Un breve análisis

El cristianismo progresista se presenta a sí mismo como más legítimo y aceptable que el cristianismo tradicional. Roger Wolsey, pastor progresista, sostiene que “gran parte del motivo por el que muchos abandonan la iglesia es que no conocen el cristianismo progresista ni las congregaciones cristianas progresistas”. Por supuesto, no es la única razón, afirma, “pero es trágico que tanta gente no sea consciente de que existe una forma de fe que muchos de ellos apreciarían enormemente”.[1] Los cristianos progresistas señalan “el envejecimiento y abandono de las iglesias tradicionales” como prueba del “desinterés e insatisfacción con la forma en que las iglesias hacen religión”, e insisten en que, “sin una reevaluación de los mitos que organizan la fe cristiana, la iglesia está condenada a volverse tan irrelevante como muchas iglesias del pasado”.[2]

Para ellos, el progresismo es la solución, ya que se propone rescatar la fe de lo que ellos denominan fundamentalismo cristiano, que, en su opinión, consiste en un sistema de fe distorsionado (los “mitos” de la cita anterior) producido por teólogos a lo largo de los siglos. El progresismo pretende recuperar al verdadero Jesús y sus enseñanzas: una religión práctica (y no teórica, basada en doctrinas), inclusiva (y no “cerrada” ni “intolerante”) y que responda a las necesidades reales de los seres humanos (y no meros “delirios centrados en un futuro utópico”). Sin embargo, la realidad es que el cristianismo progresista no es más que una versión posmoderna del liberalismo religioso de los siglos XVIII y XIX. Del liberalismo tomó su rechazo a la autoridad de las Escrituras, su visión panteísta de Dios y su comprensión condescendiente del ser humano y del pecado. Del posmodernismo tomó su percepción inmediata de la realidad y su inspiración humanista e incluso marxista de la vida y los problemas que afligen a la sociedad.

Sagradas Escrituras

El liberalismo de los siglos XVIII y XIX abandonó la noción tradicional de inspiración y llegó a considerar que las Escrituras no eran más que un documento antiguo, escrito y elaborado como cualquier otro documento antiguo. Los relatos bíblicos pasaron a interpretarse como mitológicos, condicionados culturalmente y meros reflejos de la mentalidad religiosa antigua. El cristianismo progresista no es muy diferente. Por mucho que algunos de sus defensores se esfuercen en afirmar que toman la Biblia en serio, en realidad desprecian la autoridad de las Escrituras. Algunos hablan de diferentes grados de inspiración presentes en la Biblia, mientras que otros –la mayoría– sostienen que, como revelación “final” de Dios, Jesús tiene prioridad sobre las Escrituras como fuente de autoridad para el creyente. El cristianismo, afirman, significa seguir a Jesús, no a la Biblia.[3]

El argumento tiene cierta apariencia de verdad. Después de todo, Jesús es el personaje central de las Escrituras (Luc. 24:27; Juan 5:39, 46), Aquel que une ambos Testamentos y es la clave para entenderlos (Luc. 24:44, 45; Rom. 10:4). El engaño del argumento, sin embargo, radica en la dicotomía que los progresistas crean entre Jesús y la Escritura, como si el primero excluyera o anulara la segunda. En otras palabras, utilizan este principio cristológico para rechazar partes de las Escrituras y, al hacerlo, crean una especie de “canon dentro del canon”, que pone en peligro la unidad y la autoridad de la Biblia.[4] Un ejemplo es la cuestión de la homosexualidad, que está claramente desaprobada en las Escrituras (Lev. 18:22; Rom. 1:26, 27; 1 Cor. 6:9, 10), pero que ellos consideran legítima porque Jesús nunca la desaprobó. La reafirmación de Jesús de que el matrimonio debe ser entre un hombre y una mujer (Mat. 19:4-6; cf. Gén. 2:21-24) es irrelevante para ellos, lo que demuestra la forma sesgada en que leen las Escrituras.

El problema, sin embargo, va más allá. El principio cristológico no pasa su propia prueba. Si Jesús es la norma, cabría esperar que él mismo afirme tal principio. Pero Jesús nunca sugirió siquiera que, con su venida, las Escrituras hubieran perdido su relevancia o se hubieran convertido en secundarias. Al contrario, Jesús siempre reconoció la autoridad de las Escrituras (Mat. 5:17-20; Luc. 16:29-31). Basó su vida y su ministerio en ellas (Mat. 4:4-10; 21:12, 13) y criticó tanto a los líderes judíos como a sus propios discípulos por no creer todo lo que habían dicho Moisés y los Profetas (Juan 5:39, 40; Luc. 24:25). Y lo que es más importante, Jesús utilizó las Escrituras para justificar sus acciones y afirmaciones (Mat. 12:3-6; Luc. 24:27), en lugar de utilizar su autoridad para socavarlas. Para Jesús, las Escrituras seguirían siendo válidas hasta “que todo se cumpla” (Mat. 5:18).

Sí, Jesús dijo que él es la verdad (Juan 14:6), pero también dijo que la Palabra de Dios es la verdad (17:17). Entonces, ¿por qué poner una contra la otra como si se excluyeran mutuamente? Da la impresión de que la verdad no les importa realmente a los progresistas y que su apelación a Jesús no es más que una cortina de humo para encubrir interpretaciones arbitrarias. Cuando recordamos que el único Jesús que tenemos es el Jesús de las Escrituras, queda claro que cualquier intento de crear una discontinuidad entre Jesús y las Escrituras carece de toda legitimidad (cf. Hech. 18:28; Rom. 1:2-4). Sin las Escrituras, no hay Jesús.

Trascendencia de Dios

Al rechazar la inspiración y la autoridad de las Sagradas Escrituras, el liberalismo teológico acabó rechazando la noción bíblica de Dios, sustituyéndola por un concepto panteísta.[5] Una de las características más fundamentales del Dios bíblico es su trascendencia. Es el Creador de todas las cosas y, por tanto, distinto de la creación (Gén. 1:1; Juan 1:3; Col. 1:16, 17). Reside por encima y más allá de todo (Deut. 4:39; Hech. 7:49), aunque puede intervenir en el mundo en el momento y del modo que él, en su soberanía, considere oportuno (Juan 1:14; Gál. 4:4). Pero el Dios bíblico también es inmanente. Mantiene todo lo que existe mediante su poder infinito (Col. 1:17; Heb. 1:3). El liberalismo, sin embargo, ha abandonado la noción de la trascendencia de Dios hasta el punto de confundirlo con el mundo. Sus partidarios utilizan el término “Dios” para cualquier poder que actúe en el universo, ya sea diminuto (como los organismos microscópicos) o colosal (como las galaxias). Dios ya no es un Ser distinto de la creación (o de nosotros mismos), sino una parte de ella (o de nosotros). Aunque tal representación divina no sea sistemáticamente panteísta, tiene varias afinidades con el antiguo panteísmo pagano.[6]

Los progresistas van prácticamente en la misma dirección. Prefieren el término panenteísmo para su concepto de Dios, definiéndolo como la creencia de que Dios está en todo y todo está en Dios. Al igual que los liberales, tienden a ver a Dios operando solo a través de procesos naturales, en lugar de intervenciones radicales en la naturaleza (lo que llamamos “milagros”). Es como si el mundo fuera de algún modo co-creador con Dios. Por lo tanto, no ven ningún problema en aceptar la teoría de la evolución, que creen que es el medio por el que Dios cumple sus propósitos.[7] Y si somos el resultado de un proceso evolutivo, no es de extrañar que tanto liberales como progresistas estén abiertos, por ejemplo, a tipos de sexualidad que van en contra de la Biblia. Al fin y al cabo, si la vida está en constante desarrollo, como afirman, entonces también lo está la ética humana.

El panenteísmo también asume que Dios mismo experimenta cambios, lo que contradice el concepto bíblico de inmutabilidad divina (Núm. 23:19; Mal. 3:6; Heb. 13:8). Wolsey afirma que “las cosas que hacemos y las decisiones que tomamos influyen en las estrategias y elecciones de Dios a la hora de tratar con nosotros y con el resto de la humanidad”.[8] En palabras de John Spong, “tenemos que distanciarnos de este Dios de teísmo sobrenatural que pone en peligro nuestra humanidad y volver a un Dios que impregna la vida tan profundamente que nuestra humanidad se convierte en el medio mismo por el que experimentamos la Presencia Divina”.[9]

Sin embargo, abandonar la idea de la trascendencia divina tiene consecuencias extremadamente graves, ya que la estabilidad física y moral del universo dependen de la trascendencia e inmutabilidad de Dios (1 Sam. 15:29; Sal. 102:12). El pecado solo es pecado porque Dios es eternamente santo e inmutable. Aunque puede revelar su voluntad por etapas (revelación progresiva), la afirmación de que Dios cambia o está sujeto a la volatilidad humana equivale, como mínimo, a humanizarlo o convertirlo en una mera proyección de nuestros propios conceptos. “Esto despoja a Dios de su naturaleza divina y a la religión de su firme fundamento”,[10] y también echa por tierra cualquier posibilidad de que la historia sea el desarrollo de un plan mayor y soberano (cf. Hech. 2:23; Rom. 8:28). Depende de nosotros tomar las decisiones correctas, no de Dios ajustarse a nuestros gustos o contingencias.

Pecado y redención

Cuanto menos se enfatiza la trascendencia de Dios, más positiva se vuelve la visión del ser humano. En otras palabras, cuando Dios disminuye, el ser humano crece. No es de extrañar que el progresismo y el liberalismo sean esencialmente humanistas. Se sitúa al ser humano en el centro y son sus supuestas virtudes y potencialidades las que determinan su ética y filosofía de vida. Esto significa que se rechaza la doctrina bíblica del pecado como algo hereditario y universal. El pecado se concibe como un acto individual y suele producirse en el contexto de la injusticia social. Adán pierde su relevancia como aquel en quien todos pecamos y morimos (Rom. 5:12; 1 Cor. 15:22) y pasa a ser visto más como alguien que nos dejó un mal ejemplo, como dijo Pelagio en una ocasión. De hecho, la historia de la Caída no es más que un relato ficticio destinado, en el mejor de los casos, a ilustrar la verdad de que cualquiera puede acabar cediendo a sus impulsos y pecando.

La consecuencia inevitable de abandonar la doctrina bíblica del pecado es el rechazo de otra doctrina: el sacrificio expiatorio de Cristo (sustitución penal). Para los liberales y progresistas, tal doctrina remite a prácticas paganas de sacrificio de niños contrarias al amor de Dios revelado en las Escrituras. Observemos, sin embargo, que una cosa lleva a la otra: el abandono de la trascendencia de Dios lleva al abandono de la doctrina del pecado, que a su vez lleva al abandono del concepto de sacrificio sustitutivo. En una cita de profundo significado teológico, Elena de White advirtió que “estas teorías [panteístas], llevadas hasta su conclusión lógica”, inevitablemente “desechan la necesidad de la expiación y hacen del hombre su propio salvador”.[11]

Algunos progresistas ven con buenos ojos la llamada teoría de la influencia moral, según la cual la muerte de Jesús no tenía por objeto expiar el pecado humano, sino solo imprimir en nuestros corazones el sentido del amor de Dios y llevarnos así al arrepentimiento. En otras palabras, Jesús murió por nosotros, no en nuestro lugar.[12] Otros ven la muerte de Jesús solo como un ejemplo de abnegación y autosacrificio, o como una tragedia permitida por Dios para traer la paz y restauración social.[13] Aunque algunos también admiten que Jesús murió para derrotar a las fuerzas del mal,[14] prácticamente todos repudian la noción de un sacrificio expiatorio. No cabe duda de que la Cruz revela el amor de Dios (Juan 3:16; Rom. 5:8), es un ejemplo para nosotros (Fil. 2:5-8; 1 Ped. 2:21) y marca la victoria de Dios en el conflicto contra el mal (Heb. 2:14, 15; 1 Ped. 3:18, 19). Pero la Biblia también deja claro que Jesús murió en nuestro lugar como expiación por nuestros pecados (Rom. 3:24-26; Isa. 53:4, 5).[15]

El problema de los progresistas es que, en el mejor de los casos, ven la justicia divina solo como justicia distributiva (justicia social) y no como justicia retributiva,[16] que para ellos es contraria al amor. Es como si Dios, por ser amor, no pudiera condenar. Sin embargo, según las Escrituras, la justicia es un atributo de Dios tan esencial como el amor (Deut. 32:4; Sal. 9:7). Dios no solo actúa en plena conformidad con su carácter santo, sino que también administra el universo en consecuencia. Esto significa que Dios no puede dejar que el pecado quede impune, ya que es un ataque contra su carácter y su gobierno (Deut. 7:10; Rom. 6:23). Y si Jesús es la norma, como dicen los progresistas, entonces merece la pena recordar que él mismo hizo hincapié en el aspecto retributivo (condenatorio) de la justicia divina en el contexto de la impenitencia humana (Mat. 18:23-35; cf. Mat. 3:10-12).

La justicia de Dios, sin embargo, no es arbitraria ni vengativa, como suele ocurrir con la justicia humana. La justicia sin amor es intolerancia; el amor sin justicia es condescendencia. Y si la justicia es tan esencial al carácter de Dios como el amor, entonces ambos atributos son inseparables. Dios no puede ser solo justicia en un momento y solo amor en otro. Su santidad exige que actúe siempre de acuerdo con lo que es. Y nada podría ser más sorprendente que el plan que ideó para resolver el problema del pecado. La Cruz es la máxima expresión del carácter de Dios. Ella demuestra que Dios es amor sin dejar de ser justicia, y justicia sin dejar de ser amor. Pensar que Dios podría salvar sin la Cruz es menospreciar tanto la gravedad del pecado como la santidad de Dios.[17] La muerte sustitutoria de Cristo permite a Dios salvarnos y, al mismo tiempo, que el pecado reciba su debido castigo.

Justicia social

Bajo la influencia del posmodernismo, los progresistas han criticado todas y cada una de las metanarrativas, que son relatos amplios (intelectuales o religiosos) que permiten integrar los acontecimientos históricos y dar sentido a la vida. Poco a poco, sin embargo, esta crítica generó que el progresismo adoptara valores marxistas, como la premisa de que la verdad no es más que un ejercicio de poder, que a su vez se utiliza como instrumento de opresión. Esto alimentó el deseo entre los progresistas de abrazar el activismo político y social. Son rápidos en denunciar las estructuras supuestamente opresivas de la cultura occidental –que implican etnia, género, clase social e incluso medioambiente–, pero lo hacen de una forma totalmente descontextualizada de la cosmovisión bíblico-cristiana. Rechazan el relato bíblico de la creación, niegan el conflicto cósmico entre el bien y el mal (la metanarrativa bíblica), y reducen el pecado a la injusticia social y la destrucción de la naturaleza, redefiniendo así el plan de redención. Y lo peor de todo es el intento de arrastrar a Jesús a este fango ideológico, presentándolo no como el Salvador del pecado, sino como un reformador político y social.

La naturaleza divina de Jesús y el significado de la encarnación importan poco o nada a los progresistas. Algunos son explícitos al afirmar que Jesús no fue más que “un humilde mortal”[18] y que su supuesta divinidad no es más que una construcción teológica elaborada a partir de una interpretación bíblica errónea e incluso deshonesta.[19] Apelan a teorías anticuadas sobre la datación y la composición de los Evangelios para tratar de demostrar cómo fue que Jesús se convirtió en Dios en el imaginario de los primeros cristianos.[20] En general, los progresistas definen a Jesús simplemente como un gran maestro moral que nos enseñó a aceptar a todos indiscriminadamente, a luchar por los excluidos y oprimidos, y a vivir una vida de abnegación y respeto al prójimo.

Sin embargo, aunque Jesús habló de los deberes sociales de sus seguidores (Mat. 5:44-48; Mar. 9:38-41), nunca se implicó en ninguna militancia social o política. El descontento de los progresistas con la injusticia social puede ser legítimo, pero cometen un grave error y hacen un desfavor al cristianismo al intentar presentar a Jesús como un reformador social y no como el Salvador del pecado. Jesús tuvo compasión de los menos favorecidos y trató de aliviar sus cargas, pero el alcance de su misión fue sobre todo espiritual (cf. Luc. 4:18-21; Hech. 10:38). Atendía a todos por igual, fueran ricos o pobres (Mar. 10:17-22; Juan 4:46-53), hombres o mujeres (Mar. 5:24-34; Luc. 8:1-3), oprimidos u opresores (Mat. 8:5-13). Rechazó los honores temporales y se resistió a subvertir el orden sociopolítico imperante. Cuando se le presionó para que se posicionara contra la opresión romana, se negó a hacerlo (Mar. 12:13-17; Luc. 24:21; Juan 6:1-15). Jesús era absolutamente consciente de que su Reino no era de este mundo (Juan 18:36) y de que la plena restauración social solo sería posible en el mundo venidero (cf. Mat. 22:1-14; 25:31-34).

Que los creyentes tienen una importante responsabilidad social es indiscutible (Mat. 22:34-40; Luc. 3:10-14). El evangelio conlleva una exigencia inherente que debe transformar nuestra forma de ver el mundo y de relacionarnos con los demás. La cuestión, por tanto, no es si cumpliremos esta exigencia, sino cómo lo haremos. Desde luego, no será mediante ninguna forma de activismo o militancia, que no hace sino resaltar las diferencias, abrir heridas y dividir aún más a la sociedad, sino mediante el ejercicio afirmativo de la fe, la bondad y el civismo que deben caracterizar la vida del creyente (cf. Mat. 5:13-16; 1 Ped. 2:12-17). El principio del amor es supremo y debe impregnar todas nuestras acciones (Juan 13:34; 1 Juan 4:7, 8).

Pluralismo religioso

Cuando se trata de restar importancia a las Escrituras, los progresistas recurren al llamado principio cristológico; pero cuando se trata de hablar de otras religiones, relativizan el principio y niegan la exclusividad de la fe cristiana. Jesús dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6), y los apóstoles se lo tomaron muy en serio (cf. Hech. 4:12). Los progresistas, sin embargo, son pluralistas. Es decir, creen que hay una variedad de caminos alternativos hacia Dios y que los practicantes de otras religiones que se tomen en serio su fe serán igualmente salvos. Algunos progresistas incluso llegan a pensar que todas las religiones están prácticamente al mismo nivel.[21] En la misma línea, también difuminan los límites entre lo sagrado y lo profano, lo espiritual y lo secular. Al renunciar a la exclusividad de Cristo, se esfuerzan por interpretar el evangelio a la luz de ideologías marxistas, por utilizar conceptos humanistas para intentar comprender al ser humano.

Este es otro ejemplo de cómo los progresistas son parciales y expertos en verdades a medias. No están completamente equivocados. La enseñanza bíblica es clara: Dios se revela no solo a través de las Sagradas Escrituras, sino también a través de la naturaleza y la actuación interna del Espíritu (Sal. 19:1-4; Rom. 1:19-21). Todo lo que hay que conocer para que haya una respuesta de fe

y obediencia ha estado siempre a disposición de los seres humanos (Rom 1:19-21). Quizá por eso hay fragmentos de verdad, incluso sobre Dios, en diversos sistemas religiosos o filosóficos humanos.[22] Pablo lo reconoció en su discurso en Atenas (Hech. 17:23-29). Y cualquiera que responda favorablemente a tales revelaciones es considerado justo a los ojos de Dios (Rom. 2:14, 15). Pero nada de esto anula la exclusividad de Cristo, ya que ni la naturaleza ni la conciencia hablan del plan de redención, por lo que el imperativo divino es que “todos los hombres, en todo lugar […] se arrepientan” (Hech. 17:30). Aunque no sea en sí misma un obstáculo para la salvación, la ignorancia del evangelio no debe servir de pretexto para las nociones pluralistas, sino de motivación evangelizadora (Rom. 10:14, 15). El testimonio de fe es una exigencia inherente al evangelio de Cristo (Mat. 28:18-20; Hech 1:8).

No es el caso de los progresistas. Más bien, ellos son profusos en el discurso social, pero hacen poco o nada por promover el verdadero evangelio entre quienes no lo conocen. Retazos de verdad eventualmente encontrados en religiones o filosofías humanas no santifican esas religiones o filosofías, y mucho menos anulan el significado de Cristo o la necesidad de la predicación (1 Cor. 1:17-21). Dios no quiere salvar a la gente solo en la ignorancia (Hech. 17:30). Al contrario, quiere que el evangelio sea conocido por todos (Efe. 3:10; 1 Ped. 2:9). Si solo por medio de Cristo todo en este universo ha sido reconciliado con Dios (Col. 1:20), entonces no hay vacilación: o Cristo es único en nuestra devoción, lealtad y predicación, o no es nada para nosotros (Fil. 3:8; Col. 3:11). El celo de Dios exige exclusividad (Éxo. 34:14; Jos. 24:19).

Hipergracia

Los progresistas se autodenominan predicadores de la gracia. No habría nada de malo en ello, si no fuera porque muchos de ellos, si no todos, utilizan la gracia divina para socavar importantes enseñanzas de las Escrituras, como el arrepentimiento, la confesión de los pecados, la obediencia, el Juicio y otras. Varios autores progresistas afirman que el cristiano no puede cometer el pecado imperdonable y que no hay forma de perder la salvación, ya que en Cristo todos los pecados pasados, presentes y futuros son perdonados y ni siquiera necesitan ser confesados.[23] Algunos incluso llegan a sugerir que todos los seres humanos, independientemente de si aceptan o no la gracia de Dios, se salvarán en última instancia, una creencia conocida como universalismo.[24] En general, los cristianos progresistas también son antinomianos, es decir, contrarios a la Ley. Afirman que la Ley no fue dada para ser cumplida, sino solo “para reducir al hombre al polvo y hacerle sentir así la necesidad de un Salvador”.[25] Según ellos, la Ley no forma parte de la Nueva Alianza. La Ley pone el foco en nosotros mismos, mientras que el foco del Nuevo Pacto es Jesús.[26] Estos son algunos de los énfasis de esta nueva ola de enseñanza progresista, comúnmente conocida como “hipergracia”.

No se puede negar que la gracia es la mayor doctrina de la fe bíblica, la que más la distingue de las religiones humanas. Sin excepción, todas las religiones paganas se basan en el principio de que los dioses necesitan ser satisfechos de alguna manera. Por tanto, el interés de los progresistas por ensalzar la belleza y el poder de la gracia puede ser loable, pero la forma tendenciosa y permisiva en que lo hacen, a pesar de la bella retórica, denuncia una vez más su desprecio por las Escrituras. Tanto los escritores del AT como los del NT hacen hincapié en la necesidad del arrepentimiento, pero los predicadores de la hipergracia insisten en que este mensaje no se aplica a quienes ya han experimentado la gracia perdonadora de Dios. Es como si el perdón fuera irrevocable, algo así como “una vez salvado, salvado para siempre”. Sin embargo, las propias palabras de Jesús a las iglesias en el Apocalipsis contradicen claramente este razonamiento (Apoc. 2:4, 6, 20; 3:3, 15‑19). Aunque, en lo que respecta a Dios, nada nos separará de su amor, y aunque la seguridad en Cristo es una de las grandes verdades del evangelio (Isa. 43:25; Rom. 8:1, 35‑39), la idea de que un cristiano no puede, por su propia iniciativa o negligencia, perder su salvación carece de apoyo bíblico (cf. Gál. 5:4; Heb. 6:4‑6). Es posible caer de la gracia, y todos, incluso los creyentes, son responsables de sus elecciones y tendrán que responder ante Dios por ellas (2 Cor. 5:10).

Volver a la Biblia

Se podría decir mucho más. Por ejemplo, algunos progresistas niegan, o dudan en afirmar, que Jesús resucitó de entre los muertos, que los que murieron en Cristo resucitarán corporalmente o que el Cielo es un lugar literal.[27] En el caso de que se consideren adventistas, no dicen nada sobre el mensaje y la identidad de la iglesia ni muestran ningún compromiso denominacional, aunque estén financiados por la denominación. Algunos hacen hincapié en la supuesta libertad del Espíritu (cf. Juan 3:8) para defender un cristianismo subjetivo y fluido, incluso contrario al evangelio (véase, sin embargo, Juan 14:26), mientras que otros ni siquiera reconocen el séptimo día de la semana como el sábado del Señor. Los cristianos progresistas también tienden a valorar las prácticas místicas –contemplación, mantras y danzas– como expresiones válidas de la experiencia religiosa para conectarse con lo divino y experimentarlo de forma más íntima y plena.[28]

La lista podría continuar. Todos estos puntos no son más que ejemplos de cómo los progresistas no reconocen la autoridad de la Escritura y de que, cuando la leen, lo hacen desde una cosmovisión totalmente distinta de la cosmovisión bíblica. Y aquí radica el punto principal del problema: los progresistas no se acercan a la Biblia en los términos de la Biblia. No aceptan la afirmación de la Biblia de ser la revelación proposicional de Dios, es decir, que Dios habló realmente a través de los profetas y los apóstoles, una afirmación que aparece cientos de veces tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento.[29] Para ellos, la Biblia no es más que un libro de relatos. Por ejemplo, Robert Alter, un conocido teólogo de la Universidad de California en Berkeley, habla del AT como “ficción historizada” con fines teológicos. Aunque concibe la posibilidad de que haya alguna base histórica real detrás de los relatos, la forma en que estos han llegado hasta nosotros, con todos sus “adornos folclóricos”, dice, no es más que prosa ficticia creativa con significado fluido diseñada para enseñar conceptos religiosos al pueblo de Israel.[30] Como tal, cualquier conclusión puede ser legitimada, y esto es exactamente lo que vemos entre los progresistas. Utilizan la Biblia, pero se niegan a interpretarla literal y autoritativamente.

Y aquí es donde termina la discusión. Cuando no existe una base común –el reconocimiento mutuo de que la Biblia es la Palabra de Dios– no hay forma de discutir los detalles interpretativos. Son dos mundos distintos en los que la realidad se ve a través de lentes (presuposiciones) diferentes. Es cierto que no todos los progresistas piensan igual. Hay quienes son más radicales y menos radicales, pero prácticamente todos reinterpretan la Biblia según presupuestos humanistas y posmodernos. Y la razón por la que han tenido cierto éxito es que la influencia del posmodernismo en el mundo cristiano occidental ha sido abrumadora. Una encuesta reciente (2023) entre los evangélicos norteamericanos reveló que el número de los que aún mantienen una cosmovisión bíblica no supera el 4 %;[31] entre los pastores, solo el 37 %, según una encuesta anterior (2022).[32] Las encuestas han indicado que la mayoría de los miembros (88 %) y pastores (62 %) mantienen una cosmovisión híbrida. En otras palabras, la cultura influye en la iglesia mucho más de lo que la iglesia influye en la cultura.

Contrariamente a lo que dicen los progresistas, la solución a este estado de cosas no es el progresismo con todas sus medias verdades, revisionismo y mentalidad secular. Tampoco es la solución el fundamentalismo con toda su estrechez de miras, legalismo y espíritu crítico. La solución es volver a la Biblia. Los pastores y líderes adventistas deben ser conscientes de los tiempos en que vivimos y asegurarse de que lo que se predica desde nuestros púlpitos es bíblico. El progresismo no lo es, ya que rechaza los pilares principales de “la fe que una vez fue confiada a los santos” (Judas 1:3). Más que nunca, la iglesia necesita ser santificada en la verdad tal como se encuentra en las Escrituras (cf. Juan 17:17).

Sobre el autor: Profesor de Nuevo Testamento en Southern Adventist University, Estados Unidos


Referencias

[1] Extraído de la descripción del libro The Kissing Fish: Christianity for People Who Don’t Like Christianity, de Roger Wolsey (Columbia: Edición del autor, 2011).

[2] David M. Felten y Jeff Procter-Murphy, Living the Questions: The Wisdom of Progressive Christianity

(Nueva York: HarperOne, 2012), p. xii.

[3] Wolsey, The Kissing Fish, pp. 192-217.

[4] Ibíd., p. 211.

[5] J. Gresham Machen, Christianity and Liberalism (Grand Rapids: Eerdmans, 1923), pp. 62, 63.

[6] Millard J. Erickson, Christian Theology (Grand Rapids: Baker, 1983), p. 303.

[7] Wolsey, The Kissing Fish, pp. 79, 80.

[8] Ibíd., p. 80.

[9] John S. Spong, citado en Felten y Procter-Murphy, Living the Questions, p. 22.

[10] Herman Bavinck, Reformed Dogmatics: God and Creation (Grand Rapids: Baker, 2004), t. 2, p. 158.

[11] Elena de White, El ministerio de curación (Florida: ACES, 2008), p. 335.

[12] Felten y Procter-Murphy, Living the Questions, p. 110.

[13] Wolsey, The Kissing Fish, pp. 157-174.

[14] Gregory A. Boyd, The Nature of the Atonement: Four Views (Downers Grove: IVP, 2006), pp. 23-49.

[15] Ver John Stott, Why I Am a Christian (Downers Grove: IVP, 2003), pp. 54-56.

[16] Felten y Procter-Murphy, Living the Questions, p. 168.

[17] Stott, Why I Am a Christian, p. 55.

[18] Felten y Procter-Murphy, Living the Questions, p. 182.

[19] Robin R. Meyers, Saving Jesus from the Church: How to Stop Worshiping Christ and Start Following Jesus (Nueva York: HarperOne, 2009), p. 13.

[20] Ver Mark L. Strauss, Four Portraits, One Jesus: A Survey of Jesus and the Gospels (Grand Rapids: Zondervan, 2020), pp. 415-461.

[21] Ver Wolsey, The Kissing Fish, p. 183-191; Felten y Procter-Murphy, Living the Questions, pp. 221-228.

[22] Elena de White, La educación (Florida: ACES, 2009), pp. 13, 14.

[23] Joseph Prince, Destined to Reign (Tulsa: Harrison, 2007), pp. 90, 91, 232-234.

[24] Ver Thomas R. Schreiner, Paul, Apostle of God’s Glory in Christ: A Pauline Theology (Downers Grove: IVP, 2001), pp. 182-188.

[25] Prince, Destined to Reign, p. 123.

[26] Ibíd., p. 196.

[27] Felten y Procter-Murphy, Living the Questions, pp. 116-125; Wolsey, The Kissing Fish, pp. 106-107, 176-179.

[28] Felten y Procter-Murphy, Living the Questions, pp. 220-228.

[29] Ver D. A. Carson, The Gagging of God: Christianity Confronts Pluralism (Grand Rapids: Zondervan, 2011), pp. 141-345.

[30] Robert Alter, The Art of Biblical Narrative (Nueva York: Basic Books, 2011), pp. 12, 40.

[32] Ver George Barna, “Incidence of Biblical Worldview Shows Significant Change Since the Start of the Pandemic”, Cultural Research Center (2023). Disponible en: link.cpb.com.br/e5cf38; consultado el 7 de diciembre de 2023.

[31] Ver Tracy F. Munsil, “New Study Shows Shocking Lack of Biblical Worldview Among American Pastors”, Arizona Christian University (2022). Disponible en: link.cpb.com.br/a5888b; consultado el 7 de diciembre de 2023.