“Capte la atención. Despierte el interés. Cree el deseo. Estimule la acción”. Cierta vez vi estos cuatro lemas en un ferrocarril subterráneo, presentados como indispensables para el éxito en los anuncios. Somos anunciadores de las mercancías del Rey. Suponed que un día os ponéis a preparar un sermón siguiendo este plan. Es psicológicamente seguro. El resultado podría ser más brillante que el producido por algunos sermones estáticos que escuchamos. Avanzaría hacia una meta, y esto constituye una necesidad en la predicación aceptable.
“Cuando no tengo nada que decir, ¡entonces rujo!” Confesó honradamente un predicador que sustituía el poder mental por la fuerza vocal. Pero no existe ningún sustituto para el acto de pensar. No gritéis para dar énfasis. Alguna vez, cuando tengáis algo especialmente notable que decir, procurad bajar gradualmente el tono de la voz, pero siempre manteniendo una clara enunciación, y notad cuán eficazmente controláis la atención de vuestra congregación. Hasta la idea más importante puede comunicarse en tono suave y confidencial. Este método concita la atención.
“Tengan la bondad de abrir la Biblia en el capítulo 19 de Salmos”. En el libro de los Salmos no hay capítulos. Este notable libro es una colección de 150 himnos y cantos sagrados, y cada uno es un salmo separado y no un capítulo. Diga: “El salmo 19”. ¡Sea exacto!
Algunos ministros son víctimas de “comentitis”, una enfermedad clerical casi fatal. Comentan o dan un breve sermón acerca de cada participante en el programa de la mañana, prolongando de este modo el servicio y enturbiando la atmósfera de culto. Si vuestros anuncios no están todos publicados en el boletín de la iglesia, comunicadlos brevemente. Sed claros y no deis sermones. Es un buen plan anotar todos los datos pertinentes a fin de evitar confusiones y equivocaciones.
“Hablar mucho y no llegar a ninguna parte es lo mismo que subir a un árbol para tomar un pez”.
Este proverbio chino me recuerda algunos sermones —siguen adelante y “no llegan a ninguna parte”. Podrían detenerse en cualquier punto de su trayecto y ser igualmente eficaces —o ineficaces. No tienen una meta en vista, carecen de empuje y culminación.
Un sermón no es un aeroplano, sino una pendiente de montaña que llega a una cumbre. Tened un propósito definido; eliminad toda idea que no contribuya a cumplirlo; trabajad por llegar a la cumbre, y cuando lleguéis a ella, ¡deteneos!
El predicador comenzó con el entrecejo fruncido y un rostro severo como si fuera a anunciar el inmediato advenimiento del día de condenación. Bajo la oscura nube de la personalidad del predicador se extendió una atmósfera de lobreguez sobre la congregación.
Jesús siempre llevó en su rostro “la luz de una gozosa piedad”. Había “amor en la mirada y en el tono” de su voz, lo cual atraía a los hombres hacia él. Imitemos al Maestro.
Cuando comenzáis a predicar, vuestros rostros deberían decir: “Me agrada la gente —me gustáis vosotros—, tengo algo para vosotros y es algo bueno”. Debéis venderos a vosotros mismos antes de vender vuestro sermón.
Veinte veces —sí, las conté—, veinte veces durante su sermón, el predicador colocó su mano izquierda en el bolsillo de su saco.
¿Tenéis un manerismo como éste? A menos que ese movimiento posea un significado, no lo hagáis. Su repetición monótona puede destruir la fuerza de vuestro mensaje.
No digáis “en conclusión”, a menos que realmente os propongáis que sea una conclusión. Esta declaración generalmente anuncia un renovado comienzo; es una especie de impulso. Uno de mis amigos contó siete repeticiones de esta frase en un solo sermón antes de que el predicador concluyera realmente.
Sobre el autor: Seminario Teológico Adventista de la Universidad Andrews