Cierta vez un destacado obispo metodista visitaba una iglesita rural. Era célebre teólogo y notable predicador. El pastor local lo invitó a predicar, y le pidió que evitase la terminología erudita, porque sus feligreses, rudos e incultos, no le comprenderían. Siguiendo la advertencia del joven ministro, el obispo visitante predicó un sermón muy objetivo, valiéndose de argumentos y expresiones tan sencillos y claros que, después del culto, uno de los oyentes comentó: “El viejito que predicó esta noche no tiene tantos estudios como nuestro pastor, por eso me agradó oírlo, porque entendí su mensaje”.

 Proclamar los grandes temas de la fe con claridad y sencillez debería ser la preocupación dominante en la vida de un mensajero al servicio de Dios. El pastor no tiene derecho de valerse del púlpito para realizar una exhibición pedante y sofisticada de una cultura libresca. A los miembros de nuestras iglesias poco les importa la opinión de Clarke, Lang. Barnes u otro comentador autorizado, de la Biblia. A ellos les interesa saber lo que el pastor puede decir, en lenguaje sencillo, después de haber hojeado muchos libros e investigado los voluminosos comentarios escritos por diferentes exégetas.

 Como predicadores del Evangelio debemos esforzarnos para presentar un mensaje que los oyentes necesitan, de tal manera que hasta los más incultos puedan asimilar.

 Hace años tuve ocasión de ver a un hábil malabarista lanzar puñales agudos contra una señora que, tranquila y despreocupada, se colocó como blanco ante un tablado de madera. La extraordinaria habilidad del lanzador consistía en clavar los puñales junto al cuerpo, hasta entre los dedos, sin herirla.

 Algunos predicadores parecen imitar a este hábil lanzador de puñales. Lanzan sus argumentos pero no llegan a sus oyentes. ¡Cuán oportuna se nos antoja la exhortación de Oliverio Cromwell, el intrépido general inglés! En medio del fragor de una violenta batalla, viendo que muchas balas se estaban perdiendo porque los artilleros disparaban demasiado alto, ordenó: “¡Bajen la puntería!”

 Un docto profesor de la Universidad de Cambridge, predicando ante el personal de la universidad encargado de las tareas manuales, decía: “Concedo que la prueba ontológica de la existencia de Dios, en los últimos años, debido especialmente a las embestidas teutónicas, ha sido relegada a un lugar subordinado en el arsenal de la apología cristiana”.

 Evidentemente, este erudito maestro ignoraba la importancia del consejo de Cromwell. Sus expresiones llenas de erudición pasaban por encima de la cabeza de sus oyentes, sin alcanzar el blanco.

 Para hacer impacto en el corazón necesitamos bajar la puntería. Si no hacemos esto, nuestra predicación estará despojada de valor y carecerá de aplicación personal.

 “Cristo se allegaba a la gente dondequiera que ésta se hallara. Presentaba la clara verdad a sus mentes de la manera más fuerte y con el lenguaje más sencillo. Los humildes pobres, los más ignorantes, podían comprender, por fe en él, las verdades más sublimes. Nadie necesitaba consultar a los sabios doctores acerca de lo que quería decir. No dejaba perplejos a los ignorantes con inferencias misteriosas, ni empleaba palabras inusitadas y sabias, que ellos no conociesen. El mayor Maestro que el mundo haya conocido, fue el más explícito, claro y práctico en su instrucción” (Obreros Evangélicos, pág. 51).

 Cuando los discípulos le preguntaron a Jesús por qué enseñaba al pueblo mediante parábolas, recibieron la siguiente respuesta: “Viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden” (Mal. 13: 13).

 ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo presentarles a esos rudos palestinos las verdades divinas? Asociando las grandes lecciones de la fe a las cosas y sucesos comunes. “El reino de los cielos es semejante, a la levadura que tomó una mujer, y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo quedó leudo”.

 “También el reino de los ciclos es semejante al hombre tratante que busca buenas perlas”.

 “Asimismo el reino de los cielos es semejante a la red, que echada en la mar, coge de toda suerte de peces”.

 Esto era diáfano, meridianamente claro; podían comprenderlo. Por eso las multitudes fascinadas se reunían para escuchar sus impresionantes enseñanzas tan llenas de objetividad y encanto…

 Muy apropiada es, sin duda, la historia de un celoso predicador laico quien en el culto leyó el capítulo 13 de la primera epístola a los Corintios, y lo hizo del siguiente modo: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo CLARIDAD, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe”.