Sé ahora que la oración es la llave en la mano de mi fe, y estoy decidido a usarla para abrir los vastos almacenes del Cielo.

Desde que tengo memoria, la oración era para mí una manera de pedir algo a Dios. Cuando era niño mi oración de la noche era: “Ahora, Señor, me voy a dormir. Por favor, guarda mi alma mientras duermo”. Me la habían enseñado mis padres. Estoy seguro de que solo tenía una idea vaga de a quién le estaba hablando pero, quienquiera que fuese, me protegería de todo mal que estuviera merodeando por ahí esa noche en medio de las tinieblas.

Como tantos, yo también aprendí una oración para las comidas: “Dios es grande, Dios es bueno; y le agradecemos por nuestra comida”. Esto significaba un reconocimiento de que Dios tenía algo que ver con el origen de la comida que había preparado mamá.

Estas oraciones infantiles pusieron el fundamento a mi adolescencia, cuando comencé a hablar espontáneamente con Dios con mis propios pensamientos y palabras, a fin de referirme a mis necesidades. Pero esas oraciones personales estaban condicionadas por lo que les oía decir a mis padres y a los adultos en la iglesia.

Me acuerdo muy bien de haber acompañado a mi padre a las reuniones semanales de oración. Aunque me cansaban las oraciones largas y repetidas, aprendí a usar cierto lenguaje y a dar un determinado formato a mis oraciones. Al principio las usé para casos de emergencias y, después, a intervalos más frecuentes, para comunicarle a Dios cuáles eran mis expectativas. En buenas cuentas, durante esos primeros años la oración siempre fue para mí un ejercicio destinado a pedir al Señor lo que necesitaba.

Progreso

En algún momento de mi juventud leí que “orar es el acto de abrir nuestro corazón a Dios como a un amigo”;[1] un pensamiento que podría haber revolucionado antes mi experiencia con la oración si yo hubiera permitido realmente que esa verdad me alcanzara. El hecho de que esa revolución no se produjera probablemente haya tenido que ver con la relación que yo mantenía con mis padres.

Ellos no crearon un clima de intimidad en el hogar, de modo que nunca aprendí a compartir mis sueños ni mis preocupaciones. Aprendí, eso sí, a entender que su papel de padres consistía en ser proveedores para mi propio bienestar y el de mis cuatro hermanos; ese hogar era un lugar seguro, pero no proporcionaba mucho apoyo emocional. Yo soñaba acerca de lo que podría ser mi vida, y hacía planes para cumplir esos sueños, pero no los compartía con nadie; una experiencia de juventud que más tarde limitó mi disposición a abrirme y a estar al alcance de los demás, y de Dios también.

Mi relación con Dios era parecida a la que mantenía con mis padres. Le hablaba acerca de mis necesidades, pero nunca llegaba a una cálida intimidad. Le pedía ayuda para resolver crisis, para tener valor; le pedía protección, y oraba por la seguridad de mi familia y de mis amigos (para no mencionar que de vez en cuando elevaba peticiones en favor de los colportores y los misioneros de todo el mundo).

Ofrecía estas oraciones antes de irme a dormir, o por la mañana, antes de salir de mi habitación, y con regularidad antes de enfrentar una clase difícil o una situación especial en la escuela.

El formato de mis oraciones de esa época recibe el nombre de Oración Simple; es el estilo que todos usamos para comenzar nuestra experiencia. Gira en torno de necesidades personales; se usa para pedir a Dios salud, seguridad y prosperidad.

En este tipo de oraciones, el que pide no habla con Dios para relacionarse con él; no comparte su corazón con él. Si yo nunca hubiera avanzado más allá de la oración simple, mi experiencia espiritual se habría estancado.

No solo la oración más íntima no era mi modelo, sino que mi vida religiosa había adquirido la rigidez del legalismo; lo que hacía casi imposible que yo entendiera que el deseo de Dios era tener una verdadera relación conmigo. No le podía abrir mi corazón a Dios como a un amigo, porque lo veía como un juez, listo para tomar nota de mis errores. No me sentía libre de abrirme ante él.

El despertar

Únicamente después de entender mejor lo que es la gracia -ya en mi edad madura- y de recibir la seguridad de mi salvación, sentí la profunda necesidad de conocer a Dios como a un amigo. Después de sumergirme en un mar de publicaciones espirituales, llegué a entender que cultivar una relación con Jesús es similar a la que mantenemos con un amigo de esta tierra. Se necesita tiempo, y esfuerzo y valor, y la apertura de uno mismo hasta los niveles más profundos.

Tomé parte en seminarios y retiros. Aprendí algunas disciplinas espirituales que eran, mayormente, formas de oración. Me llevaron más allá del egoísmo de mi propia vida de oración a una experiencia en la que Dios ocupaba el centro de mi adoración y de mi intimidad. Entre esas disciplinas, estaba la meditación cotidiana, las lecturas espirituales y la oración devocional, llamada también “oración del corazón”.

Con la revelación de que la oración tiene que ver con mi relación con Jesús, surgió el anhelo de aplicar en forma regular esas disciplinas. Como lo había experimentado anteriormente, descubrí que todas ellas son valiosas para acercar el corazón a Dios.

Llegué a apreciar la descripción de la oración que elaboró Susan Muto: “La oración, después de todo, tiene que ver con esa relación amorosa entre Dios y nosotros -escribió-. Es la comprensión consciente de la unión que ya se ha producido entre nuestras almas y el Señor, por medio de la gracia. El propósito de la oración puede ser considerar algún misterio de la vida de Cristo, resolver un problema, requerir dirección con respecto a una situación determinada. Pero el objetivo final de la oración siempre es estar en comunión con Dios. Es tener una actitud receptiva y comunicativa, en silencio y en el transcurso de una situación especial en la vida. Es el hecho de que Dios siempre esté en el centro de nuestro ser, de manera que constantemente esté en medio de nuestras acciones”.[2]

Ahora disfruto de esos momentos de íntima relación con Dios. A veces, no digo una sola palabra mientras estoy orando; solo estoy con él, tan abierto como me es posible, a la espera de lo que pudiera suceder. En otras ocasiones, mi oración es un acto de adoración y de gratitud; a veces, le hablo de mis planes o acerca de los sucesos de mi vida como si hablara con un amigo.

De vez en cuando escucho, para ver si Dios tiene algo que decirme. Cuando lo hace, siempre es con una voz suave y delicada o una impresión que me infunde la confianza de que está allí y que me cuida.

A menudo registro mis oraciones en un diario; un ejercicio que me ayuda de manera especial porque me permite analizar un poco los acontecimientos del día. Descubrir cómo me habló Dios en determinada circunstancia o cómo me usó para apoyar y consolar a alguien es crucial para mi crecimiento espiritual.

En tiempos críticos

Mientras mi esposa luchaba con el cáncer, pasé por una verdadera crisis de fe. Aunque entendía intelectualmente lo erráticas que son las crisis, seguía esperando en que Dios la sanara. Pero no la sanó. Me sentí profundamente desilusionado y me preguntaba si pedir su intervención era siempre apropiado. Me he sobrepuesto a mi dolor, pero la experiencia produjo en mí una profunda impresión. Todavía hay preguntas que recién estoy empezando a contestar.

Estoy plenamente convencido de que Dios me conoce íntimamente, y de que su respuesta a mis pedidos de intervención son lo mejor para mí; sé asimismo qué lugar ocupa mi insignificante vida en el conflicto cósmico entre el bien y el mal.

Me parece que son raros los acontecimientos milagrosos que cambian el curso de la Historia, y que solo ocurren cuando Dios determina que pueden crear fe o que pueden glorificar su nombre. También creo que las generaciones o culturas que han tenido menos oportunidad de conocerlo, pueden esperar intervenciones divinas más frecuentes.

Por supuesto, mis conclusiones se basan en observaciones limitadas. Si fuera posible ver las cosas desde las dimensiones en las que Dios obra, posiblemente nos sorprenderíamos al verificar cuán personalmente implicado está él en nuestras vidas. No me cabe duda de que él desea que le contemos nuestras luchas.

Pedir sabiduría y valor para tratar con ellas es una señal de madurez en la vida de oración. Esperar que siempre las elimine es un intento de crear el paraíso en la tierra, que él ha prometido recién para cuando el pecado sea completamente erradicado, y no producirá en nuestro fuero interior el refinamiento que todos necesitamos de este lado de la eternidad.

Un enfoque diferente

Por esta razón, mis sencillos cultos de oración han cambiado de orientación. En lugar de pedir a Dios que me libre de todas las dificultades, le cuento lo que me está pasando y le pido que me acompañe en cada caso. Si él decide eliminar la barrera, se lo agradezco; si no lo hace, sé que está conmigo, listo para suplir mis necesidades. ¡Y eso basta! Cuando oro por otros, estoy tan interesado en su bienestar espiritual como en cuanto a lo que el Señor puede hacer en favor de sus necesidades físicas.

Lo que importa es que Dios está conmigo y me cuida todos los días de mi vida. Creo que esta es la verdadera importancia de la historia de Job. “Cuando Job reconoció la presencia de Dios junto a él, se le dio una solución nueva y diferente para los problemas que estaba soportando. Al ver a Dios, Job quedó envuelto en una realidad tan diferente de las expectativas humanas, que lo elevó a una perspectiva muy superior a lo que puede esperar un ser humano. Cuando Job vivió en la misma presencia de Dios, cuando lo vio y no solo oyó hablar de él, comenzó a vivir con Alguien en lugar de vivir para Alguien. La intensidad de la vida de Dios, que es la actividad de su presencia voluntaria, llegó a superar en Job la realidad de su tormento”.[3]

Yo había experimentado mi propia “noche oscura del alma”. Hay períodos de sequía en que parece que el Señor no está cerca; pero también hay momentos maravillosos cuando está tan cercano, que hasta se puede sentir su aliento.

Ahora sé que la oración es la llave en la mano de mi fe, y estoy decidido a usarla para abrir los vastos almacenes del Cielo. Esos almacenes no están llenos de valioso dinero y ni siquiera de elixires mágicos, pero han inaugurado un viaje de emocionante aventura espiritual. Ese viaje está lejos de concluir, y tenemos mucho más que aprender acerca de la oración, de Dios y de la verdad.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Es pastor asociado para atención pastoral y formación espiritual en la Iglesia Adventista de Spencerville, Silver Spring, EE.UU.


Referencias

[1] Elena G. de White, El camino a Cristo (Buenos Aires: ACES, 1991), p. 92.

[2] Susan Muto, Pathways of Spiritual Living [Senderos de vida espiritual] (Doubleday, 1984) p. 123.

[3] Arthur Vogel, God, Prayer and Healing [Dios, la oración y la sanidad] (Eerdmans, 1995), p 112