Dios no destruye, pero no impide que cosechen las malignas consecuencias del pecado los que permitieron la siembra del mal en su corazón.

     Con el transcurso del tiempo, dos ideas equivocadas se infiltraron en las interpretaciones teológicas. Son posiciones extremadamente opuestas y contradictorias.

     La primera es que Dios nos castiga cuando nuestra conducta no es correcta. La segunda está en el extremo opuesto: sostiene que Dios es amor y, por lo tanto, no castiga a nadie. El problema de estas dos ideas es que la primera presenta a Dios como intolerante, y la segunda como permisivo. Lo cierto es que ninguna de ellas, con todas sus posibles variantes, reúne las condiciones necesarias para ser verdadera.

     Para completar la confusión, hay quienes creen que el Dios del Antiguo Testamento es duro, perverso y cruel. Como contrapartida, el Dios del Nuevo Testamento es amor, paciencia y bondad. Conviene que analicemos el juicio ejecutivo más importante que Dios llevó a cabo en el curso de la historia de la humanidad, con el fin de que podamos aclarar los dilemas presentados aquí.

AMOR Y JUSTICIA

     En primer lugar debemos considerar que el carácter de Dios es inmutable (Sant. 1:17). Si bien es cierto, la Biblia asegura que “Dios es amor” (1 Juan 4:8), debemos aceptarlo como tal tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. Dios no es el originador del sufrimiento, el dolor y la muerte en la Tierra. El mal uso del libre albedrío dio como resultado la maldición que envuelve el planeta (Isa. 24:5, 6).

     El profeta Isaías se refiere al acto de castigar como algo extraño a Dios. “Porque Jehová se levantará como en el monte Perazim, como en el valle de Gabaón se enojará; para hacer su obra, su extraña obra, para hacer su trabajo, su extraño trabajo” (Isa. 28:21).

     Si Dios hubiera dejado al hombre librado a su propia suerte después de la transgresión, la especie humana habría desaparecido hace ya mucho tiempo. Su misericordia sustenta la vida y le pone límites al mal (Lam. 3:22, 23). Recordemos que el conflicto iniciado en el cielo fue transferido a la Tierra, y que el principio de la siembra y la cosecha siempre se ha cumplido con exactitud matemática. Eso significa que quien sembró maldad cosechará resultados funestos. Dios no castiga a unos por los pecados de los otros (Eze. 18:20). Cada cual recibe lo que merece por causa de sus obras (Jer. 17:10).

     El relato bíblico nos presenta el juicio ejecutivo de Dios contra las ciudades de Sodoma y Gomoira (Gén. 19:12,13). Cuando Lot estuvo a salvo, cayó del cielo fuego y azufre que destruyó a todos los moradores de esas impías ciudades (vers. 23-25). Del mismo modo, cuando las plagas estaban azotando a Egipto, como consecuencia de la rebeldía de Faraón, el pueblo de Israel estaba libre de ellas (Gén. 8:22; 9:4, 26; 10:23; 11:7).

     En su sermón profético, el Maestro anunció la destrucción de Jerusalén y les pidió a sus discípulos que oraran para que su huida no fuera ni en invierno ni en sábado (Mat. 24:20). Eso significaba que Dios los salvaría antes de que el castigo llegara a la ciudad (Mat. 24:15-18). En todos estos casos, el principio es el mismo: antes de lanzar sus castigos, Dios protege a sus hijos.

EN LOS DÍAS DE NOÉ

     La maldad de los hombres alcanzó límites inimaginables, y los llevó al pináculo de la degradación en los días de Noé (Gén. 6:5). Pensemos por un momento en el dolor que Dios experimentó al ver hasta dónde había sido capaz de llegar la raza humana (Gén. 6:6). Su dolor es una conmovedora indicación de que Dios no alimentó odio hacia el hombre. Por el contrario, el corazón divino se llenó de profundo pesar y compasión. A pesar de eso, el pecado de la humanidad requiere una retribución judicial (Jer. 18:6-10).

     Los hombres y las mujeres que se mantuvieron fieles y leales a Dios a lo largo de la historia han demostrado que es posible vivir en un mundo perverso sin formar parte de él. El mundo hostil que los rodeaba confirmaba aún más en ellos la convicción de mantenerse firmes de parte de la justicia aunque los cielos se desplomaran.

     Lamec fue el séptimo hombre después de Adán, entre los descendientes de Caín. Lo que se ha registrado acerca de su vida es una evidencia de cuán antiguos son la poligamia y el homicidio (Gén. 4:19-24). Enoc, al contrario, el séptimo después de Adán pero del linaje de Set, dio testimonio ante el mundo antediluviano de que es posible andar con Dios y hacer de él nuestro mejor Amigo. Enoc anhelaba estar siempre con el Señor, y su deseo fue satisfecho (Gén. 5:22-24). La vida de Enoc agradó a Dios, y él se convirtió en su fiel mensajero, aunque se encontraba inmerso en una sociedad impía (Jud. 14-16; Heb. 11:5).

     “Noé, hombre justo, era perfecto entre los hombres de su tiempo” (Gén. 6:9). ¿Cómo debemos entender la perfección en la vida de Noé? ¿Significa, acaso, que alcanzó la impecabilidad? Esa declaración se refiere a su vida moral piadosa, a la práctica constante de su religión en medio de un ambiente cargado de iniquidad. Noé hizo todo tal como Dios se lo ordenó (Gén. 7:5).

     Pero no nos debemos olvidar que la imparcialidad de las Escrituras queda en evidencia cuando se refiere al hecho de que Noé cayo frente a la tentación (Gén. 9:20, 21). En la galería de los héroes de la fe él también está incluido. Su vida y sus palabras condenaron a un mundo que se negó a oír y aceptar el mensaje de advertencia y salvación (Heb. 11:7).

UN PACTO SOLEMNE

     Nos podemos imaginar que no debe de haber sido fácil para Noé soportar la presión de la sociedad que lo rodeaba. No podía dudar de la Palabra de Dios. Con esfuerzo preparó el arca para la salvación de su familia y de todos los que aceptaran el mensaje de advertencia. Dio todo lo que tenía, invirtió sus bienes materiales, pero Dios lo recompensó después.

     Finalmente llegó el día cuando Noé y su familia salieron del arca. El paisaje era triste y desolador; estaban solos en el planeta. Tenían que comenzar de nuevo; pero antes de hacerlo Noé levantó un altar para el Señor (Gén. 8:20). Por medio de ese culto el patriarca manifestó gratitud y generosidad. Gratitud por la protección recibida en medio de esa terrible catástrofe. Generosidad al ofrecer en holocausto una importante cantidad de animales.

     Ese sacrificio destaca la fe de Noé en un Salvador venidero. La promesa que se les hizo a Adán y a Eva en el jardín del Edén (Gén. 3:15) seguía en vigencia, una demostración de que hubo una verdadera y fiel transmisión de la esperanza mesiánica. El hecho de que Dios les haya proporcionado túnicas a nuestros primeros padres, hechas con pieles de animales, y el relato de las ofrendas de Caín y Abel, manifiesta que todos estaban familiarizados con la verdad de que “la paga del pecado es muerte”, y que vendría un “Cordero que quitaría el pecado del mundo”

     La respuesta divina al ferviente culto de Noé fue no sólo la aceptación de sus ofrendas sino también la decisión divina de no volver a destruir la Tierra mediante otro diluvio (Gén. 8:21). Para dar a Noé y a su familia la seguridad de la supervivencia de la raza humana, y garantizar que el diluvio no se repetiría, Dios puso el arco iris en el cielo (Gén. 9:9-17). Entonces hubo una señal visible de que los acontecimientos del diluvio, consecuencia del pecado, habían llegado a su punto final. Pero también sería un recordativo, a través de los tiempos, de que las promesas de Dios no se deben olvidar ni se pueden cambiar (Gén. 9:16).

     Hace dos mil años las palabras de Jesús le pusieron el sello de la veracidad al relato del diluvio, cuando lo relacionó con su segunda venida (Mat. 24:37). En algunos aspectos, los dos acontecimientos se parecen mucho.

     Tal como en los días anteriores al diluvio, Jesús nos habla hoy y nos invita a estar preparados (Mat. 24:42-51), despiertos, con nuestras lámparas encendidas (Mat. 25:1-13), para que ni las tinieblas, ni el sueño, ni el cansancio ni el descuido nos roben nuestra espiritualidad. En el futuro aparecerá la señal del Hijo del Hombre con gloria y majestad. De la mima manera que en el pasado, las lamentaciones no modificarán la decisión divina acerca de los que fueron descuidados (Mat. 24:29).

     La sociedad moderna, a semejanza de la antediluviana, está en los dos extremos del péndulo. En un extremo vive como los animales, sin tener conciencia de Dios. En el otro, vive una idolatría religiosa que no toma en cuenta la Palabra de Dios. Cristo nos invita a que edifiquemos nuestra vida sobre la roca de su Palabra (Mat. 7:24-28). No es Dios quien destruye, pero no impide que cosechen las nocivas consecuencias del pecado los que permiten la siembra del mal en su corazón.

     Jesucristo no podría haber sido más claro al describir la sociedad que viviría antes de su regreso a la Tierra: “Y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará” (Mat. 24:12).

    El Apocalipsis describe el terror de los que, habiendo tenido la oportunidad de salvarse, desafiaron los designios divinos y descuidaron el tiempo de gracia (Apoc. 6:14-17). Como pastores, no debemos vivir como si pusiéramos nuestras esperanzas en las inútiles y frágiles promesas humanas. Ahora es el momento de profundizar nuestra relación con el Señor y buscar la purificación por medio de la sangre del Cordero “que quita el pecado del mundo”.

Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial de la Unión Austral, Buenos Aires, Rep. Argentina.