Primera parte

Todo movimiento religioso de reforma en la historia ha sido acompañado de gran predicación. Podríamos decir que la historia de la divina confrontación del hombre pecaminoso en el proceso histórico se centra en la aparición periódica de poderosos predicadores. Desde los días de Noé, el predicador de justicia, hasta los nuestros, Dios ha visto conveniente que sus movimientos de reforma nazcan de una potente predicación.

Un movimiento de reforma tal apareció en el siglo XVI. Un estudio de la Reforma deja la impresión de que ese movimiento reunió su fuerza de tres maneras: fue parte del cumplimiento profético, produjo un notable empeño editorial y abundó en excelentes predicadores. Profecía, publicaciones y predicación son las tres P de la Reforma.

Primero y principal entre los gigantes del púlpito de aquel tiempo sobresale Martín Lutero. Sus más de 2.000 sermones vivientes proporcionan amplia evidencia de su enorme esfuerzo en lo que fue mayormente predicación expositora, porque predicó sobre los libros de la Biblia, como también sobre textos.

BAJO COMPULSIÓN

Lutero se convirtió en predicador bajo compulsión. En verdad, todo lo que hizo desde que se hizo monje en 1505 hasta el fin de sus días, lo hizo bajo compulsión. Fue ordenado sacerdote bajo compulsión, estudió teología bajo compulsión, fue nombrado profesor de religión bajo compulsión y comenzó a predicar con temor, oposición y real resistencia. Fue su superior, el Dr. Juan Staupitz, quien le ordenó y mandó que cumpliese esos deberes y oficios. Así, en mayo de 1512, e indudablemente por instigación de Staupitz, fue nombrado profesor de teología bíblica y con eso comenzó oficialmente su oficio de predicador. Su primer sermón registrado proviene, probablemente, de ese año. El último fue registrado el 15 de febrero de 1546, tres días antes de su muerte.

CÓMOCOMENZO LA PREDICACIÓN

Este hombre que primero no deseaba predicar, llegó a considerar la predicación como el oficio más excelso de la tierra. Creía que la predicación había tenido su origen en la conversación oral y creativa que Dios tenía consigo mismo desde toda la eternidad. Lutero ilustró así lo que para él significaba:

“Cuando un hombre tiene un pensamiento, una palabra o una conversación consigo mismo, se habla a sí mismo incesantemente y está lleno de palabras que sugieren consejo sobre lo que hay que hacer y no hacer. Continuamente conversa y delibera consigo mismo sobre esto… Así Dios, también, desde toda la eternidad fue un Verbo, una palabra o una conversación consigo mismo en su divino corazón, desconocido para los ángeles y los hombres. A esto se le llama su Palabra”.[1]

En sus conferencias sobre Génesis, Lu- tero trató con este aspecto de la Palabra. Preguntó: “¿Qué es este Verbo, o qué hizo? Escuchemos a Moisés. La luz —dice—, no había venido aún a la existencia; pero de su estado de no ser más que tinieblas fue convertida en la criatura más sobresaliente, la luz. ¿Por medio de qué? Por medio del Verbo. Por lo tanto, en el comienzo y antes de cada criatura está el Verbo, y es un Verbo tan poderoso que hace todas las cosas de la nada”.[2]

DIOS NUNCA CESÓ DE PREDICAR

Lo que Lutero dice aquí es que el acto de crear fue el habla o la predicación de Dios para traer todas las cosas a la existencia mediante el Verbo, o sea Cristo. Dios nunca ha dejado de predicar. En el momento en que finalizó de hablar la incorrupta creación a la existencia, estableció la iglesia en el Edén para que fuese un centro para la oración, la alabanza y la predicación. El árbol del conocimiento del bien y del mal, que Lutero parece describir como un bosque o racimo de indescriptible belleza, fue “la iglesia, el altar y el púlpito de Adán”, con Dios mismo consagrando el sitio para usos sagrados.

Aquí Adán había de rendir a Dios la obediencia que le pertenecía, reconocer la palabra y la voluntad de Dios, agradecerle y pedirle ayuda contra la tentación.[3]

Para completar el cuadro de la adoración edénica Dios le dio al hombre el sábado. “Desde el comienzo del mundo —dice Lutero— el sábado fue pensado para el culto de Dios”, y

“La naturaleza humana inmaculada debería haber proclamado la gloria y la bondad de Dios de esta manera: en el día de reposo los hombres deberían haber conversado acerca de la inmensurable bondad del Creador; deberían haber sacrificado; deberían haber orado, etc. Porque éste es el significado del verbo ‘santificar’”.[4]

Tal es el comienzo del oficio de la predicación, según Lutero. Lo consideró parte integral del acto creativo de Dios y asemejó la predicación a la palabra oral de Dios en la creación. Quería decir que la predicación era más importante que cualquier otra cosa en la tierra porque debía ser siempre creativa, como Dios es siempre creador.

La aparición del pecado cambió pero no destruyó el oficio divino de la predicación. Adán continuó ejerciéndolo.

“En verdad, aún después de la caída mantuvo sagrado ese séptimo día; es decir, en ese día instruía a su familia, de lo cual dan prueba los sacrificios de sus hijos Caín y Abel. Por lo tanto, desde el comienzo del mundo el sábado fue instituido para la adoración a Dios”.[5]

Con la entrada del pecado comenzó un nuevo aspecto de la predicación divina. Dios aún predicaba mediante su iglesia en el mundo; primero por su Palabra como la hallamos en el Antiguo Testamento, luego por su Hijo, que fue el Verbo en carne humana, y finalmente por la orden de Cristo de predicar el Evangelio. Cristo nunca usó la pluma para transmitir a otros su Evangelio sino que comunicó su mensaje por palabras de su boca. Nunca les ordenó a los discípulos que escribieran, sino que predicaran el Evangelio.[6]

HABLAR, HABLAR

La razón para esto le resultó clara a Lutero. Cuando el hombre pecó, Dios dispuso que su plan para redimir al hombre del pecado funcionara dentro de la iglesia. La iglesia, que en el Edén había sido un lugar para la oración, la alabanza y la instrucción en las cosas de Dios, se convirtió ahora en la portadora del plan redentor de Dios en Cristo. En este proceso el Antiguo Testamento fue la Palabra de Dios la que señaló hacia el hecho redentor de Cristo. La iglesia verdadera en el Antiguo Testamento tenía la Palabra de Dios y fue ella misma la comunidad redentora a la cual Dios habló. Cuando vino Cristo no necesitó escribir —eso ya había sido hecho— sino elucidar, exponer y proclamar los secretos y misterios ocultos en el Antiguo Testamentos.[7] De modo semejante, los apóstoles no necesitaron escribir; ellos habían de predicar y proclamar el Evangelio; finalmente, la iglesia del Nuevo Testamento había de ser, dijo Lutero, “no un lugar para la pluma sino un lugar para la boca”.[8]

DOS GRANDES ADVERSARIOS

El asunto propio de toda predicación desde la caída ha estado constituido por los dos grandes opuestos en la historia: el pecado y la justicia. Ese fue el corazón de la teología de Lutero; fuese que él hablara a los estudiantes, escribiera estudios teológicos, cartas y discusiones, sostuviese conversaciones en la mesa o predicara. En sus disertaciones sobre Los Salmos (1513-1515) presentó así la suma de sus pensamientos: “El punto de partida es el pecado, del cual debemos alejarnos constantemente. La meta es la justicia, hacia la cual debemos dirigirnos incesantemente”.[9]

Nunca un profesor o un predicador castigó al pecado más inmisericordemente o alabó la justicia con tanta pasión como lo hizo Martín Lutero.

Dicho en términos prácticos de predicación, el asunto principal de la palabra hablada de Lutero fue la ley y el Evangelio. Esos dos debían ser siempre proclamados juntos, y la misma Palabra de Dios los contiene a ambos, así que juntos constituyen en un sentido el “Evangelio eterno”.

En este punto debemos asentar una advertencia. Lutero nunca sostuvo que el pecado y la justicia corriesen en pareja o estuviesen en el mismo nivel de importancia final. Del mismo modo la ley y el Evangelio nunca disfrutaron de la compañía mutua; en realidad, esos grandes adversarios estaban constantemente llenos de mortal animosidad. Eran dos magnitudes trabadas en combate cósmico desde el comienzo del pecado hasta el triunfo final de la justicia en el fin. El gran premio en esta lucha era el hombre pecaminoso y el hombre salvado, o como a Lutero le gustaba decir, el reino del mal y el reino de la gracia.

LA PREDICACIÓN DE LA PALABRA EDIFICA UNA IGLESIA VERDADERA

Otro principio básico del pensamiento de Lutero era que la Palabra de Dios oral o predicada nunca debía apartarse de la Palabra de Dios escrita e inspirada. Cuando el ministerio dejó de seguir a la Palabra de Dios inspirada, esto es la Biblia, fue cuando la iglesia apostató y se convirtió en anticristo. En otras palabras, cuando la iglesia dejó de predicar la ley y el Evangelio, inmediatamente dejó de ser la iglesia verdadera. Porque la organización, la jerarquía y los sacramentos no hacen verdadera a la iglesia; únicamente la predicación de la redentora Palabra de Dios hace que una iglesia sea verdadera.

Hay un importante incidente en la propia experiencia de Lutero que ilustra bien el énfasis que puso en la verdadera predicación. Entre 1521 y 1522, cuando estuvo oculto en Wartburgo, su ausencia de la universidad y de la ciudad de Wittenberg le causaba desasosiego y ansiedad por mostrarse en público. Del pueblo de Zwickau vinieron unos así llamados profetas. Su líder era un comerciante, un tejedor llamado Storch. Pretendían tener visiones, el don de profecía y la luz del Espíritu. La Biblia en realidad no era necesaria, como tampoco los ministerios espirituales; sólo los genuinamente inspirados constituían la verdadera iglesia.

Cuando Lutero oyó que habían llegado los profetas intervino en seguida. Le escribió a Melanchton una larga y aguda carta urgiéndolo a desafiar y probar los espíritus. Se refirió al Antiguo Testamento. Los profetas recibieron su autoridad, dijo, “de la ley y de la orden profética”, y continuó: “Definidamente no deseo que los ‘profetas’ sean aceptados si dicen que fueron llamados por mera revelación, puesto que ni aun Dios deseó hablarle a Samuel, como no fuese mediante la autoridad de Eli. Esto es lo primero que atañe a la enseñanza en público”.[10]

La inferencia de su declaración es ineludible: Los profetas de Zwickau eran impostores porque no basaban su predicación en la Escritura, que es el primer principio en la enseñanza pública. (Continuará.)

Sobre el autor: Del Depto. de Historia, Universidad de Loma Linda


Referencias

[1] Toda vez que fue posible las citas empleadas en este artículo fueron tomadas de la edición americana de Luther’s Works (Filadelfia y S. Luis, 1955). Abreviamos con L. W., con el correspondiente tomo y página. La edición original de su obra se abrevia W. A. con tomo y página. Véase L. W., tomo 22, pág. 9.

[2] L. W., tomo 1, pág. 17.

[3] Id., pág. 95

[4] Id., pág. 80

[5] Id., págs. 79, 80.

[6] W. A., tomo 10-1-1, pág. 626.

[7] Ibid.

[8] Id., tomo 10-1-2, pág. 48.

[9]  Id., tomo 4, pág. 364. (10) L. W., tomo 48, pág. 366.

[10] L. W., tomo 48, pág. 366.