Tal como era mi costumbre al terminar el servicio de adoración por la mañana, me paré en la puerta del templo para estrechar la mano de los miembros y las visitas. Como siempre, una niña de doce años, llamada Torey, junto con su madre y dos hermanos, vinieron a saludarme. “Hermoso sermón, pastor. Pero hubo algo que dijo que no entendí. ¿Qué quiso decir con…?”

Como no estaba acostumbrado a que se me hicieran preguntas de esa clase inmediatamente después de la predicación, y queriendo saludar a otros que estaban esperando en fila, intenté responder apresuradamente su pregunta. Sin embargo, al tratar de contestar su inquietud, me encontré luchando para explicar lo que había dicho en mi sermón. Finalmente, simplifiqué mi afirmación anterior, a lo que ella respondió: “Ahora entiendo. ¿Por qué no lo dijo así antes?” Como si me hubiera golpeado en el estómago, su exclamación no podría haberme herido más.

LO QUE LAS PERSONAS BUSCAN DE NUESTRO SERMÓN

Aquella inocente y bienintencionada crítica, de aproximadamente veinte años atrás, generó un inventario de mi predicación que no había planificado realizar. Pensé que mis sermones eran claros y fáciles de entender; pero ahora dudaba de que lo fueran. Como resultado, he aprendido una cantidad de valiosas lecciones, que espero que beneficien a quienes están leyendo este artículo, sin importar su edad.

Jesús como la respuesta a nuestro problema personal del pecado. Si bien es indispensable predicar acerca del quebrantamiento de la humanidad en general, al igual que del pecado y la conducta pecaminosa que reside en cada uno de nosotros en particular, me he dado cuenta de que muchos de los que escuchan mis sermones ya saben que son pecadores, que luchan con asuntos que escandalizarían a otros si conocieran sus batallas internas. La culpabilidad los consume. No necesitan que alguien los diagnostique una y otra vez; ¡lo que necesitan es conocer la prescripción! Necesitan escuchar que Cristo los ama (Jer. 31:3), que busca salvarlos (Luc. 19:10), y que los perdona y los purifica cuando ellos responden a su invitación (1 Juan 1:9; Juan 6:37).

Jesús como Libertador de toda lucha. En dos días consecutivos de abril de 2014, escuché dos sermones poderosos: uno de Paul Ratsara; el otro, de Antonio Monteiro. Cada uno predicó poderosas exposiciones bíblicas sobre cómo Cristo los condujo a través de los días más oscuros de su vida. Cada uno de nosotros enfrenta tribulaciones de dimensiones personales o corporativas. Como ministros del evangelio, presentamos a Dios por medio de su Palabra a nuestros oyentes; el Dios que escucha nuestros clamores cuando estamos afligidos y percibe nuestra angustia cuando estamos oprimidos o maltratados.

Una Palabra que ayuda a las personas a captar el sentido de la vida en un mundo imperfecto. Admiro a Job cuando considero cómo condujo sus asuntos a pesar de una serie de eventos que parecían inexplicables. Se pueden aprender muchas lecciones del libro que lleva su nombre, y entre esas lecciones está la verdad de que las fuerzas satánicas han logrado envenenar cada elemento de la vida y cada fibra de la sociedad. Si bien encontramos un lugar de refugio en nuestros hogares, en las iglesias y en otras instituciones cristianas, incluso estos han sido afectados.

Sin embargo, a pesar del dolor, la tristeza, la lucha de clases, la discriminación de sexos y otras evidencias de las imperfecciones que nos rodean y nos afligen, predicamos un mensaje de victoria, enraizado en la verdad de que “mayor es el que está en vosotros que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4). No existe espacio, en nuestra predicación, para un evangelio sanitario; es decir, uno que esté libre de los gérmenes de nuestro quebranto. Más bien, el mensaje de Cristo nos muestra cómo vivir en este planeta infectado mientras esperamos por los frutos completos de la vida eterna.

Muchos de ustedes que están leyendo este artículo podrían contar historias de lecciones homiléticas que aprendieron: algunas, en el aula; otras, en la iglesia. Por siempre estaré en deuda con mi profesor de Homilética en el nivel de grado, el ya fallecido Calvin E. Mosely, que me enseñó mucho más que a predicar. Pero, mi profesora favorita de Homilética continúa siendo esa niña de doce años. Ella, a través de su consejo guiado por el Espíritu,me enseñó cómo mantener la presentación sencilla, práctica, útil y entendible. ¡Gracias, Torey!

Sobre el autor: Editor asociado de la revista Ministry.