Las características sobresalientes de las palabras de Jesús son la sencillez y la sabiduría. Las grandes verdades que él enseña son sabias y profundas y proporcionan alimento para la mente y el alma de hombres y mujeres de todas las razas. Y las palabras que expresan esas verdades maravillosas son tan sencillas que pueden leerse de corrido. Sencillez y sabiduría —esta es una combinación no muy fácil de encontrar en las declaraciones de los hombres. Me acuerdo haber leído en un antiguo libro que la excelencia de las Escrituras surge de una sorprendente mezcla de sencillez y majestad. Y nuestro Señor unió estas dos características en todas sus enseñanzas. En esta era de complejidad hay un constante peligro de que olvidemos la sencillez y cedamos a esas cosas que son complicadas, revueltas y llevan a la controversia y la confusión.

El apóstol Pablo estaba interesado en este asunto, y recordó a la Iglesia de Corinto que la sencillez del Evangelio de Cristo estaba en peligro (y todavía lo está) de perderse en una multitud de palabras y en un cúmulo de controversia y discusión. (Véase 2 Cor. 11:3). Los elementos esenciales de la fe cristiana son pocos y pueden exponerse fácilmente. Pablo sabía que la verdadera religión cristiana tenía que ser una cosa muy sencilla porque era para todas las clases de gente entre todas las naciones. Sabemos que esto es tan igualmente cierto hoy en día. La adaptabilidad del Evangelio a la necesidad universal de la humanidad es una prueba de su inspiración divina.

“Y gran multitud del pueblo le oía de buena gana” porque hablaba la verdad con sencillez. Nuestro Señor enseñó la bondad sencilla. Él era la bondad sencilla personificada. La bondad y la sencillez moran juntas. El pecado es una cosa sutil, intrincada, compleja, y lleva a hombres y mujeres a un conjunto de problemas. “Los malos son los más sofisticados, y los buenos los menos sofisticados”. Satanás está lleno de sutilezas, y él es “padre de mentira” (Juan 8: 44).

¡Cuán sencillo era el cristianismo en los días de los apóstoles! ¡Cuán sencillas eran las palabras y las enseñanzas del Maestro! Cuando vino a vivir entre los hombres la religión era muy compleja y elaborada. Los dirigentes del pensamiento religioso estaban muy en controversia. Los servicios ceremoniales eran tediosos y cansadores para el pueblo. Muchos estaban anhelando una liberación de todo eso. Jesús vino y simplificó la religión. No es maravilla que el pueblo lo oyera “de buena gana” en sus sencillas declaraciones de la verdad vivificadora.

Nuestro Señor se mezclaba con el pueblo común, se dirigía a su sentido común y a sus necesidades comunes. Sus palabras eran sencillas, palabras que eran familiares al pueblo. El no usaba grandes palabras teológicas. Sus palabras eran luz, vida, gozo, paz, fe, descanso. ¡Qué palabras de vida! “Yo soy el pan de vida”, “Yo soy la puerta”, “Yo soy la luz del mundo”. ¡Cuán comprensibles eran sus palabras para todos los que lo oían —palabras sencillas que cubren las grandes cosas esenciales de la vida, las cosas que todos los corazones más desean.

“El Redentor del mundo no vino con ostentación exterior, o grandes muestras de sabiduría mundana… Cristo se allegaba a la gente dondequiera que ésta se hallara. Presentaba la clara verdad a sus mentes de la manera más fuerte y con el lenguaje más sencillo… Nadie necesitaba consultar a los sabios doctores acerca de lo que quería decir” (Obreros Evangélicos, págs. 50, 51)