¿Han visto a papito? —preguntó ansiosamente un niñito de cuatro años.
—Creo que fue a la ciudad—replicó descuidadamente una de las dos personas.
—La última vez que lo vi —terció el otro— unos hombres lo estaban encerrando en el subterráneo.
Celebrando con una risita su ocurrencia, los dos ministros prosiguieron su camino hacia el comedor, aparentemente sin advertir la ansiedad del chiquitín y sin preocuparse de ella. A nadie se le ocurriría decir que esos pastores tenían la intención de hacerle un daño al chico —de ninguna manera.
Sin embargo el niño no tenía todavía la capacidad de comprender que le habían hecho una broma. Estaba frente a un problema serio. No podía encontrar a su padre, y tenía hambre, y era la hora de almorzar. ¿Qué podía hacer? Estaba en un lugar extraño, rodeado de personas desconocidas. ¡Se sentía tan solitario y desvalido! Quería portarse valientemente, pero ¿dónde estaba su padre? Por fin había visto un rostro familiar. Ahí había una persona a quien conocía. Había corrido hacia ella en busca de consuelo y ayuda, pero no lo había sacado de ningún apuro. Su pregunta quedó sin contestar; su perplejidad fue considerada como algo sin valor. Su ansiedad se agravó con las respuestas que recibió. Uno le había dicho que su padre había ido a la ciudad, y el otro había declarado que lo habían encerrado en el subterráneo. Los dos no podían tener razón. Y como su padre no tardó en aparecer sin daño alguno, se dio cuenta de que ambos pastores estaban equivocados. ¿Podría creer lo que dijeran en el próximo sermón que oyera de sus labios? ¿Podría acudir a ellos la próxima vez que tuviera una dificultad? ¿Son todos los predicadores como ellos? Si un niño no puede creer a un pastor, ¿quién puede creerle?
Las bromas pueden utilizarse para sazonar la vida y añadirle interés, o bien pueden emplearse para infundir dudas, temores y aun terror en los niños. Cierto niñito pensaba que su padre era el hombre más grande del mundo. Un pastor que visitó su hogar, divertido por la exagerada opinión que el niño había formado de su padre, comenzó a embromarlo diciéndole: “Tu papá no es bueno”. Después de cambiar unos pocos “Sí, es” y “No, no es”, la conversación derivó hacia otro tema y pronto fue olvidada por todos, es decir, por todos menos el niño. Esa noche, a una hora cuando el chico usualmente estaba profundamente dormido, su madre lo encontró con la carita en la almohada, sollozando. “Pero, querido, ¿qué te pasa? ¿Por qué no estás dormido?” —le preguntó. “Papito es bueno, ¿verdad mamá?” —fue la respuesta de sus temblorosos labios.
La obra del pastor consiste en hacer feliz a la gente, y no en entristecerla; en fortalecer el hogar, y no en debilitarlo; en animar a los niños a amar y respetar más a sus padres, y no menos. Jesús nos recuerda nuestra responsabilidad hacia los niños: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis”.
Los niños, y los adultos que padezcan una perturbación mental nunca deberían ser engañados en ninguna forma. Por cierto que los predicadores adventistas nunca dirían una falsedad a sabiendas, pero más de un concienzudo pastor que hace lo mejor que puede ha sido considerado como un engañador por enfermos mentales. Por ejemplo, el lenguaje simbólico que empleamos con tanta liberalidad —estamos viviendo en los mismos dedos de la imagen; este mensaje debería esparcirse como las hojas de otoño— puede resultar muy contraproducente cuando se lo toma literalmente. Aunque los enfermos mentales empleen ellos mismos el lenguaje simbólico con profusión, pueden quedar confundidos cuando lo empleamos nosotros. El aforismo siguiente: “Dele cuerda suficiente y se ahorcará a sí mismo”, es entendido como que si yo le diera un rollo de cuerda él se suicidaría. Esta gente necesita que se les hable la verdad con sencillez y directamente.
Si un miembro de la iglesia necesita tratamiento psicológico, ¿debería el pastor decírselo directamente, o llevarlo engañado? ¿Sería aconsejable hacer creer a una persona que se la lleva a un paseíto en auto cuando en realidad se la está conduciendo al hospital? Esta clase de engaños daña al paciente y puede retardar su recuperación durante semanas y aun meses. Muchos enfermos mentales se sienten tan inseguros e inestables que cualquier engaño recibido de parte de amigos o parientes tiende a agravar su condición. Es mejor decirle directamente —no intempestivamente, sino con franqueza— a qué lugar se lo lleva, y por qué. Es posible explicarle amablemente que así como un enfermo del corazón requiere los servicios de un especialista, también su enfermedad necesita atención médica especializada, y que se lo conduce a un lugar donde recibirá la mejor ayuda para su enfermedad.
Sería una fortuna que el pastor pudiera darle a estos enfermos mentales algo de los “primeros auxilios”, o por lo menos que estuviera en condiciones de saber lo que debe hacer y lo que no conviene hacer. Por ejemplo, cuando una persona tiene algún problema emocional es una pérdida de tiempo y dinero decirle que abandone su trabajo y haga un viaje para olvidarlo todo. La huida del problema jamás lo resolverá, no importa lo lejos que vaya y el tiempo que quede. Anímeselo a hacer frente a los hechos y aceptar lo inevitable, o bien procúrese encontrar una solución satisfactoria. Decirles a estas personas en dificultad: “Lo malo está en su cabeza”, “Anímese”, “Rehágase, hombre”, “Olvídelo”, sería como decirle a uno que se ahoga: “El agua es demasiado profunda para usted en ese lugar; vaya adonde puede tocar fondo”, o “Venga aquí donde está seco, y va a sentirse bien”. Es cierto lo que se dice, pero la víctima está esforzándose todo lo posible por hacer lo que se le indica, y no puede. Necesita ayuda.
¿Qué clase de primeros auxilios puede proporcionarle el pastor para su beneficio? Tomemos el caso de una persona que ha estado orando y orando para obtener perdón por sus pecados, pero que siente que todavía están registrados en el cielo y seguirán estándolo hasta tanto haga una confesión pública de todos sus errores secretos. Podemos explicarle con sencillez que el pecado es algo mortal, que no importa la forma que asuma siempre es fatal. A fin de quitar el pecado de nuestras vidas debemos seguir las instrucciones del Gran Médico. La enfermedad no se cura traspasándola a otra persona. Tampoco se quita el pecado del alma confesándolo públicamente. Los actos de desobediencia cometidos públicamente y que podrían afectar a otros deben confesarse en público, pero los pecados secretos deben confesarse únicamente a Dios. Después de haber sido perdonados nuestros pecados, Dios nos dice que no los recordará más; por lo tanto no debemos pedirle repetidamente perdón por los pecados que han sido confesados. Los ministros deberían informar a la gente que Satanás es el único que nos recuerda nuestros pecados y faltas pasados. Tenemos el deber de resistir al mal.
Debe informarse a la feligresía acerca de la persona que tiene la tendencia a criticar, que ha perdido la confianza en los hermanos, que continuamente encuentra defectos en los demás, que descubre los pecados de sus hermanos. Estas personas están revelando sus propias flaquezas y errores. Un chismoso raramente habla acerca de sus pecados y errores. Por lo tanto, una persona que constantemente llama la atención hacia los que buscan empleo, puede ser ella misma alguien que busca un empleo. Como prueba de esto podríamos citar Romanos 2: 1. Este hecho es familiar para los estudiantes de psicología. La mejor oportunidad para explicar a los hermanos estas cosas es hablándoles al comienzo del ministerio del pastor en un nuevo distrito.
Otro hecho que deberían conocer nuestros hermanos es que el cristiano es una persona feliz, gozosa y conforme. La gente que es susceptible, suspicaz, envidiosa, celosa, no puede ser feliz o estar contenta. Aquellos que piensan en otros, oran por otros y trabajan por otros disponen de gozo y felicidad.
Una persona desanimada debería saber que un pensamiento desanimador jamás procede del cielo. Pero Dios es omnipotente. Sus hijos triunfarán; su reino permanecerá para siempre.
Sí, el pastor debe decir la verdad. “La verdad os libertará”.
Sobre el autor: Director asociado de Educación de la Asociación General