Hace dos años me encontraba en la escalinata de una iglesia en un pueblo de Illinois (EE. UU.), contemplando con incertidumbre el gran furgón de mudanza amarillo que se alejaba del cordón de la vereda. Los encargados de la mudanza habían acomodado en su interior mis libros, archivos y casi todas las pertenencias que había acumulado durante 20 años de predicación, de los cuales pasé los últimos diez en esta pequeña ciudad somnolienta de 7.000 almas. Ahora, mayormente por consejo de mi médico, no me mudaba a otro distrito, sino que en realidad “estaba dejando él ministerio”. Se trataba de la misma antigua historia, tantas veces repetida, que todo ministro conoce de memoria: Era un problema de herencia, un tremendo porcentaje de aumento, un edificio nuevo, algunos hombres con ambiciones personales, y un partidarismo resultante. Los esfuerzos por remover el cáncer espiritual cobraron su tributo y después de dos visitas al hospital, seguí las recomendaciones del médico.

Él me había sugerido un cambio temporario de ocupación. Pero mientras volvía a mi oficina vacía y escuchaba el eco burlón de mis pisadas desde los estantes de libros vacíos, me hubiese dado lo mismo que fuese el fin del mundo. Me senté en el sillón giratorio, me eché hacia atrás y miré a mi alrededor. La oficina, aunque pequeña, había sido adecuada durante esos primeros años de febril actividad. A medida que la asistencia y el programa de trabajo aumentaban, se planeó una oficina más amplia para el nuevo edificio.

Mientras contemplaba la oficina, pensé en los que habían traspasado el umbral de su puerta. La mayoría eran personas honradas y sinceras que habían venido en busca de ayuda, de ánimo y consejo. Se habían vuelto a su ministro buscando una explicación a las cosas que los tenían perplejos, buscando respuesta a las preguntas que ellos no podían contestar, en procura de una solución a los problemas que no podían resolver. Levantándome de mi asiento, pasé junto al escritorio desnudo y salí. ¿A quién se dirigen los ex ministros en momentos como éstos?

Menos de seis meses más tarde me hallaba sentado en mi estudio, en el hermoso hogar que habíamos podido comprar, gracias a un salario secular más elevado, y estuve de acuerdo en volver al ministerio de la predicación. Eso significaba una disminución considerable de mis entradas. Significaba devolver las llaves del lujoso automóvil de la compañía, que yo tenía derecho de usar como si fuese mío. Significaba renunciar a una cuenta de gastos casi ilimitada. Significaba renunciar también a una promoción que me habían prometido y me hubiese traído prestigio y seguridad económica en mi nueva profesión. Significaba, en fin, volver a un programa de trabajo que incluía todas las noches y todos los fines de semana.

¿Por qué lo hice? ¿Por qué volví al ministerio? Algunos supusieron que el ministerio era más fácil que otras vocaciones, pero están equivocados. Otros pensaron que el medio ambiente de una ocupación secular puede resultar desagradable o carente de interés, pero ése no era mi caso. En fin, han tratado de darle tal o cual explicación a mi decisión. Pero aquí está mi testimonio personal. Detrás de todo el aspecto sentimental y el manto sutil de superstición que se ha asociado con mi decisión de ingresar al ministerio cristiano, existe un sentido de urgencia, que ha sido el elemento motivador. Es ese íntimo apremio que lo mantiene a uno trabajando horas interminables, y realizando una tarea que podría convertirlo en un ejecutivo de primera magnitud en el mundo de los negocios. Es esa llamada constante que es apenas un susurro por encima del llamado de la familia, los amigos la patria y la vida misma. Usted conoció su voz cuando la campanilla penetrante del teléfono le exigía que se vistiera semi dormido y se apresurara para llegar al hospital y acompañar a una familia que debía afrontar la inminente pérdida de un ser amado.

¿Cuántas veces la ha escuchado usted mientras estaba sentado frente a los cónyuges que un día protagonizaron un casamiento por amor? Usted ha visto esa motivación en acción cada vez que de pie frente a un joven y una señorita, radiantes de esperanza, los ha declarado uno en el nombre y el servicio del Maestro. Usted la percibió cada vez que por encima del féretro, en la cámara mortuoria, sus ojos se encontraron con los de quienes se aferraban a cada sílaba que pronunciaban sus labios, en busca de una esperanza.

Todos conocemos a los neuróticos y a los hipócritas que se reúnen en la iglesia, los temerosos, los jactanciosos, los inseguros y astutos, los despreciados y los desechados. Ellos están entre los enfermos que Jesús vino a sanar. No existe ser humano más desagradable que el neurótico ambicioso que confunde nuestra amabilidad con debilidad, nuestra paciencia con indecisión, nuestro amor con bajeza. Qué fácil es olvidar que él se siente inferior, rechazado y amenazado por su mundo, y lo convierte a usted en el blanco vulnerable de sus hostilidades en la seguridad de que usted no se vengará. Y qué felicidad experimenta usted cuando pone la otra mejilla, orando para que él pueda encontrar en Cristo el equilibrio emocional que usted goza en el Señor. Estos seres frustrados y desubicados consideran que el mundo que está fuera de la iglesia está lleno de rateros peligrosos, de mirada fría. Aunque emocionalmente pueden ser traidores y aún considerarlo a usted como “el enemigo”, saben que usted no los devorará, sino que orará por ellos. Y usted encuentra su recompensa amando a los desagradables, devolviendo bien por mal.

El alcohólico —despreciado por la sociedad, abandonado por sus amigos, incomprendido por su familia, evitado por los virtuosos y los rectos— viene a usted como un último recurso. Él sabe que puede confiar en usted. Quizás no lo comprenda, pero él ve en usted un poco del amor de Dios que no habrá de condenarlo. Reconoce en usted el sentido de la palabra “amigo” tal como Jesús la empleara. Y aunque usted puede ocultar una reacción natural, mezcla de compasión, detrás de su paciencia y amabilidad, se halla colocado un poco más arriba, donde Dios toma la medida, cuando usted trata de guiar al ser humano abandonado para salvarlo de su propia iniquidad.

O una joven asustada es llevada a su oficina por una madre llorosa y un padre indignado. Nadie necesita decirle que ella es una estadística más para las tablas de ilegitimidad. Ella vino para confiar en usted. Usted es el único hombre en la tierra, además de su médico, que escuchará sus temores, contestará sus preguntas y le ayudará a pasar por su Getsemaní sin ser indiscreto, acusador o reprensor. Ella sabe instintivamente que le ofrecerá el amor sanador de Aquel que un día estuvo frente a otra de la misma condición y le dijo, “Ni yo te condeno: vete y no peques más”. Nadie conoce —es decir, nadie sino usted— esa nota de plenitud que resuena en su corazón mientras ella regresa a su hogar de ese juicio, para agradecer a Dios por haberse allegado a ella y haberle ayudado a encontrar un terreno firme en la seguridad de la fe.

Usted se siente nuevamente abrasado por el fuego consumidor del ministerio al encontrarse frente a la congregación que espera ser alimentada con las realidades de la vida. Ellos vienen de deambular a través del salvajismo moderno, muchas veces solos, ansiosos y hambrientos del pan de vida que satisface al hombre interior. Y ellos vienen a usted. Usted siente una satisfacción íntima y sólida cuando busca en las profundidades de la Palabra de vida y sabe que ese sermón que ha creado está llenando una necesidad vital de la congregación. Su destino se cumple al ver que la luz de una nueva comprensión ilumina los rostros, al ver que los músculos tensos se aflojan, al observar que la anhelosa chispa de la esperanza se enciende en una llama de fe ardiente, y al contemplar que las vidas fueron sacudidas hasta despertar por su apasionada exhortación.

Por lo tanto, éstas son algunas de las señales a lo largo de su camino, que le hablan de su elevada vocación. Es una senda que no solamente lucha por abrirse paso entre los lugares bajos y sórdidos, sino que se remonta también por encima de los picos de la inspiración barridos por el viento. Una y otra vez usted se levanta de las sombras y las lágrimas para caminar con Dios en el fresco atardecer de una nueva comunión edénica.

A medida que usted sigue su elevada vocación, encuentra a centenares de padres y madres que le aman, que lloran por sus pesares y desilusiones, y que se regocijan con sus triunfos y su progreso. Encuentra a centenares de hermanos y hermanas cuya lealtad excede muchas veces la de los que son de su propia sangre.

Seguramente, el autor inspirado tenía presente algunas de estas cosas cuando declaró: “Cosas que ojo no vio, ni oreja oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que ha Dios preparado para aquellos que le aman”. Su vocación suprema es la vocación misma del amor. Es la motivación del buen samaritano, del evangelista, del consejero, del pastor que anda haciendo bienes. El catalizador es el que rompe – una situación hostil, cargada de ira, encuentra el motivo, hace del perdón una experiencia ennoblecedora que usted no querrá perder. Es la piedra de toque de su relación con la Deidad, el terreno común desde el cual, con Dios, usted puede contemplar sus golpes con objetividad y comprensión. Esto es lo que lo capacita a comprender la súplica intercesora del Salvador en favor de sus escarnecedores:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Nosotros hacemos tanto alarde para proclamar nuestra humanidad como ministros, que muchas veces empañamos el hecho más importante de que hemos estado con Jesús. Hemos caminado con él y nos hemos imbuido de su Espíritu. Hemos hablado con él y sondeado su Espíritu. Hemos sufrido con él, nos hemos alegrado con él, y hemos trabajado con él para compartir su gracia. Aunque quizás no pidamos su respeto hacia nuestra persona, él no niega que le hemos amado con nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado. Si es verdad que el cielo ha de ser disfrutado en proporción directa a la profundidad de nuestra relación con nuestro Salvador aquí en la tierra, entonces, las luchas y sinsabores de nuestra vocación encontrarán su mayor recompensa en haber caminado con él a través del Getsemaní, a través del valle de sombra y de muerte, y a través del Calvario, si es necesario —y debe ser necesario. Si es verdad que el más grande entre los hijos de Dios es el que sirve en forma más abnegada, entonces la grandeza es humildad desprovista de egoísmo— recibida como algo inmerecido, gastada como si no existiera, y perdida cuando se despliega vanamente. Al igual que la felicidad, esta grandeza es solamente un subproducto de nuestra participación en una causa más elevada que nosotros mismos, sin pensar en la ganancia personal.

En efecto, he vuelto al ministerio. He vertido algunas lágrimas amargas por los lentos y duros de corazón, y he perdido horas de sueño orando por los egoístas, los indiferentes y los neuróticos. Pero estoy otra vez en casa —enfrentando los problemas y las heridas de una batalla segura y cierta contra nuestro más antiguo enemigo, pero no estoy solo. La sencilla declaración de Jesús: “…y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días…” es como la promesa hablada por el Señor por boca del profeta: “No temas, que yo soy contigo, no desmayes, que yo soy tu Dios que te esfuerzo: siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”.

Amad vuestra vocación como un ministerio que os ha sido conferido por el Señor mismo. Es la vocación más elevada de la tierra. Es una invitación y un desafío de caminar por donde Dios caminó cuando visitó nuestro planeta como nuestro Salvador amante, servicial y paciente. —Christianity Today. June 4, 1965, pág. 3.

Sobre el autor: Pastor de los Discípulos de Cristo