Ser ministro es la mayor responsabilidad que puede asumir un ser humano. Tanto la Palabra de Dios como los escritos del espíritu de profecía abundan en declaraciones referentes a la importancia y la responsabilidad del ministro.

Hay tres clases de ministros: 1) Los que trabajan por el pago que reciben, pero sus corazones están en otros negocios. 2) Los que aman la obra, creen que es la obra de Dios, y administran bien los negocios del Señor; cumplen con su ministerio, procuran que las iglesias cumplan con sus blancos propuestos y quedan conformes si esos blancos se alcanzan; pero no aman a la gente. 3) Los ministros que aman entrañablemente a las almas, sienten pasión por ellas y todos sus esfuerzos se concentran en la tarea de ganarlas para el reino de Dios. Aman realmente a Jesús y a los pecadores por quienes él murió.

La diferencia entre los pastores del segundo y el tercer grupo se advierte a nivel de la feligresía. Hay iglesias que arden de entusiasmo y fervor, que continuamente añaden nuevos miembros a sus filas. En cambio, hay otras que vegetan y hasta retroceden, y después de dos años piden que cambien al pastor.

Gran parte de la diferencia entre una y otra iglesia se debe al ministro que está frente a ellas. Se debe al espíritu que inspira su ministerio y su vida. El ministro genuino es semejante a un centinela, un guardián espiritual de las almas por las cuales Jesús murió. Es un atalaya (Eze. 33:7-9) puesto para descubrir los asaltos de Satanás y prevenir con amor a los feligreses.

Es deber del pastor vivir tan cerca de Dios y de sus hermanos que el espíritu de amor y compasión de Jesús pueda fluir por su intermedio hacia los miembros de la iglesia y la comunidad.

En Obreros Evangélicos, págs. 16-18, la Sra. Elena G. de White comenta acerca de la fidelidad del trabajo del ministro genuino que ama a Jesús y a las almas:

El ministro que sea colaborador con Cristo deberá poseer una profunda comprensión del carácter sagrado de su obra, y del trabajo y sacrificio requerido para hacerla con éxito. No procurará su comodidad o conveniencia. Se olvidará de sí mismo. En su búsqueda de las ovejas perdidas, no se percatará de que él mismo está cansado ni de que tiene hambre y frío. Tendrá sólo un objeto en vista: la salvación de los perdidos”.

“El Señor envía a sus ministros a presentar la palabra de vida, a predicar” no “filosofías y vanas sutilezas” ni “la falsamente llamada ciencia”, sino el Evangelio, “potencia de Dios para salud”. En este encargo todo ministro tiene esbozada su obra —una obra que él puede hacer únicamente por el cumplimiento de la promesa que hizo Jesús a sus discípulos: “He aquí, yo estoy con vosotros lodos los días, hasta el fin del mundo”.

“El verdadero ministro no hará nada que empequeñezca su cargo sagrado. Se comportará con circunspección, y será prudente en su conducta, obrará como Cristo obró; hará como Cristo. Empleará todas las facultades en la proclamación de las nuevas de salvación a quienes no las conocen. Llenará su corazón de una intensa hambre de la justicia de Cristo. Sintiendo su necesidad, buscará con fervor el poder que debe recibir antes de poder presentar con sencillez, veracidad y humildad la verdad tal cual es en Jesús”.

El ministro es un portavoz, un emisario de Dios a las personas, y debe por lo tanto transmitir por pensamiento, palabra y acción el amor de Dios. Hermanos en el ministerio, la mayor necesidad como ministros de Jesús es un ministerio lleno de amor y compasión, porque hay muchos pastores fríos e indiferentes a las necesidades y los sufrimientos humanos. Es triste decirlo, pero hay hombres que han sido separados para el santo ministerio, pero no aman a las personas y sus corazones no rebosan de compasión. Su ministerio se torna ineficaz y monótono, sus iglesias están llenas de problemas y ellos corren todo el día buscando una solución a los “problemas de la iglesia”, cuando en realidad ellos mismos constituyen el verdadero problema. La falta de amor, la falta de simpatía hacia las dificultades diarias de los hermanos es uno de los graves problemas de nuestros días. Nos hemos convertido en promotores, pero no en verdaderos pastores del rebaño. Dios bendiga ricamente a su ministerio, para que con poder podamos predicar el Evangelio redentor. El Espíritu Santo nos conmueve para que cada uno, como ministros, podamos preguntarnos: ¿Amo suficientemente a las almas y siento en mi corazón un amor tan profundo por las personas que no puedo detenerme hasta verlas dentro de la iglesia? ¿Puedo llorar con el que llora y estar alegre con el que lo está? ¿Late mi corazón al unísono con el corazón de mis hermanos?

Si como pastores nos levantamos y presentamos mediante el ejemplo y la palabra el gran amor de Dios, podríamos tener un verdadero reavivamiento. Las iglesias están anhelando un ministerio tal, y si se lo damos, la cosecha de almas será extraordinaria.

“El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”. La sierva de Dios agrega que la religión sin amor es hipocresía, y que el que no ama no traspondrá los portales eternos. El que no ama puede ser sólo un moralista, pero no un cristiano y menos un ministro. No es que tengamos odio, sino indiferencia, y la indiferencia es pecado. El amor es activo, nunca pasivo; el amor nunca es indolente, el amor es el sello de Dios puesto en los corazones de sus hijos. El amor es fuego consumidor en el corazón del cristiano. Dios llene nuestros corazones de amor; o amor por las almas, para que como Pastores tiernos y compasivos podamos llevar al conocimiento de la verdad a aquellos por quienes Cristo murió, y especialmente para conducirlos a amar al Señor Jesús.