El hecho de que obras cumbres espirituales en los más distintos campos hayan sido y sigan siendo la obra de viejos bastaría por sí solo para demostrar el alto valor de esta última etapa de la vida humana, que también tiene grandes deberes, aunque sin duda es difícil contar con ellos, pues del cuerpo, y especialmente del cerebro, amenazan al viejo riesgos de los cuales están a salvo, normalmente, los decenios de vida anteriores. En los años de madurez, durante la primera fase según la teoría de Bracken, no está en peligro, en general, la capacidad intelectual, pues puede compensarse cualquier deficiencia funcional. Es cierto que el hombre piensa entonces más lentamente, pero también con más detenimiento que antes, y la reactividad disminuida se compensa sobradamente por otros factores. Pero la vejez se caracteriza psicológicamente porque ciertas mermas en el campo psíquico ya no son reparables. Así, se presenta la segunda fase con signos de una dificultad mayor, determinada fisiológicamente, en la capacidad de rendimiento intelectual. El grado y la medida de este impedimento difieren muchísimo según los individuos, lo mismo que el momento de la primera aparición de los fenómenos de decadencia correspondientes. Incluso entre los centenarios hay hombres que tienen una memoria bastante buena, facilidad de comprensión normal y viveza espiritual, mientras en otros casos ya mucho antes se determinan defectos manifiestos en el campo espiritual…

Debe recordarse además que un cerebro funciona tanto mejor y se conserva tanto más tiempo al nivel de su capacidad de rendimiento cuanto más intensa es su actividad. El jubilado envejecerá espiritualmente, en el caso normal, antes que un hombre que siga trabajando, en una u otra forma, pasada la “edad de pensión”. (Heinz Wolterek, La Vejez, Segunda Vida del Hombre, pág. 194.)