Nuevamente nos encontramos en el umbral de un nuevo año. En el momento de escribir estas líneas, 1961 se desliza rápidamente hacia la eternidad. Unos días más y habrá terminado. Pronto no quedará más que el recuerdo de las realizaciones, los fracasos y los triunfos logrados durante él. Conviene que nos detengamos un momento para dar una mirada retrospectiva a los doce meses que han transcurrido, con el propósito de descubrir qué progreso hemos realizado en nuestra vida cristiana individual y en nuestro servicio como obreros en la causa de Dios.

 Aun una leve consideración del pasado nos convencerá a la mayoría, sino a todos, de la existencia de algunas cosas que no sólo resultan molestas sino que nos hacen lamentarnos y experimentar remordimiento. Han quedado sin hacer muchas cosas que era nuestro privilegio o deber hacerlas. Hemos quebrantado resoluciones y votos. Hemos cometido acciones que no deseamos recordar.

 ¿Qué haremos con el pasado? ¿Y con el futuro? ¿Cuáles son las posibilidades que nos desafían desde el nuevo año?

El pasado

El apóstol Pablo nos ha dejado un ejemplo en lo que concierne a nuestra actitud frente al pasado. Reconociendo que no había realizado plenamente todas las posibilidades que tuvo en Cristo y mediante él, declaró: “Pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás” (Fil. 3:13). Dios desea que olvidemos los fracasos y los errores del pasado. Un repaso momentáneo de los errores pasados dará motivo para que agradezcamos aún más a Dios por su misericordia y gracia, pero no debemos pensar en el pasado de una manera que ello empañe nuestra felicidad actual en él y nuestro servicio por él.

 Respecto de nuestros pecados y errores, tenemos la promesa de que si nos arrepentimos y los confesamos serán perdonados, y seremos limpiados de toda iniquidad (1 Juan 1:9). El apóstol Pablo declara que las iniquidades confesadas son perdonadas y los pecados son cubiertos. También afirma que Dios no los recuerda más (Heb. 8:12). Cuando Dios perdona también olvida. ¿Por qué, entonces, recordaremos nosotros? ¿Por qué permitiremos que el pasado nos desanime?

El futuro

Pablo podría haber permitido que el pasado empañara su gozo en el Señor y también que disminuyera su eficacia en su servicio futuro. Sin embargo, no lo hizo. Su actitud fue la siguiente: “Olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está adelante”. Comprendió que constantemente se veía frente a nuevas posibilidades. Reconoció que éstas debían constituir su principal preocupación. Así deberíamos hacer también los obreros de Dios de la actualidad. Constantemente surgen ante nosotros nuevas oportunidades y posibilidades; deben captar nuestra atención e influir en nuestras actitudes. Los errores y los fracasos pasados deben servir de escalones hacia el éxito. Nuestros éxitos o fracasos futuros dependen enteramente de nuestra relación con el plan y el propósito que Dios tiene para nosotros.

El propósito de Dios para nosotros

Dios nos ha fijado un blanco. Pablo habla de él diciendo: “Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:14, Versión de Valora, 1960). De esto se habla en muchos pasajes bíblicos. Cristo, cuando estuvo en el mundo, lo expresó cuando dijo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:48). Hay ciertos aspectos en Dios que no podemos igualar. El contexto de este pasaje indica que cuando Cristo pronunció estas palabras tenía referencia de la actitud de Dios hacia los hombres. Dios ama a todos por igual tanto a pecadores como a santos. El propósito de Cristo respecto a nosotros es que seamos como él en este sentido. Si tomáramos en cuenta las expectativas de Dios en lo que concierne a nosotros y nuestras relaciones humanas, actuaríamos en forma muy diferente en nuestro trato con nuestros semejantes.

 El apóstol Pedro también habla del blanco que el cielo nos ha señalado: “Como aquel que os ha llamado es santo, sed también vosotros santos en toda conversación” [“en toda vuestra manera de vivir”, VM] (1 Ped. 1:15). El ideal que ha sido establecido para nuestras vidas y caracteres es alcanzar la semejanza con Dios y Cristo. Nuestras vidas deberían ser una revelación de Cristo. Es el propósito de Dios que estemos tan completamente entregados a Cristo, que la vida que vivimos sea su vida y el servicio que le prestamos sea su servicio.

 La santidad, la perfección en él y mediante él, la semejanza con Cristo —tal es el plan de Dios para nosotros. Desea que el pecado desaparezca tan completamente de nuestras vidas y que el bien hacer lo reemplace tan plenamente, que nuestras vidas lleguen a ser una revelación de la vida de Cristo para nuestros semejantes. ¡Qué desafío para cada uno!

El cumplimiento del propósito de Dios

Miles de personas han procurado, valiéndose de sus propios recursos, alcanzar el ideal de Dios para la vida humana y el servicio cristiano, y han fracasado. Pero ¿cómo podemos alcanzar la norma que Dios nos ha señalado? La respuesta es sencilla. Únicamente en Cristo y mediante él podemos satisfacer las expectativas de Dios. No lograremos la perfección del carácter y la vida, y el éxito en el servicio cristiano por medio del poder y los esfuerzos humanos. Dios no le pide al hombre que se encuadre dentro de sus designios valiéndose de sus propios esfuerzos. Nos pide que tengamos esa fe que nos conduce a colocarnos con todo lo que poseemos en las manos de Cristo, y a depender de él.

 Pablo, lo mismo que muchos otros, procuró por sus medios desprenderse de sus pecados, vencer sus desventajas y comprender la voluntad de Dios para su vida, pero fracasó. Sus luchas fueron tan intensas y tan devastadoras fueron sus derrotas, que estuvo a punto de abandonar la lid. Lleno de desesperación exclamó: “¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?” Hubo una respuesta a esta angustiosa exclamación, que le permitió asegurar triunfalmente: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Rom. 7:24, 25). El apóstol halló en Cristo la solución del problema de sus fracasos en la vida cristiana y en el servicio.

 Pablo experimentó tan plenamente lo que Cristo desea hacer por cada uno que acude a él, que pudo exclamar: “A Dios gracias, el cual hace que siempre triunfemos en Cristo Jesús, y manifieste el olor de su conocimiento por nosotros en todo lugar” (2 Cor. 2:14). Y de nuevo: “Mas a Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo” (1 Cor. 15:57).

La victoria es un don

La victoria en la vida cristiana y el éxito en el servicio cristiano son los dones de Cristo para sus hijos. Los seres humanos los reciben sobre la base de la fe, y no sólo como el resultado del esfuerzo. En 1 Juan 5:4 leemos: “Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe”. La fe en Cristo consiste en confiar en él, en depender de él, en dejarlo hacer por nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos. Por lo tanto, la victoria y el éxito en la vida cristiana y en el servicio no ocurren como el resultado de lo que hacemos, sino que son el resultado de lo que permitimos que Cristo haga por nosotros.

 El esfuerzo de la vida cristiana equivale a la lucha necesaria para ponernos en un lugar donde estemos preparados para permitir que Cristo ejerza un dominio completo sobre nosotros, y nos utilice como lo estime conveniente.

 No hace mucho asistí a una reunión en la ciudad de Nueva York. Estaba presente una persona que había rendido un servicio asombroso y conmovedor en la causa de Dios. El director de la reunión invitó a este obrero a informar brevemente acerca de su obra. Al acceder, pidió que le permitieran orar primero, “porque, dijo, nunca deseo presentar ni siquiera un informe sin orar antes”. No olvidaré su corta y sencilla oración, y sin embargo tremendamente conmovedora. “Señor, ayúdanos a olvidarnos de nosotros mismos, porque tú puedes realizar grandes cosas mediante los que se olvidan de sí mismos”. Esa oración me permitió comprender el secreto que respondía del asombroso servicio que ese hombre había prestado en la causa de Cristo. ¡Cuán importante y urgente es que cada obrero adventista se olvide de sí y permita que Cristo asuma todo el dominio!

“Sin mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). El hombre abandonado a sí mismo es impotente. Dios sabe esto, y por lo tanto no nos pide que dejemos de pecar y cometer errores, y que le rindamos un servicio efectivo apoyándonos en nuestro propio poder y mediante nuestros esfuerzos personales. Nos pide, en cambio, que dejemos que Cristo haga todo esto por nosotros. Es el propósito y el deseo de Cristo establecer una unión con nosotros, tan completa que su poder y energía se manifiesten en y mediante nosotros. Lo que nos pide es una buena disposición para hacer lo que nos manda.

 Cuando hacemos frente al pecado y a la debilidad de nuestra naturaleza humana, nuestra responsabilidad consiste en resolver no pecar y no cometer errores y luego tenemos el privilegio de contemplar a Cristo como el que puede convertir nuestras resoluciones en experiencia y concedernos la victoria sobre nuestros pecados y limitaciones. Tenemos también la responsabilidad de someternos completamente, sin reservas, al Señor, para que pueda utilizamos como instrumentos humildes para hacer su obra de gracia y salvación en las vidas de otros. Quiere, mediante nosotros, alcanzar los corazones y las vidas de los perdidos. Por lo tanto, el interrogante que surge ante cada uno es: “¿Estoy dispuesto a ser alguna cosa o ninguna, a ir a alguna parte o a permanecer donde estoy, a entrar en alguna esfera de servicio para que Cristo siempre pueda emplearme como elija?”

Presentaos a Dios

Pablo, mediante quien Cristo hizo tanto por tanta gente en tantos lugares, reconoció la necesidad de entregarse a Dios, y bajo la inspiración del Espíritu Santo nos amonesta con estas palabras: “Presentaos a Dios como vivos de los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Rom. 6:13). No se trata de presentarnos en un lugar particular o en un campo elegido personalmente, o a un departamento o a una posición dentro de la organización de la iglesia. ¡Ah, no! Debemos presentarnos a Dios, dejando que él elija la naturaleza del servicio que prestaremos y el lugar donde lo llevaremos a cabo. Si hacemos esto, puede ser que experimentemos inconvenientes, pruebas y persecuciones, tal como aconteció en el caso de Pablo en la antigüedad pero también proporcionará satisfacciones, gozos y recompensas que no podemos recibir de otra manera. Después de todo, no hay gozo o satisfacción comparable con la que procede del conocimiento de que Dios nos está empleando porque nos hemos sometido a su gobierno con todo lo que poseemos.

 El mismo apóstol nos amonesta posterior- mente a llevar “cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Cor. 10:5, Versión de Valera, 1960). Esta debería ser nuestra primera y principal preocupación. El cumplimiento de este consejo requiere que olvidemos nuestros intereses y ambiciones personales y egoístas, nuestra comodidad y conveniencia, y nuestras ventajas personales y privilegios. Nuestro privilegio y responsabilidad es glorificarlo donde él lo desee y como él quiera.

Frente al tiempo del fin

Como obreros adventistas sabemos con certidumbre lo que acontece en el mundo, y a la luz de las profecías bíblicas, comprendemos que nos encontramos en los días del fin. Queda poquísimo tiempo para terminar la tarea que Dios nos ha confiado. Los millones de habitantes deben recibir la oportunidad de oír el mensaje de la misericordia y el amor de Dios por los pecadores y de su maravilloso plan para salvarlos. ¿Pero qué estamos haciendo para llevarles ese mensaje? Quisiera formular esta pregunta en forma más personal. ¿Qué estoy haciendo yo, y qué están haciendo ustedes? ¿Estamos tan preocupados por la salvación de los seres humanos que nos olvidamos de nosotros, de nuestra comodidad y conveniencia, y le permitimos utilizarnos de cualquier manera para manifestar su amor y misericordia y salvación a los hombres dondequiera estén y cualesquiera sean las circunstancias en que se encuentren?

 Nosotros los obreros de la causa de Dios nunca debemos olvidar que no estamos solamente relacionados con una iglesia para el propósito de ministrar a la iglesia. Estamos relacionados con lo que Dios se propuso que fuera un movimiento desde el principio hasta su culminación. El profeta Juan, al describir al pueblo que Dios se propuso suscitar cuando comenzara la hora de su juicio, declara: “Y vi otro ángel volar por en medio del cielo, que tenía el Evangelio eterno para predicarlo a los que moran en la tierra, y a toda nación y tribu y lengua y pueblo” (Apoc. 14:6). Estas palabras denotan movimiento, y no un mero revolotee sobre una iglesia compuesta de gente que ya ha oído el mensaje de Dios para esta hora. Posiblemente nuestras iglesias organizadas necesitan pastores que les prediquen, visiten a los enfermos y entierren los muertos primer tiempo en que vivimos seguramente exige que se les permita a los miembros laicos que han sido llamados a cargos directivos dentro de la iglesia, realizar una parte mucho mayor de trabajo de la que ahora llevan a cabo. Entonces el pastor quedará libre para dedicarse más plenamente, sino totalmente, a la obra de proclamar el mensaje de Dios para esta hora a los que no lo han oído.

 Cuántos obreros hay en la causa adventista que nunca, o por lo menos durante mucho tiempo, no se han dedicado a la proclamación pública del mensaje de Dios para la humanidad actual. Y cuántos hay que no han hecho una práctica común de su ministerio el procurar la entrada en hogares de personas que no pertenecen a nuestra fe con el propósito de estudiar con ellos los mensajes de la Biblia. El Evangelio eterno considerado en el contexto de los tres mensajes angélicos de Apocalipsis 14:6- 12 ha sido destinado por Dios a ser lo más impresionante, asombroso y desafiante de nuestra época. El mensaje de Dios resuena por encima de las exclamaciones de tristeza, del clamor y los gritos de hombres egoístas que buscan posición y aprobación, del zumbido y el rechinar de las máquinas, y del fragor de la batalla. La voz de Dios debe oírse hoy a través de usted y de mí, ofreciéndoles a todos los hombres la salvación que él ha provisto mediante su Hijo, Jesucristo.

 Hermanos, al entrar en un nuevo año respondamos al desafío de Dios y realicemos dedicación tan completa de todo nuestro que él pueda utilizarnos plenamente. Seamos los instrumentos a través de los cuales se escuche su voz para despertar a las naciones y urgir a todos los hombres a aceptar la salvación que se les ofrece antes de que sea demasiado tarde.

Sobre el autor: Secretario asociado de la Asociación General