El famoso filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) postuló que la historia puede ser interpretada como un conflicto dialéctico permanente en el cual cada “tesis” se encontrará inevitablemente con su opuesto, llamado “antítesis”. Este enfrentamiento entre la tesis y la antítesis producirá un punto medio y superador llamado “síntesis”. Aunque no es posible considerar esta propuesta de Hegel como una interpretación certera de toda la historia y de la realidad, tenemos que admitir que sí existen algunos fenómenos históricos, sociales e incluso religiosos que surgen como una reacción opuesta de fenómenos previos. El surgimiento del cristianismo progresista o liberal bien puede entrar en esta categoría.
A grandes rasgos, el cristianismo progresista se presenta como una reacción contraria a ciertos aspectos del cristianismo tradicional. Busca acabar con tradiciones percibidas como fundamentalistas, obsoletas, legalistas y contrarias a la esencia del cristianismo original. También coloca un gran énfasis en la religión práctica, en la justicia social y en el amor al prójimo. Debe mencionarse que el adventismo no se ha visto exento de la influencia del cristianismo progresista.
¿Hay algo negativo acerca del adventismo o cristianismo progresista? A fin de cuentas, la Biblia nos llama a amar a Dios y al prójimo (Mar. 12:30, 31), y a cuidar de quienes se encuentran en una situación social o económicamente vulnerable (Sant. 1:27). Incluso si hablamos de cuestionar las tradiciones establecidas, el adventismo bien podría definirse como un movimiento religioso progresista, pues nuestros pioneros cuestionaron doctrinas cristianas tradicionales como la inmortalidad del alma y la observancia del domingo. Entonces, ¿cuál es el peligro del adventismo progresista?
En su afán de alejarse de un cristianismo percibido como obsoleto y cooptado por tradiciones alejadas del espíritu cristiano original, se ha trasladado a un extremo opuesto, tanto o más peligroso. Al enfatizar el amor al prójimo, se suele medir el amor de acuerdo con valores humanísticos y seculares, en vez de por los expresados en la Palabra de Dios. Esto lleva a tolerar, apoyar y hasta promover conductas reprobadas por la Escritura. Además, al criticar algunas costumbres del cristianismo tradicional, terminan acercándose más a prácticas y principios social y culturalmente aceptados que a la Fuente de la Verdad. Ahí reside su gran peligro: al buscar alejarnos de un cristianismo cargado de tradiciones humanas, terminamos en otro cristianismo regido por valores seculares y humanistas.
La solución para evitar cualquiera de estos extremos es la misma. Cuando Dios le entregó sus leyes al pueblo de Israel, añadió este mandato: “Asegúrense, pues, de hacer lo que el Señor su Dios les ha ordenado. No se aparten ni a la derecha ni a la izquierda” (Deut. 5:32, RVC). La solución es ser fieles a la Escritura, estudiarla y ponerla en práctica, sin apartarse ni a la derecha ni a la izquierda. Las Escrituras deben ser la base de nuestras doctrinas, fe y práctica cristianas, la regla mediante la cual determinamos qué está correcto o equivocado en nuestra vida, cultura, valores sociales y tradiciones religiosas.
Si colocamos a la Biblia como la base de nuestras creencias, y el progreso en nuestra vida cristiana se fundamenta en el estudio sincero y devoto de sus enseñanzas, entonces estaremos a salvo de los extremos perjudiciales. Ruego que, al estudiar la Biblia, obedezcamos el mandato divino: “Éste es el camino; vayan por él. No se desvíen a la derecha ni a la izquierda” (Isa. 30:31).
Sobre el autor: Editor asociado de la revista Ministerio, edición de la ACES