La actitud de Cristo hacia las mujeres que sufren

El pastorado efectivo de las mujeres requiere ser sensible a sus peculiaridades, comportamientos y necesidades. Con el tiempo, entender la naturaleza femenina, particularmente su diferencia con la del género masculino, ha causado mucha confusión, abuso y violencia. En su ministerio, Jesús ejemplificó cómo consolar a las mujeres en sus dificultades. En este artículo, me gustaría revisar dos relatos de los evangelios que ilustran la actitud del Maestro hacia ellas.

Una hija enferma

El relato del encuentro de Cristo con una mujer enferma y marginada se narra en tres de los cuatro evangelios (Mat. 9:20-22; Mar. 5:25-34; Luc. 8:43-48). Ella se escondía en medio de una gran multitud que presionaba a Jesús mientras se dirigía a la casa de Jairo, uno de los dirigentes de la sinagoga, cuya hija estaba al borde de la muerte.

Según el relato de Marcos 5:25 al 28, la mujer sufrió mucho al tratarse con varios médicos; gastó todo lo que tenía y en lugar de mejorar, empeoró. Oyó hablar de Jesús; buscó acercarse a él en medio de la multitud; tocó su túnica y pensó: “Si toco tan solo su manto, seré sana” (Mar. 5:28).

Esta “mujer misteriosa” era evitada. Cualquiera que la tocara o estuviera en contacto directo con cualquier cosa que ella hubiera tocado quedaría ceremonialmente impuro (Lev. 15:19-23, 25-33). Probablemente, sería poco usual verla en público. Puede ser que, por su condición, no estuviese casada, tuviese pocos amigos y sufriera escasez de recursos. Tal vez su rostro se viera pálido tras sufrir de hemorragia durante doce años; sin mencionar sus problemas de higiene personal. El texto no dice nada sobre la periodicidad del sangrado. Lo que queda claro es que ciertamente se sentía sola. No podía ir al Templo ni a la sinagoga para participar en la adoración corporativa. Tenía dificultades para acercarse a las mujeres que compraban frutas y verduras en las calles. Algunos, tal vez, asumían que estaba siendo castigada por un pecado secreto. No en vano ella era tan “discreta”.

Pero la expectativa de esta mujer era que, al tocar solamente el borde de la tunica de Jesús, el sangrado se detuviera. Si la historia terminara en este punto, podríamos decir que Cristo atendió su dolor: sanó su cuerpo. Pero él sabía que el mayor dolor no estaba relacionado solo con la enfermedad física. Era la herida en el corazón de aquella mujer después de doce años de soledad. Cuando el Maestro reconoció “en sí mismo el poder que había salido de él” (Mar. 5:30), hizo que se detuvieran el principal de la sinagoga y la multitud que lo seguía. La mujer misteriosa era tan importante para él que hizo la extraña pregunta: “¿Quién tocó mi ropa?” La multitud estaba en silencio. Los segundos se convirtieron en minutos. ¿Qué tipo de respuesta estaba buscando Jesús?

Mientras todo quedaba en suspenso, la mujer calculó el riesgo de perder su anonimato. Pensó que Jesús se contentaría con el silencio y seguiría su camino. Pero ella sabía que él la había sanado. ¡Estaba segura! Al mismo tiempo, temía la realidad de que todos la mirarían, si se descubría. ¿Cuál sería la reacción de Cristo? ¿La declararía impura otra vez? ¿Sería castigada por tocarlo?

La mujer misteriosa se asustó y, “viendo que no podía pasar desapercibida, vino temblando y se postró a sus pies” (Luc. 8:47). Finalmente, dio su testimonio público. Contó lo que la había llevado a tocar el manto de Jesús y también el milagro que había ocurrido.

El Salvador se encontró con esta mujer en su momento de mayor necesidad. La vergüenza y la marginación que habían durado doce años desaparecieron cuando él declaró públicamente: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad” (Mar. 5:34). Además, la elogió por su fe. Cristo vio más que un cuerpo enfermo. Él la sanó de un concepto propio que podría haberla mantenido aislada e invalidada por el resto de su vida; vergüenza que podría haber sido peor que su enfermedad física. Él la elogió por su fe, al conocer el coraje que la llevó a seguirlo a través de la multitud. Declaró todo esto públicamente, y presentó a la gente una nueva mujer. Jesús hizo que todo esto fuese evidente. Su fe en él la sanó; ella era una mujer de fe antes de recibir el milagro. Después de ser sanada, la fe tomó posesión de su verdadera identidad. Ya no era misteriosa ni anónima.

Esta es una de las dos veces, en el Nuevo Testamento, que Jesús llama a una mujer “hija”, un término que connota una relación familiar. Además, estaba indicando que el hecho de que ella fuera mujer no impedía que fuera considerada valiosa para Dios dentro de la comunidad de creyentes. Esa mujer era también descendiente de Abraham y Sara, la pareja escogida por el Señor para que sus descendientes conformaran una comunidad que reflejara la imagen divina ante el mundo. 

Normalmente, las mujeres demuestran un sentimiento de necesidad urgente, que –en realidad– evidencia una necesidad real. Quienes las ayudan espiritualmente necesitan reflexionar sobre su definición de mujer, tener y reconocer el concepto bíblico acerca de ellas: ¡son hijas del Rey! ¡Son sus representantes, creadas para reflejar la imagen divina! Quizá la mayor contribución de alguien que las ayuda en momentos de dolor sea asistirlas en sus necesidades reales, de corazón.

Una mujer humillada

El segundo relato se encuentra en Juan 8:2 al 11. El apóstol da un breve relato de alguien que llegó a ser conocida como la “mujer sorprendida en adulterio” (vers. 3). Los dignatarios religiosos “prepararon” claramente el escenario. Obligaron a la mujer a presentarse en los atrios del Templo para que pudieran imponerle todo el peso de la Ley. “En la Ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” (vers. 5), le preguntaron a Jesús, presionándolo para que respondiera. Obviamente, la mujer no era la principal preocupación de los dirigentes; su persona no era importante para ellos.

Cristo no les respondió inmediatamente. “Inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo” (vers. 6). Si la escena hubiera sido filmada, el zoom de la cámara se habría centrado en el dedo de Jesús escribiendo en el suelo, mientras las voces de los líderes se podrían escuchar en el fondo. Poco después, se levantó y les dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (vers. 7). La cámara no pudo acercarse para ver lo que escribía el Maestro, pero la combinación de las palabras en el suelo enviaba un mensaje que paralizaba la acción de aquellos líderes que, “saliendo uno a uno” (vers. 9), dejaban a Jesús y también a la mujer en aquel atrio.

Las primeras palabras de Cristo a la mujer fueron: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?” (vers. 10). Las autoridades religiosas ciertamente querían condenarla. La Ley decía que una mujer debía ser apedreada con la otra persona que estaba con ella. Ellos solo buscaban ejecutar la Ley y tender una trampa a Jesús. Sin embargo, el mensaje de Jesús a los líderes los desanimó. Así, se fueron en silencio.

Las palabras de Jesús fueron compasivas. “Ni yo te condeno; vete y no peques más” (vers. 11). Cristo no restó importancia a la verdad, pero eso no le impidió valorar a las mujeres. Le habló con gracia y con respeto. La condenación que sintió la mujer había sido la mayor fuente de su dolor. El hombre involucrado en el presunto acto de adulterio no estuvo presente ni fue incluido en la discusión. El Salvador se encontró con esta mujer en su momento de dolor, eliminó su vergüenza emocional y la desafió a vivir una nueva vida de libertad en él.

En algunos círculos religiosos la condena es epidémica. La consideración de aquellos que asisten espiritualmente a las mujeres es la clave para la curación. De hecho, el pecado es pecado, y necesitamos mantener la perspectiva de las Escrituras. Al pastorear a las mujeres, es necesario actuar como el gran Pastor, quitándoles el peso de la vergüenza para que vean una luz nueva, una vida nueva en Cristo. Las mujeres que reciben la compasión genuina que viene del Espíritu difícilmente pueden ignorar el mensaje de valor y amor incondicional que presentan los evangelios.

Conclusión

En ambas historias, las mujeres respondieron positivamente a la actitud amable y confiada de Jesús. En su ministerio, demostró cómo tratar a mujeres que estaban experimentando dolor u opresión. La gente notó su comportamiento acogedor y su valoración de los sufrientes. En ambos casos, esto abrió la puerta a la restauración emocional y espiritual.

¿Te imaginas cómo siguió la historia de cada una de estas mujeres? La mujer enferma y anónima, a quien Cristo llamó hija, probablemente se hizo conocida porque no pudo mantener su testimonio en secreto. Cambió su soledad en calidez, y se llenó de relaciones; tal vez como en los viejos tiempos, antes de enfermarse. A través de su testimonio, otros llegaron a conocer a aquel que cambió su vida para siempre.

La mujer sorprendida en adulterio fue perdonada, y renovó su deseo de seguir a Jesús; debió de haber decidido mantenerse en pureza. Después de todo, ¡él la salvó de ser apedreada! Esto es lo que pedían los líderes religiosos. Ahora buscaría tener otra reputación, una nueva vida. Así como el Señor no exhibe detalles de nuestra vida para que todo el mundo los vea, nosotros tampoco deberíamos hacerlo. En cambio, debemos entender cada circunstancia del viaje como un paso hacia la madurez.

Aquellos que deseen ayudar espiritualmente a otros, extendiendo su compasión a quienes más lo necesitan, deben abrir la puerta al perdón, a la sanación y a la verdad de quién es Jesús realmente. ¡La compasión puede encender la luz de la nueva identidad en una hija o un hijo del Rey!

Sobre el autor: profesora emérita de la Universidad Adventista del Plata.