Debemos recordar que en el plan de Dios hay una sola casta: la del siervo. Y esto es verdad, no importa dónde nos toque trabajar.

La visión del pastor como guía espiritual se origina en la Biblia, y continúa siendo uno de los símbolos bíblicos más antiguos y fascinantes. Antes de que los hombres se refirieran a Dios como Padre, lo mencionaron como Pastor. Miqueas dijo que él sería Alguien que reuniría a Israel “como ovejas de Bosra, como rebaño en medio de su aprisco” (2:12); y profetizó acerca del Mesías diciendo: “Y él estará, y apacentará con poder de Jehová” (5:4).

Jesús dijo de sí mismo “Yo soy el buen pastor”. Alguien que “su vida da por las ovejas” (Juan 10:11). De todos los títulos divinos, ninguno es tan significativo como el de “Buen Pastor” Jesús nunca se presentó como predicador, obispo, sacerdote o administrador, sino que en este pasaje, como asimismo en otros, se presenta como Pastor.

Muchos pasajes bíblicos abundan en descripciones e inspiración respecto de la obra del pastor. Aunque presenten a Dios y a Cristo mismo como el Pastor de su pueblo, sus implicaciones para el pastor humano, el ministro, son válidas de todos modos.

El Salmo 23 es uno de ellos. Describe a Dios como un Pastor tierno y amante, dispuesto a actuar con valor y diligencia como Ayudador, Guía y Protector del rebaño. En Lucas 15:1 al 7 Jesús se describe a sí mismo como aquel que está dispuesto a hacer frente a peligros sin fin con el objetivo absorbente de encontrar la oveja perdida. De nuevo, las implicaciones para el pastor humano y su ministerio son claras y firmes.

El pastor que cuida a las ovejas

La mayor tarea del pastor es prestar ayuda. La iglesia ha crecido; se ha institucionalizado. Por eso es más necesario que nunca que haya líderes especialmente dotados por el Espíritu para atender los diversos aspectos de los asuntos de la iglesia.

No importa dónde estemos sirviendo, ya sea frente a una congregación o a cargo de un Departamento, o administrando una región determinada, en un aula de clases, en la Redacción de una editorial o como miembro de juntas y comisiones, tanto ella como él no deben olvidar que en lo más íntimo de su llamado son pastores. El grupo que dirigen es el “rebaño”.

Los asuntos con los que trata el pastor están directamente relacionados con la exaltación de Dios ante la humanidad, como asimismo con el crecimiento y el bienestar de la iglesia. La mentalidad pastoral nunca debería quedar sofocada o ser reemplazada por las actitudes gerenciales o administrativas de la época presente.

La cosmovisión pastoral fue la actitud dominante durante la iglesia primitiva. Pero, con el transcurso del tiempo, hubo un cambio en la manera en que se consideró, se evaluó y se estimó la tarea pastoral. La situación ha adquirido ahora proporciones casi trágicas. Esto es especialmente así en esta era científica y materialista, en que la tendencia a evaluar las cosas por encima de los seres humanos está creciendo con temible rapidez.

Hace algún tiempo, Roy Allan Anderson manifestó: “La iglesia ha adoptado la actitud de los tiempos que corren, y está haciendo hoy su obra como una institución sumamente organizada. Pero la Iglesia Adventista comenzó siendo dirigida por profundos estudiosos de la Palabra. Los pioneros eran un grupo de hombres y mujeres sumamente espirituales. La oración, el estudio y la consulta frecuente eran partes vitales de su programa. Pero la tendencia actual consiste en poner énfasis en otras cosas: la habilidad para exponer la Palabra y alimentar el rebaño, la capacidad de consolar a los atribulados y cuidar del huérfano, incluso la piedad personal del obrero, se ven descuidadas como resultado del pesado programa promocional depositado sobre los hombres”.[1]

Es necesario restaurar con urgencia la excelencia del llamado pastoral. “Estos días son fascinantes. Todo se mide por la velocidad. Y si alguien tropieza y cae, antes de que llegue la ayuda lo pisotea la multitud que avanza. El hombre se encuentra desamparado en medio de una jungla de máquinas y de fuerzas no domadas, y millones están en duda acerca de si la vida vale la pena o no. Otros, en el intento de paliar su miseria marchan a la deriva siguiendo la corriente de la vida rumbo a la música popular, sin saber adónde van y sintiendo que a nadie le importa tampoco. Esta situación requiere pastores fuertes, sabios, bondadosos; pastores que puedan simpatizar con las debilidades de los hombres, y que los amen a pesar de la maldad de sus corazones. Pastores que no estén tan ocupados como para no poder dedicar tiempo para desentrañar los problemas de los individuos y las comunidades.

“Por todas partes hay hogares y corazones rotos, y esto requiere atención pastoral. Al mundo no le faltan lujos; le falta amor. Los predicadores elocuentes, los minuciosos organizadores y los administradores, todos ellos tienen su lugar en la iglesia de Dios; pero la grey crece en la gracia y en la semejanza a Cristo solo bajo el suave toque del pastor”.[2]

Mostrando el fruto

La grandeza del ministerio pastoral se echar de ver en las actitudes y en la vida del ministro. Sus palabras y sus actos harán justicia a la elevada vocación del pastor. Su apariencia personal y su conducta son cruciales. A continuación, presentamos unos cuantos aspectos indispensables de una actitud pastoral sana:

* Debemos estar convencidos de nuestro llamado. Desde el punto de vista de la misión, sabemos que Dios ha llamado a todos los creyentes a la tarea de evangelizar. Esto tiene que ver con el “real sacerdocio” acerca del cual habló el apóstol Pedro (1 Ped. 2:9). Pero el Señor ha bendecido a algunos de sus hijos con el don especial de ser pastores, y los ha llamado a la tarea de dirigir a su pueblo y diseminar la influencia salvadora de su Reino.

La convicción inequívoca del llamado divino es, sin duda, uno de los pilares del éxito en el ministerio. Pablo la poseía: “Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles, no consulté enseguida con carne y sangre, ni subí a Jerusalén a los que eran apóstoles antes que yo, sino que fui a Arabia, y volví de nuevo a Damasco (Gál. 1:15-17).

Para Pablo, el llamado divino fue tan evidente, que no tuvo necesidad de consultar con nadie para disipar sus dudas al respecto. Dios había hecho de él un obrero y un ministro. Y en ello residía su inquebrantable fortaleza.

La seguridad del llamado no evita ni las pruebas ni las dificultades. Pero en medio de ellas el pastor conserva la resplandeciente llama del entusiasmo, y una profunda motivación y el deseo de actuar. Quienquiera que sea el que posea esta cualidad, no retrocederá frente a la presión, y no tendrá paz ni gusto en ninguna otra actividad.

Así, impulsados por Dios, deberíamos dedicarnos al trabajo en la confianza de que el que nos llamó siempre irá delante de nosotros.

* Comunión con Dios. “Y será el pueblo como el sacerdote” (Ose. 4:9). Estas palabras depositan sobre nosotros una tremenda responsabilidad. Cuando el pastor disfruta de una rica experiencia espiritual, ciertamente la comunica a su congregación; por eso es tan necesario que mantenga una íntima comunión con Dios. Si cada ministro fuera al Señor en ferviente oración, “agonizando”, seguramente él fortalecería su espíritu y multiplicaría su fe.

Individualmente y en familia, nunca deberíamos dejar de lado el privilegio de estar en comunión con Dios. El pastor debe recordar que es un ser humano falible y permanentemente expuesto al peligro. Al mismo tiempo que desconfiamos de nuestras propias fuerzas, debemos confiar plenamente en Dios.

* Pasión por las almas. El fundador del Ejército de Salvación dijo una vez a la reina de Inglaterra: “Algunos tienen pasión por el oro, otros por la fama y otros por el poder. Mi pasión, Su Majestad, son las almas”. Pero esto no significa una carrera loca en procura de alcanzar solo números. Es mucho más que eso; es la manifestación del amor que trajo a Cristo a este mundo.

Pasión por las almas es lo que manifestó Pablo cuando escribió a los gálatas refiriéndose a ellos como “hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Gál. 4:19). Es el clamor de Knox: “¡Dame Escocia, si no, muero!” Es David Brainerd en medio de la nieve, tosiendo con sangre de sus pulmones tuberculosos mientras oraba por los indios. Es Jim Elliot y sus jóvenes colegas, dejando manchas de sangre sobre la arena en el borde de un risco en el Ecuador, mientras buscaban a los miembros de la descuidada tribu de los Aucas a fin de llevarlos a Cristo.

Dios sigue necesitando hombres y mujeres imbuidos del concepto de misión que dominaba al apóstol Pablo cuando exclamó: “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Cor. 9:16).

La verdadera pasión por las almas no se extingue cuando los nombres de la gente quedan registrados en los libros de la iglesia. Por medio de un plan de visitas diligente y sistemático, el pastor alimenta al pueblo con el pan del Cielo, satisface sus necesidades, lo consuela en medio de la aflicción y le da ánimo en sus tribulaciones.

“Viva todo pastor como hombre entre los hombres. Siguiendo métodos bien regulados, vaya de casa en casa, llevando siempre el incensario de la fragante atmósfera del amor del cielo. Anticipaos a los pesares, las dificultades y los problemas de los demás. Entrad en los gozos y en los cuidados, tanto de los encumbrados como de los humildes, de los ricos como de los pobres”.[3]

* Debe tener la mentalidad del siervo. Los principios del Reino de los cielosno son los mismos que los del mundo: “Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre vosotros, sino que el quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos” (Mar. 10:42-44).

La idea de grandeza que encontramos en las enseñanzas de Jesús no concuerda con lo que piensa el mundo. En la iglesia todos tenemos que ser siervos. Solo Jesucristo es el Señor de la iglesia. Ningún ser humano debe tener la audacia de ocupar ese puesto, e incluso Jesús lo ocupa porque es el más grande de todos los siervos.

Luchar para conseguir una “promoción”, o hacerlo mediante artilugios y componendas, es la misma antítesis del verdadero cristianismo. Cualquiera que emprenda este camino revela una pasión por el poder que no toma en consideración los verdaderos medios que son los únicos válidos para alcanzar nuestros objetivos como siervos de Dios.

Debemos recordar que en el plan de Dios solo hay una casta: la del siervo; y eso es verdad no importa dónde trabajemos. Se nos debe ver como gente que sirve, que se da a sí misma. Lo que realmente importa es la actitud, no el título.

* Ética ministerial. Alguien dijo que la ética ministerial es una “ciencia moral”. Es una elevada norma de conducta que implica consideración, respeto y cortesía hacia los demás seres humanos.

La Biblia aconseja: “Finalmente, sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables” (1 Ped. 3:8). El resumen de todo lo que se puede decir acerca de la ética es: “Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (Mat. 7:12).

Los principios que se encuentran detrás de estos temas abarcan la clase de relación que deberíamos mantener con nuestra familia, con los miembros de la iglesia, con el obrero a quien reemplazamos, con los colegas, con los que dirigen y con los que dirigimos. Como pastores, siempre tratamos con gente por la que Cristo murió. No hay nada más importante que ellos. Nunca deberíamos despreciar sus sentimientos, no importa cuánto nos provoquen.

Es casi inevitable, sin embargo, que en nuestra relación con los demás nos encontremos con gente cuyas personalidades son incompatibles con las nuestras; sí, y eso incluso entre los ministros del evangelio. En esos casos, necesitaremos poseer la especial gracia del Señor para aprender a resolver los problemas que pueden surgir. Ciertas actitudes y decisiones que no podemos entender y acerca de las cuales nada podemos hacer, debemos ponerlas en las manos del “que juzga justamente” (1 Ped. 2:23). Él se hará cargo del asunto y en su debido momento mostrará que “todas las cosas ayudan a bien” (Rom. 8:28).

* Actitudes hacia el sexo opuesto. Nunca podremos repetir demasiado elcuidado que debemos tener en cuanto a nuestra relación con otras personas en el terreno de la sexualidad. Esto es especialmente cierto en estos días, en los que, cuando en nombre de las buenas comunicaciones y de relaciones distendidas entre los individuos, se han eliminado muchos así llamados tabúes.

Hablemos desde el punto de vista del pastor de sexo masculino: se espera que sea amigable, respetuoso, elegante y cortés al tratar con todos, especialmente con las damas. Una buena parte de la tarea de la iglesia la realizan ellas. La mayoría de las mujeres de la iglesia dan evidencias de poseer una experiencia espiritual elevada y ejemplar.

Pero el enemigo de Dios, junto con nuestra propia debilidad humana, nos hace vulnerables a esa atención particular que recibimos o concedemos a alguien especial: ese prolongado apretón de manos, esa mirada, o esa entrevista para aconsejar privadamente.

“Absteneos de toda especie de mal” (1 Tes. 5:22) amonesta Pablo. Si hoy nos lamentamos por la pérdida de aquellos poderosos pastores del pasado, fue porque no se atendió este consejo. Una profunda dependencia de Dios, una actitud de permanente atención, prudencia, discernimiento cristiano, buen juicio y moderación son indispensables en la vida del pastor. Todo esto además de la protección que implica una esposa cristiana, especialmente cuando la relación conyugal se conserva fuerte y cada miembro de la pareja se mantiene atractivo, y mutuamente dedicado el uno al otro.

* Estabilidad financiera. Las difíciles condiciones económicas que prevalecen en el mundo actual son para muchos pastores una invitación a dedicarse a tareas colaterales, con el fin de incrementar las entradas familiares. Esta situación, oculta o evidente, contradice la grandeza de la vocación ministerial. “Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Tim. 2:4).

“El ministro necesita todas sus energías para su alta vocación. Sus mejores facultades pertenecen a Dios. No debe envolverse en especulaciones ni en ningún otro negocio que pueda apartarlo de su gran obra”[4].

Al enviar a los doce discípulos, Jesús les ordenó: “No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón” (Mat. 10:9, 10); lo que no significa que no podamos adoptar un estilo de vida diferente. El principio implícito aquí es el de la sencillez: no participar de la fiebre consumista que caracteriza nuestros días. Con esta declaración, Cristo garantiza el sostén de sus siervos: “Porque el obrero es digno de su alimento” (vers. 10).

Al poner en práctica los principios básicos de la economía, lo que parece poco se multiplicará con la bendición del Señor y satisfará los términos del presupuesto familiar, de manera que los gastos no superen las entradas, y así el pastor quede libre del peligro de las deudas.

Los días actuales, que son los finales y los más difíciles de la historia humana, requieren un ministerio fuerte, de calidad y de una consagración espiritual sin transigencias. Nuestra lucha es espiritual; la causa de Dios es espiritual. Debemos ser hombres y mujeres espirituales. La iglesia espera ver pastores con este perfil.

En estos días críticos, la ferviente oración de cada ministro debe ser que Dios nos conceda a todos la capacidad de desarrollar y poseer esas raras cualidades que respaldan un ministerio pastoral verdadero y eficaz. Siempre es cierto que pueden ser nuestras, gracias a la acción del Espíritu Santo, qué nos ha sido concedido en abundancia.

Sobre el autor: Director de la edición brasileña de la revista Ministerio Adventista. Vive en Sao Paulo, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Roy Allan Anderson, The Shepherd-Evangelist [El pastor evangelista) (Washington, DC: Review and Herald Pub. Assn., 1950), p. 485.

[2] Ibíd., pp. 480, 481.

[3] Elena G. de White, El evangelismo (Buenos Aires: ACES, 1975), p. 256. (Carta 50, 1897.)

[4] Obreros evangélicos (Buenos Aires: ACES, 1957), p. 354.