Al final de un intenso día de visitas a puntos de interés en Palestina, un grupo de turistas orientales se entretuvo conversando con su guía beduino. Uno de los turistas, en un gesto de amistad, levantó su mano hacia las brillantes estrellas, y dirigiéndose al guía exclamó: “¡Alá!” El guía lo tomó impulsivamente de la mano y respondió diciendo: “¡Hermanos!”

Si el pensamiento de su gran Dios, Alá, suscitó en la mente del beduino la estrecha relación de hombre a hombre, cuánto más los cristianos deberían estimular una relación derivada no sólo de un Dios-Creador sino también de su Hijo-Redentor, quien llegó a ser el Hermano Mayor de la humanidad.

En su vigilancia pastoral sobre los conversos de la iglesia primitiva, el apóstol Pablo destaca esta proximidad en forma notable: “Porque ninguno de nosotros vive para sí” (Rom. 14:7). Posteriormente, en el mismo análisis, realiza esta sorprendente aplicación: “Pero si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor. No hagas que por la comida tuya se pierda aquel por quien Cristo murió” (vers. 15).

PABLO VEÍA A LOS HOMBRES EN LA PERSPECTIVA DE LA CRUZ

Pablo evaluaba el valor de cada hombre a la luz de la cruz: todo daño infligido a otro era como un golpe mortal dado a uno por quien nuestro Salvador había derramado su sangre preciosa. Pablo dedicó todo un capítulo a elucidar esta cuestión con los feligreses corintios. (1 Cor. 8). En esa ciudad tenían la costumbre de vender en el mercado carne que había sido dedicada a los ídolos. Algunos cristianos dudaban acerca de la actitud que debían tener con respecto a comer esa carne.

Pablo encaró claramente este asunto: “Sabemos que un ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un Dios… Pues ni porque comamos, seremos más, ni porque no comamos, seremos menos (1 Cor. 8:4-8). Pero a continuación su pensamiento se torna hacia los hermanos más débiles de la iglesia, y a los que se consideran fuertes les dice: “Pero mirad que esta libertad vuestra no venga a ser tropezadero para los débiles… Y por el conocimiento tuyo, se perderá el hermano débil por quien Cristo murió” (vers. 9-12).

Luego, hablando de sí mismo, realiza esta dramática declaración: “Por lo cual, si la comida le es a mi hermano ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi hermano” (vers. 13).

NO HAY EXCUSA PARA LOS DESCUIDADOS

Ya no vivimos en una época cuando la carne ofrecida a los ídolos constituye un problema para la iglesia cristiana, pero quedan mil formas en que el hermano hiere al hermano. La persona herida puede estar en nuestro propio hogar, comunidad o iglesia, y posiblemente puede ser un compañero en el ministerio quien por nuestra influencia descuidada puede desanimarse o sus pies pueden tropezar mientras recorre su propio camino dificultoso en el viaje de la vida.

Aun el mismo intrépido apóstol fue influido por sus colaboradores, porque escribe, a raíz de una experiencia: “Cuando llegué a Troas… aunque se me abrió puerta en el Señor, no tuve reposo en mi espíritu, por no haber hallado a mi hermano Tito” (2 Cor. 2:12, 13). No se dice por qué Tito no cumplió su compromiso, pero todo el programa de Pablo experimentó un cambio, porque añadió: “Así, despidiéndome de ellos, partí para Macedonia”.

Cuando Tito lo encontró en otro lugar, escribió: “Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la venida de Tito” (2 Cor. 7:6). Dos mil años no han empañado el registro bíblico de la influencia de este joven obrero en uno de los más grandes dirigentes espirituales de todos los tiempos.

Al escribir a la iglesia de Roma, Pablo confesó: “Porque deseo veros… para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a vosotros y a mí” (Rom. 1:11, 12). Al pensar en la inspiración y la bendición que Pablo llevó a las iglesias, a veces olvidamos el aliento que él mismo anhelaba recibir de los miembros y de sus colaboradores en la obra.

De su prisión en Roma, Pablo envió este urgente llamado a Timoteo:

“Procura venir pronto a verme, porque Demas me ha desamparado” (2 Tim. 4:9, 10). ¡Cuán intenso era el anhelo de compañía que manifestaba Pablo!

Aún más conmovedor que eso fue la gratitud de Pablo cuando, cansado y dolorido, y encadenado a sus compañeros de prisión, fue visitado por algunos hermanos de Roma quienes habían viajado sesenta kilómetros para acompañarlo: “Y al verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró aliento” (Hech. 28:15).

CRISTO ANHELA EL COMPAÑERISMO DE OTROS

Nuestro Señor mismo anhelaba el compañerismo y la simpatía de sus discípulos, tal como Pablo. En cierta ocasión cuando algunos de sus discípulos anteriores lo abandonaban, preguntó a los doce, con evidente sentimiento: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Juan 6:67).

Otra vez, en el huerto de Getsemaní, preguntó con tristeza a sus discípulos, a quienes había encontrado durmiendo en lugar de velar: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”

Entonces, si el gran apóstol Pablo, y Cristo mismo, se entristecieron bajo la influencia y el descuido de sus asociados, ¿no habrá ministros en nuestra obra cuyas manos se han debilitado y que se han desanimado innecesariamente por la falta de simpatía y comprensión de sus colaboradores.

Mientras actuaba como presidente de una unión, uno de los muchos hermanos que me escribían era el pastor D. C. Theunissen, nuestro primer pastor ordenado en el sur de África. El párrafo con que concluye una de sus cartas revela su bondad característica: “Confío en que disfruta de la bendición del Señor en su obra. No olvide que todas las mañanas menciono su nombre delante del Señor; y también los demás miembros de la familia, porque todos queremos pasar la eternidad juntos cuando Jesús venga”.

LOS COMPAÑEROS EN LA OBRA NECESITAN ESTÍMULO

“Cuando tengáis ocasión de hacerlo, hablad a los obreros; decidles palabras que les inspiren fe y valor. Somos demasiado indiferentes unos para con otros. Nos olvidamos demasiado a menudo que nuestros colaboradores necesitan fuerza y valor. En tiempos de pruebas o dificultades particulares, procurad demostrarles vuestro interés y vuestra simpatía. Cuando tratáis de ayudarles por vuestras oraciones, hacédselo saber. Haced repercutir en toda la línea el mensaje que Dios dirige a sus obreros: “Esfuérzate y sé valiente” (Joyas de los Testimonios, tomo 3, pág. 174).

Podríamos añadir a esta inapreciable amonestación:

“Hermanos y hermanas, ¿habéis olvidado que vuestras oraciones deberían salir como agudas guadañas, para acompañar a los obreros que trabajan en el gran campo de la cosecha? Al salir los jóvenes a predicar la verdad, deberíais orar por ellos. Orad para que Dios los una a sí mismo y les conceda sabiduría, gracia y conocimiento. Orad para que sean guardados de las trampas de Satanás y mantenidos puros en sus pensamientos y santos de corazón. Os ruego a los que teméis al Señor que no perdáis tiempo en charlas ociosas o en labores inútiles para gratificar el orgullo o para satisfacer el apetito. Empléese el tiempo así ahorrado en luchar con Dios en favor de vuestros ministros. Sostened sus brazos como Aarón y Ur sostuvieron los brazos de Moisés” (Id., tomo 5, pág. 162).

Actualmente poderosas influencias confrontan a la iglesia remanente, que amenazan con desunir a los hermanos y producir desánimo en el ministerio. Cada miembro de iglesia y cada obrero necesitan todo el estímulo y la buena voluntad que sus asociados y sus hermanos puedan ofrecerles. Algunas veces, basta una expresión de simpatía o de comprensión para reanimar al desalentado.

EL LLAMAMIENTO DE CHURCHILL

Ocurrió en un momento cuando Gran Bretaña estaba frente a la crisis más grande de su historia. Era indispensable reunir todos sus recursos para sobrevivir. Sir Winston Churchill había tenido un desacuerdo con uno de sus asociados. Sentía la necesidad no sólo de consolidar los recursos materiales sino también de edificar un espíritu de amistad y confianza mutua. A ese asociado le envió este llamamiento personal: “Somos tan pocos, los enemigos son tantos, nuestra causa es tan grande, que no podemos consentir en debilitarnos mutuamente en ningún modo”.

Esto recuerda las memorables palabras de Pablo: “Por lo cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado. Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb. 12:12-14).

Sobre el autor: Secretario Asociado de la Asociación General