¿Quién puede medir el poder de la oración? Escapa a toda evaluación. Ninguna cosa es tan reveladora como las oraciones públicas del pastor. Por esto en todo el servicio de culto ninguna cosa merece una preparación más cuidadosa que la oración pastoral. Sin embargo, demasiado a menudo esta parte del servicio se trata en forma algo casual. No esperaríamos que una persona predique sin preparación previa, y generalmente cuanto más cuidadosa haya sido su preparación, tanto más impresionante es su sermón. Cuando predica, presenta el mensaje de Dios al pueblo. Cuando él o algún otro ofrece la oración, está expresando los deseos del corazón del pueblo de Dios, y por cierto que ello requiere una preparación semejante. “Pregúntele a cualquier predicador que sepa y le dirá que pasa más tiempo preparando su oración que su sermón”. Cuando escuché esta declaración de labios del Dr. Roberto Taylor, uno de los educadores norteamericanos más destacados, me produjo algo así como una conmoción, porque tal concepto dista mucho de la norma del predicador común. ¿Podría ser ésta la razón porque tantos siguen siendo hombres comunes?
Es necesario observar las reglas gramaticales cuando se ora. Pablo habla acerca de orar con entendimiento. El Espíritu Santo no guía hacia la negligencia, aun en el lenguaje. Esta, la más elevada de las artes sagradas, seguramente exige exactitud de expresión.
Otra pregunta que podemos formularnos es ésta: ¿Por qué después de iniciar nuestra oración y dirigirnos a nuestro Padre celestial, al final de la misma invocamos al nombre del Hijo, mezclándolo confusamente con el del Padre? A menudo oímos oraciones que terminan con palabras como éstas: “Y cuando vengas en las nubes de los cielos, que todos seamos hallados fieles”, etc. Pero la clara enseñanza del Nuevo Testamento es que es Cristo y no el Padre quien aparecerá en las nubes de los cielos. Es verdad que Cristo también es Dios, pero no es Dios el Padre. Podemos emplear debidamente la expresión “Dios” aplicándola al Hijo, pero Jesús nos enseñó a dirigirnos al Padre en nuestras oraciones, y a hacer nuestras peticiones en su nombre. Esto revela claramente una distinción importante. No estamos diciendo que el Padre no haya de acompañar a nuestro Señor cuando venga en gloria, sino que las Escrituras son muy claras al decir que será Jesús quien aparecerá.
Será ante el Hijo del hombre que las naciones de la tierra huirán aterrorizadas. ¿No sería más apropiado decir algo así como lo que sigue? “Y cuando nuestro Salvador regrese en gloria y su pueblo sea arrebatado para recibirlo, que nosotros por su gracia estemos entre ellos. Esta es nuestra oración en el nombre de Jesús, nuestro Señor y Salvador”.
Muchos están preocupados acerca de una tendencia que parece afirmarse en ciertos lugares, donde las oraciones son escritas y leídas. Puede haber ocasiones cuando sea aceptable escribir y leer una oración, pero si se nos invita a manifestar la alabanza y las peticiones de la congregación, ¿no deberíamos permitir que el Espíritu Santo dé forma a esa oración? La preparación es correcta y necesaria, y sería bueno escribir la oración una media docena de veces para descubrir si se han incluido las necesidades de la congregación, y para eliminar repeticiones innecesarias. Cuando nos presentamos en público para orar, deberíamos tener un concepto claro de esas necesidades para que acudan sin dilación a la mente. La oración ferviente no es elocuencia, sino más bien una forma sencilla de expresión. Y por cierto que debe dejarse lugar a las impresiones del Espíritu Santo. Quien ofrezca la oración pastoral, sea un ministro o un miembro laico, debería tener su corazón tan lleno con el fuego sagrado que su contenido fluya con fervor apasionado. Y esto acontecerá si ha permanecido ante la presencia del Rey.
Notables personajes de tiempos pasados han puesto por escrito su apreciación de la oración pública. Algunos han sostenido que ofrecer oraciones improvisadas es una responsabilidad tan grande que casi basta para consumir completamente las energías.
“No hay un momento en el servicio cuando el corazón de un verdadero sacerdote no esté irradiando vida y calor, y en el caso de algunos hombres la efusión de vitalidad a través de la lectura de las Escrituras y la oración repentina es tan tremenda que están casi exhaustos antes de la llegada del tiempo de la predicación. Llevar a cabo el culto público como el culto público debería realizarse es un gozo que únicamente los redimidos pueden conocer” (Charles Jefferson, en The Minister as Prophet, pág. 43).
Henry Ward Beecher dice:
“Cuando tomo a mi grey y la conduzco ante Dios para rogar por ella… no hay otro momento cuando Jesús es tan coronado de gloria, no hay otro instante cuando me adentro tanto en el cielo como entonces. Me olvido del cuerpo, vivo en el espíritu” (citado en Charles R. Brown, The Art of Preaching, pág. 216).
Los pocos minutos ocupados por la persona que tiene la responsabilidad de llevar a la congregación a la presencia de Dios debería ser la parte más dinámica de todo el servicio de culto. Esto no podrá ser así a menos que se sienta su importancia y la persona se entregue a una preparación con oración. Así como hay principios que rigen la construcción de un buen sermón, también hay principios definidos que deben tomarse en cuenta en la construcción de la oración pastoral.
El contenido de la oración debería pesarse cuidadosamente y pensarse cabalmente antes de guiar a la congregación ante el trono de gracia. Si esa persona pudiera ser avisada algunos días antes del momento de orar en público, se obtendrían ventajas para todos. C. H. Spurgeon añade su evaluación a esta parte del servicio cuando declara que si se invita a dos personas a participar en el servicio de culto, uno para predicar y otro para orar, debería escogerse al más capaz de los dos para la oración. Lamenta profundamente que “demasiado a menudo se elige impremeditadamente a algún hermano sin dotes” para orar.
Cuando los discípulos dijeron: “Señor, enséñanos a orar”, sentían una necesidad que todo deberíamos experimentar en forma más real. Su oración bien podría ser la petición del corazón de cada ministro. Necesitamos saber no sólo qué deberíamos pedir, sino además cómo deberíamos orar pidiéndolo.
No hay mucho que decir concerniente a la postura del cuerpo durante la oración. Aun cuando la oración no es postura corporal sino una actitud mental, las Escrituras dan muchos ejemplos de oraciones hechas de rodillas. Pedro y Pablo oraron puestos de rodillas. David dijo: “Arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor”. El claro consejo del espíritu de profecía es que deberíamos postrarnos cuando oramos a Dios. Esta actitud revela humildad y nuestra dependencia de él. La mensajera del Señor dice: “Cuando os juntáis para adorar a Dios, doblad las rodillas delante de él”. “Que este acto dé testimonio de que el alma, el cuerpo y el espíritu están en sujeción bajo el Espíritu de verdad”.
En ciertas ocasiones puede ser correcto orar de pie, pero como regla general, ¿no deberíamos decidir que quien guía en la oración pública debería arrodillarse? Siempre es apropiado invitar a toda la congregación a arrodillarse.
La oración pública comprende muchas cosas. Entre éstas figura la preparación del corazón, un concepto de las necesidades de la congregación, la simpatía por los afligidos, la preocupación por un mundo en desgracia, la capacidad para expresar las necesidades de cada uno de los presentes, y por encima de todo, un fervor de espíritu que revele una intimidad con las cosas sagradas. “Tomad con vosotros palabras, y convertíos a Jehová”, era la exhortación de Oseas, el antiguo vivificador de la fe. Las palabras son vitales, porque “de la abundancia del corazón habla la boca”. Por lo tanto oremos con el espíritu y el entendimiento.
Algunos grupos cristianos son conocidos por sus ruidosas oraciones; otros por sus oraciones formales. Los adventistas deberíamos ser conocidos por las oraciones que conmueven el alma.
Sobre el autor: Director de la Asociación Ministerial de la Asociación General