

En este panorama de defensa de la fe, Pablo señala que Jesús ha dado dones a su iglesia para que no sea arrastrada “por cualquier viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia los artificios del error” (Efe. 4:14). El apóstol también exhorta: “Todo lo que antes fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito” (Rom. 15:4).

Ante las situaciones más variadas, Jesús siempre utilizó su conocimiento teórico de las Escrituras para mantenerse firme en sumisión. Citó la Biblia cuando se enfrentó al diablo, así como para desenmascarar a los dirigentes judíos (Mat. 4:6-10; 12:1-7; Luc. 4:16‑21). Más tarde, los apóstoles se dieron cuenta de que la enseñanza de las Escrituras debía ser el fundamento del avance del evangelio. Eran coherentes en su predicación porque hablaban según el contenido del Antiguo Testamento (Hech. 2:16-36; 4:23-26; 7:2-53; Sant. 4:5-7; 1 Ped. 1:16, 23-25; 2 Ped. 3:1-9).

Es innegable que el descuido del estudio de las Escrituras fue la razón principal de la aparición de tantas herejías y controversias a lo largo de la historia del cristianismo. A pesar de los esfuerzos de una minoría remanente, solo en el contexto de la Reforma protestante hubo un mayor interés por el estudio de las Escrituras.

En El conflicto de los siglos, Elena de White destacó el papel de Lutero y otros reformadores como precursores de los adventistas.[4] En la Iglesia Adventista, se hizo mucho más hincapié en el aspecto cognitivo en las primeras décadas del movimiento. Tras el Gran Chasco de 1844, Elena de White escribió libros y cartas centrados en el conocimiento intelectual de las Escrituras. Sin duda, el compromiso con el estudio y la enseñanza de la Biblia está en el ADN de la Iglesia Adventista y sigue siendo importante para mantener este movimiento profético firme en su propósito.

Sin embargo, de la Biblia y de los escritos de Elena de White se desprende claramente la idea de que el conocimiento teórico o intelectual de Cristo y de su Palabra no es suficiente. La dimensión experiencial o relacional también es indispensable, como veremos a continuación.

Conocimiento relacional

El científico estadounidense Roger Sperry ganó el Premio Nobel de Medicina por presentar la teoría de los dos hemisferios cerebrales: el derecho y el izquierdo. El hemisferio izquierdo se ocuparía del lenguaje y las operaciones lógicas (como hacer cuentas, estudiar, escribir, etc.); y el derecho, de las emociones y la creatividad.[5]

Aunque esta teoría es cuestionada actualmente entre los científicos, esta sugerencia sobre el funcionamiento del cerebro nos lleva a pensar y admitir que el conocimiento no se limita al aspecto cognitivo. El conocimiento intelectual es importante, pero hay otro aspecto indispensable: el conocimiento relacional o aprendizaje. Varias personalidades bíblicas valoraron mucho esta capacidad con relación a la amistad con Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Entre ellos, destacamos: Enoc (Gén. 5:22-24); Noé (Gén. 6:7-9); David (Sal. 27:8; 31:1; 42:1, 2; 62:1, 2; 139:1-24); Pablo (Gál. 5:16; Col. 2:6, 7) y Pedro (2 Ped. 1:2-11).

Cuando analizamos el ministerio de Cristo, nos damos cuenta de que este fue uno de los grandes legados del Maestro. Afrontó su misión con mucha oración y dependencia del Padre (Mar. 1:35; Luc. 6:12). Viviendo como ser humano, Cristo sabía que su relación íntima con el Padre sería indispensable. Los primeros discípulos se dieron cuenta de esta influencia positiva y la recibieron.

Jesús dijo una vez a los judíos que lo perseguían: “Ustedes escudriñan las Escrituras porque piensan que en ellas tienen la vida eterna. ¡Ellas testifican de mí! Sin embargo, no quieren venir a mí para tener vida eterna” (Juan 5:39, 40). En otras palabras, aquella gente buscaba el conocimiento cognitivo de la Palabra de Dios, pero descuidaba el conocimiento relacional con el Señor de la Palabra.

Esta misma tendencia fue una realidad en la primera fase del movimiento adventista. Sin embargo, a partir de 1890, Elena de White escribió cinco libros que enfatizaban el aspecto relacional con Dios: El camino a Cristo, El Deseado de todas las gentes, Palabras de vida del Gran Maestro, El discurso maestro de Jesucristo y las primeras cien páginas de El ministerio de curación. El contenido de estas obras era importante para la denominación, que se había vuelto más legalista en su enfoque.[6]

Uno de los muchos textos de Elena de White que ejemplifica bien este nuevo énfasis es el siguiente: “Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión en la contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente de las finales. Mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por nosotros, nuestra confianza en él será más constante, se reavivará nuestro amor, y seremos más profundamente imbuidos de su Espíritu”.[7]

Una vez comprendidas estas dos dimensiones del conocimiento, ¿cómo podemos ponerlas en práctica de forma más eficaz? La respuesta más objetiva tiene que ver con las acciones directas e indirectas. Las acciones directas son lo que podemos hacer, como leer la Biblia, vivir una vida de oración, asistir a la iglesia y participar de la misión. Las acciones indirectas son el perdón, la transformación y la capacitación, que solo Dios puede llevar a cabo.

Sin embargo, estas acciones solo pueden realizarse mediante hábitos espirituales, que se dividen en dos grupos: hábitos de participación y hábitos de desarrollo. Los hábitos de participación son: 1) lectura de la Biblia; 2) meditación/reflexión; y 3) oración con adoración y alabanza. Los hábitos de desarrollo son: 1) soledad: estar a solas con Dios; 2) quietud: desconectarse de las influencias circundantes; y 3) permanencia: pasar tiempo a solas con Dios.[8] Estos hábitos fueron muy reales en la vida de Cristo (Mar. 1:35; Luc. 6:12; 11:1). También conviene recordar que él se los recomendó a sus discípulos (Mat. 26:41; Mar. 6:30-34; Luc. 21:36; Juan 15:5).

Sin duda, “el secreto del éxito estriba en la unión del poder divino con el esfuerzo humano”.[9] El Señor quiere realizar la transformación que tanto necesitamos, pero nosotros debemos poner de nuestra parte, aun sabiendo que el milagro solo puede realizarlo el Espíritu Santo (Gál. 5:16, 22, 23).

¿Qué resultados podemos esperar cuando alcanzamos estas dos dimensiones del conocimiento de Cristo y su Palabra? Eso es lo que veremos a continuación.

Resultados

Como hemos visto, el conocimiento intelectual de la Biblia, combinado con el conocimiento relacional de Cristo, promueve la verdadera transformación. Se trata de un cambio no solo en las creencias, el comportamiento y los valores, sino en la forma en que pensamos, vemos y sentimos a Dios y a las personas. Es una nueva cosmovisión que conduce al cambio pleno.

En el Sermón del Monte (quizá el discurso de Cristo con más contenido doctrinal), el Maestro estableció la esencia de la vida cristiana. En las Bienaventuranzas y en la parábola de los dos cimientos, por ejemplo, Jesús abordó la dimensión relacional de su Reino. Esta debe ser una experiencia que fluya con naturalidad en la vida de quien ha edificado “su casa sobre la roca” (Mat. 7:24).

Elena de White ratificó este ideal con las siguientes palabras: “La influencia natural e inconsciente de una vida santa es el sermón más convincente que pueda predicarse en favor del cristianismo. Los argumentos, aun cuando sean incontestables, pueden provocar tan sólo oposición; mientras que un ejemplo piadoso tiene un poder al cual es imposible resistir completamente”.[10]

Tal vez el mayor desafío para la iglesia o el cristiano individual sea lograr un equilibrio en la búsqueda de este conocimiento en el proceso de discipulado. Culturalmente, estamos más acostumbrados a compartir el evangelio desde conceptos, doctrinas y creencias fundamentales que desde un enfoque relacional. Sin embargo, la gente no se convence solo por lo que enseñamos cognitivamente. O, como escribió Elena de White: “A veces hay hombres y mujeres que se deciden en favor de la verdad por causa del peso de las pruebas presentadas, sin estar convertidos. El pastor no habrá hecho su obra antes de haber hecho comprender a sus oyentes la necesidad de un cambio de corazón”.[11]

La vida de Cristo fue una demostración muy clara de este nivel ideal de discipulado. Él experimentó una relación íntima con el Padre, estudió las Escrituras y las enseñó con coherencia. Por eso, la gente se maravillaba de lo que oía y veía en su vida práctica.

El llamado del apóstol Pablo a los colosenses está vigente también para nosotros hoy: “Por tanto, de la manera que han recibido al Señor Jesucristo, así anden en él” (Col. 2:6). Esta es la raíz del discipulado.

Sobre el autor: Secretario ministerial para los estados de Bahia y Sergipe


Referencias

[1] Francis D. Nichol, ed., Comentario bíblico adventista del séptimo día (Florida: ACES, 1996), t. 7, p.

615.

[2] Paul Hiebert, Transformando Cosmovisões (São Paulo: Vida Nova, 2016), p. 335.

[3] Ibíd., p. 344

[4] Elena de White, El conflicto de los siglos (Florida: ACES, 2015), pp. 155-181.

[5] “Os Dois Lados do Cérebro: Lógica X Criatividade”, Netscan Digital. Disponible en: blog.netscandigital.

com/artigos/os-dois-lados-do-cerebro/; consultado el 9 de octubre de 2023.

[6] Denis Fortin, “Growing Up in Christ: Ellen G. White’s Concept of Discipleship”, Journal of Adventist

Mission Studies 12 (2016), p. 60.

[7] Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Florida: ACES, 2008), p. 63.

[8] Allan Washe, “Fundamentos Bíblicos e Teológicos para o Ministério” (notas de clase del Doctorado

en Ministerio, Universidad Andrews, 2019).

[9] Elena de White, El colportor evangélico (Florida: ACES, 2015), p. 121.

[10] Elena de White, Obreros evangélicos (Florida: ACES, 2015), p. 58.

[11] Ibíd., pp. 164, 165.