Cualquier acto de discriminación contra alguien profana el corazón y el espíritu del evangelio.

El Apocalipsis nos presenta la escena de la gran reunión final: “Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono, y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas y con palmas en las manos” (Apoc. 7:9).

“¿Quiénes son y de dónde han venido?”, preguntó uno de los 24 ancianos. La respuesta que se le dio no califica a la gente por su nacionalidad, raza, color, tribu, casta, sexo, status o cualquier otro factor de los que acostumbramos a aplicar aquí en la Tierra. La respuesta es sencilla y profunda: “Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (vers. 14).

La purificación por medio de la sangre del Cordero es el fundamento de la unidad cristiana. Todo el que trate de alterar esa comunión por medio de cualquier otro factor no es cristiano. Alguien incluso podría definir las relaciones humanas en términos de superioridad o inferioridad, exclusivismo o inclusivismo; pero el cristiano no tiene opción. También alguien podría explotar a otro ser humano o desarticular una comunidad por medio de prejuicios sociales, nacionales, económicos, religiosos, tribales, de casta, de sexo, pero un cristiano no debe hacerlo nunca; no puede hacerlo.

Para el cristiano, las relaciones interpersonales no dependen de lo que los seres humanos pueden hacer, sino de lo que Dios creó, hizo posible y determinó.

Lo que Dios estableció

La Biblia, en su comienzo, nos cuenta lo que estableció Dios para satisfacer la sociabilidad humana: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gén. 1:27). ¿Cómo podrían los cristianos invocar un origen común en la actividad creadora de Dios, y al mismo tiempo afirmar la superioridad de unos sobre otros, para destruir así la posibilidad de compañerismo y unidad?

¿Cómo pueden los adventistas —que guardan el sábado como un monumento conmemorativo de la creación de Dios— hacer algo que niegue la igualdad entre los seres humanos? El relato de la Creación en el Génesis no niega las diferencias que existen entre los seres humanos. En verdad afirma las obvias diferencias que existen entre el hombre y  la mujer. Desde la caída, el pecado ha manchado la imagen de Dios y ha impuesto su alienación no sólo entre Dios y los hombres, sino también entre los seres humanos. El pecado acentúa negativamente las diferencias de color, sexo, casta, nacionalidad, credo y tribu. Pero el desafío de aceptar a Dios como Creador implica rechazar esas diferencias y reafirmar la igualdad humana.

Pablo habló acerca de esa igualdad original en el sermón que predicó en Atenas: “De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra” (Hech. 17:26). No podemos pasar por alto el significado de esa afirmación hecha ante un auditorio compuesto por gentiles. Nos dice que el Dios que adoramos los cristianos no es una divinidad local, sino el soberano del Universo. Él estableció que tuviéramos una sangre común y un origen común.

Lo que Dios hizo posible

La entrada del pecado en este mundo malogró el ideal de Dios con respecto a la unidad del ser humano. La pregunta que le hizo a Caín: “¿Dónde está Abel, tu hermano?” fue en realidad una consecuencia del hecho de que donde reina el pecado habrá división entre Dios y los hombres, y también entre los hombres entre sí.

Pero Dios no dejó a la humanidad sin un remedio eficaz contra la enajenación. Porque “cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gal. 4:4).

La conjugación del verbo en primera persona del plural, nosotros, echa por tierra todas las barreras y todas las fronteras. El Hijo vino para que nos convirtiéramos en hijos de Dios, y nos dio el privilegio común de acercamos a él y que clamemos: “¡Abba, Padre!” El Espíritu Santo preservó para nosotros, en los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento, un ejemplo tras otro de que las divisiones dentro de la familia humana son extrañas al pensamiento cristiano. Eso se echa de ver en la genealogía de Jesús, en la forma como se relacionó con diferentes clases de personas y en algunos de los principios fundamentales de su reino.

LA GENEALOGÍA DE JESÚS

A los judíos les gustaba mucho preservar su linaje y le daban mucho valor a la pureza de su raza. Se esperaba que los sacerdotes provinieran del puro linaje de Aarón. Su esposa debería serlo al menos de la quinta generación. A un pueblo tan consciente de su linaje, Mateo le comunicó la genealogía de Jesucristo, y lo proclamó no como un Mesías parroquial, sino como un redentor universal cuya misión consistía en restaurar los originales designios del Creador.

Mateo menciona cuatro nombres entre los antepasados del Salvador: Betsabé, viuda de un heteo; Rut, la moabita; Tamar y Rahab, cananeas. Todas mujeres, tres por lo menos de origen gentil, y todas pecadoras. El pesebre de Belén nos dice que la genealogía bíblica no discrimina mucho entre hombre y mujer, judío o gentil. Todos son hijos de Dios.

Jesús y la Gente

Cristo, al llevar a cabo su ministerio, se puso en contacto con todo el espectro de la sociedad. El joven rico, príncipe él, y el leproso tirado en la calle; Nicodemo y la mujer sirofenicia, el fariseo y los griegos. Ninguna de esas personas era indiferente para el Maestro. En efecto, por medio de su ministerio derribó los muros que separaban a la gente.

Las barreras del parentesco también se vinieron abajo cuando Jesús definió quiénes eran sus hermanos y hermanas, y su madre, identificándolos con “todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mat. 12:50). Jesús miró más allá de la carne y la sangre, y puso a todos sobre el altar de la prioridad divina.

Jesucristo también derribó las barreras políticas. Entre los doce estaba Simón, el zelote; pertenecía a un partido que consideraba honroso matar a un romano y un privilegio asesinar a un judío que trabajara para la administración romana. Jesús logró que Simón aceptara como colega a Mateo, un hombre que había trabajado para los romanos.

Los muros que separan los diferentes oficios y profesiones cayeron cuando Jesús escogió pescadores para que fueran sus discípulos, y más tarde llamó a un fariseo de fariseos con el fin de que fuera su apóstol para el mundo gentil.

Del mismo modo cayeron las barreras de clases cuando Jesús buscó a Zaqueo, y permitió que lo ungiera María Magdalena, una pecadora Habló con Nicodemo y se relacionó con pecadores y publicanos. Jesús derribó los muros que existían entre santos y pecadores, entre justos e injustos. Para lograrlo no convenció a los justos que adoptaran el estilo de vida de los pecadores, ni tampoco para inducirlos a reducir la importancia o pasar por alto lo grave del mal. Por el contrario, lo hizo en obediencia a los dictados del amor, que recupera al moribundo, perdona al pecador, elimina el pecado, sana al enfermo, salva al perdido.

Arrojó los prejuicios de casta más allá de los muros de Samaria. La samaritana tenía tres grandes desventajas: era mujer, samaritana y pecadora. Pero Jesús derribó cada uno de esos muros y le mostró que “el amor de él hacia los hombres no se deja desviar por ninguna circunstancia de nacimiento, nacionalidad, o condición de vida”.[1]

En el ministerio de Cristo no había lugar para las barreras sociales. William Barclay afirma que los muros que existían entre judíos y gentiles eran tan grandes que “la hija de un israelita no podía asistir a una mujer gentil durante el parto, pues si lo hacía estaría ayudando a traer al mundo a un niño idólatra”.[2] Sin embargo, en Fenicia Jesús sanó a la hija de una mujer gentil que estaba al borde de la muerte (Mat. 15:21-28).

El ministerio de Cristo en Fenicia tuvo el propósito amplio de advertir a todas las generaciones de cristianos acerca del hecho de que “el espíritu que levantó el muro de separación entre judíos y gentiles sigue obrando… Las castas son algo aborrecible para Dios. Él desconoce cuanto tenga ese carácter. A su vista la vida de todos los hombres tiene igual valor… Sin distinción de edad, jerarquía, nacionalidad o privilegio religioso, todos están invitados a venir a él y vivir”.[3]

Las barreras nacionales desaparecieron cuando Cristo respondió a la necesidad del centurión romano (Mat. 8:5-13). Se manifestó dispuesto no sólo a sanar al siervo enfermo, sino también a ir a la casa del centurión, algo que ningún “buen” judío habría hecho. También tenemos el testimonio de la compasión que sintió por los griegos (Juan 12:20-30). Si un judío entraba en la casa de un gentil, o lo tocaba, quedaba contaminado. Para Jesús, en cambio, la necesidad humana era su mandamiento, la compasión su actitud y la sanidad total su objetivo. No le importaba otra cosa.

Jesús y el reino

No sólo por su manera de relacionarse con la gente manifestó Jesús su nuevo estilo de relacionarse con los humanos, basado en el valor del individuo tal como lo ve Dios, sino también por la forma como estableció su reino. Se lo puede ver, entre otras cosas, en la promulgación del nuevo mandamiento, la institución de la Cena del Señor, la cruz y la gran comisión.

El nuevo mandamiento. Cuando Jesús se refirió al nuevo mandamiento de amor (Juan 13:34), la novedad no se refería al amor en sí, sino al objeto del amor. La gente siempre amó, pero amaba a los que la amaban o a los que eran amables. Jesús, en cambio, introdujo un nuevo factor: “Amaos los unos a los otros así como yo os he amado”. Eso significa que nuestro amor debe ser tan carente de discriminación, tan universal, tan abnegado y tan completo como el amor de Jesús. El nuevo amor no levanta barreras: es inclusivo. De esa clase de amor “depende toda la ley y los profetas” (Mat. 22:40).

El mandamiento de amar a nuestro prójimo no da lugar a ninguna modificación. No escogemos a quién amaremos; se nos llama a amar a todo el mundo. Como hijos del Padre, debemos amar a todos.

El verdadero amor va mucho más allá del color de la piel, y enfrenta la humanidad de la persona; rechaza cobijarse bajo castas, y en cambio contribuye al enriquecimiento del espíritu; libra al destino humano del holocausto filosófico de la dosificación” En efecto, el verdadero amor ve en cada rostro la imagen de Dios.

La Cena del Señor. “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Cor. 10:17). El pan y el vino son símbolos del cuerpo quebrantado y la sangre derramada de Jesús, que trajeron reconciliación tanto vertical como horizontal. Una relación basada en la reconciliación y una comunión sobre el fundamento de la unidad son la demostración más visible del poder de la sangre de Jesús. El concepto de familia de Dios, que incluye a los hijos pródigos que necesitan de nuestro amor, nuestra atención y nuestro interés, puede verse en la mesa del Señor. Si alguien se sienta junto a esa mesa y al mismo tiempo discrimina a alguien profana el corazón y el espíritu del evangelio, o de lo que significa formar parte de la familia de Dios. Eso es diametralmente opuesto a la naturaleza del Señor y a la calidad práctica y trascendente de su amor.

La cruz. Como instrumento divino de redención y reconciliación, la cruz rescata lo que se perdió en el Edén: restaura la imagen de Dios como la realidad de la unión y la unidad humanas, entre otras cosas. Al pie de la cruz el suelo es un terreno plano donde toda la humanidad es una en el pecado y una en la posibilidad de redención.

En la cruz “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Cor. 5:19). “La cruz es el mejor cuadro que Dios ha pintado de sí mismo… Es el lugar donde Dios vino a luchar con las fuerzas que violan su amor, que se convirtió en el lugar donde él pone a la humanidad en armonía con el amor y los propósitos que fluyen de ella… La reconciliación del hombre con el hombre, como consecuencia de la reconciliación del hombre con Dios, libera su poder sanador en este mundo ansioso, quebrantado y rencoroso. Sólo los redimidos pueden reconciliarse”.[4]

La cruz nos desafía a abrirle una nueva perspectiva a la vida: “De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne” (2 Cor. 5:16). La cruz inició una nueva escala de valores. Los criterios para evaluar a la gente, establecidos después de la caída: raza, sexo, color, idioma, casta, tribu, cultura, dinero, posición social, desaparecieron con el Calvario. Los cristianos instauraron una nueva escala de valores emanada de la cruz.

Esa nueva creación de Cristo requiere que cada miembro de la comunidad de la fe viva sólo para desempeñar un papel de realidad interpersonal: el amor, tal como se expresó en la vida del Señor. Tal como lo dice Schaeffer con tanta elocuencia: “El amor —y toda la unidad que implica— es la marca que Cristo imprimió para que los cristianos la usen delante del mundo. Sólo gracias a esa marca el mundo puede saber que los cristianos realmente lo son, y que a Jesús lo envió el Padre”.[5]

LA GRAN COMISIÓN

Tanto la gran comisión (Mar. 16:15, 16; Hech. 1:8) como el mensaje de Apocalipsis 14:6 al 12 apuntan a la creación de una familia mundial. La evangelización es el antídoto de Cristo para curar el prejuicio en la iglesia. Donde hay un fuerte programa de evangelización y fervor para llevar a la gente a los pies de Jesucristo habrá un sentimiento universal en favor de los hombres y las mujeres de todas las clases.

Los verdaderos evangelistas ven al mundo entero como su parroquia y no conocen ni las fronteras ni las restricciones que dividen a las comunidades. Pedro visitó a Cornelio, Pablo fue a Antioquía, Felipe como hacia Samaría, Filemón regresó para buscar a Onésimo. La sangre de Jesús es la tinta con la que se escribe el acuerdo de fraternidad, y el evangelista amplía ese acuerdo con el fin de conquistar al mundo para Jesucristo.

LA ORDEN DIVINA

En ninguna parte la orden divina relacionada con la unidad de su pueblo se presenta con tanta fuerza como cuando Pablo escribió a los efesios para instarlos a amarse los unos a los otros. A la iglesia se le dio la orden de mantener la unidad y la dignidad en ese mosaico cultural que es el cuerpo de Cristo (1 Cor. 12:12, 20).

En la epístola a los Efesios el apóstol medita con admiración acerca de la naturaleza de la iglesia, “formada por judíos y gentiles, asiáticos y europeos, esclavos y libres, representantes todos de un mundo resquebrajado que debía ser restaurado a la unidad en Cristo”.[6] El Hombre de la cruz destruyó “la pared intermedia de separación” (Efe. 2:14).

Esa verdad histórica lo domina con una alegría tan indescriptible que la considera nada menos que la obra de toda la Divinidad. En verdad, en la extraordinaria conclusión de Efesios 2, Pablo menciona a Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo como los arquitectos de la maravillosa unidad que debe caracterizar a la iglesia cristiana, compuesta por personas de todos los matices.

A su vez, el apóstol Pablo le da a esa unidad el nombre de “misterio”, y usa siete veces esa palabra (Efe. 1:9; 3:3, 4, 9) para subrayar su naturaleza divina. El misterio —dice Pablo— es que “los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio” (Efe. 3:6). Concebido en la mente de Dios, llevado a cabo por medio del ministerio reconciliador de Cristo, ese misterio de una nueva humanidad sin ningún muro de separación es el desafío y el privilegio de todo cristiano. Requiere de nosotros tres cosas:

Primero: la conciencia de la unidad en la comunión cristiana. Pablo argumenta, en Efesios 2 y 3, que de los dos, judíos y gentiles, Cristo hizo uno. La ecuación del evangelio es 1 + 1 = 1. Eso es insostenible si nos atenemos sólo a las matemáticas y a la lógica.

Este evangelio es un misterio y en realidad intenta lo imposible. Autoriza la creación de una nueva humanidad que debe aceptar el carácter indivisible de la persona humana. “Y no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál. 3:28).

Segundo: el hecho de que siga habien­do diferencias entre la gente no debe reducir ni el valor ni la dignidad de cada individuo. Los sentimientos de intolerancia son anticristianos y, por lo tanto, son un rasgo de conducta inaceptable en cualquiera que dice vivir según el evangelio.

Finalmente, el poder de este misterio debería saturar nuestro ser interior, de tal forma que nuestras relaciones estén gobernadas por su dinámica. Las palabras de Pablo deben convertirse en el ancla de nuestro privilegio y en el desafío de nuestro ministerio: “Los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio, del cual yo fui hecho ministro” (Efe. 3:6, 7). Y, al proclamar y vivir ese evangelio, uno, aunque sea de una clase, y otro, aunque sea de otra, siempre sumarán uno en Cristo.

Sobre el autor: Doctor en Ciencias de la Educación. Director asociado de Educación de la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día


Referencias

[1] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires: ACES, 1987), p. 165.

[2]  Mishna, Abodah Zarah 2:1, citado por Willliam Barclay, Ethics in a Permissive Society [La ética en el contexto de una sociedad permisiva] (Londres: Collins, 1971), p. 189.

[3]  Elena G. de White, lbíd., pp. 369,370.

[4] The Interpreter’s Bible (Nashville: Abingdon Press, 1980), sobre Gálatas 6:5.

[5]  Francis Schaeffer, The Mark of the Christian [La marca del cristiano] (Londres: InterVarsity Press, 1970), p. 35.

[6] Comentario bíblico adventista (Buenos Aires: ACES, 1996), t. 6, p. 993.