Cuando Ruth Graham leyó el primer capítulo del nuevo libro de su esposo World Aflame (El mundo en llamas), con su gráfica descripción de la licencia nuestras ciudades modernas, exclamó: ¡Si Dios no envía pronto el juicio a nuestras ciudades tendrá que pedirles disculpas a Sodoma y Gomorra!”

Pienso que el mayor enigma para el evangelismo adventista es el desafío de las agitadas y revoltosas áreas metropolitanas de todo el mundo.

Todos estamos de acuerdo en que el campo es la obra de Dios. Pero la ciudad es la obra del hombre caído. Fue Dios quien hizo el primer jardín. Fue un asesino el que construyó la primera ciudad. Dios llevó el jardín al cielo. Pero la ciudad, con todas las otras ciudades del mundo antiguo, fue sepultada en las aguas del juicio que cubrieron este planeta en los días de Noé.

Poco después, recordamos, los hombres se pusieron a edificar una ciudad con una torre que tenía que alcanzar hasta el cielo. La llamamos Babel, un nombre adecuado para la precursora de nuestras ciudades modernas. Estas ciudades alborotadas aún están extendiendo sus dedos de acero y neón al cielo, todavía están desafiando al Cielo, todavía son tan corrompidas como aquélla.

Junglas de terror

¿Necesito narrar el horrible relato de las ciudades? Ustedes saben lo que está ocurriendo. No necesito decirles que nuestras ciudades se están convirtiendo en junglas de terror ni que las llamadas de la licencia están fuera de todo control. Esto nos hace pensar en la inminencia del momento cuando el Espíritu de Dios se retire completamente de la tierra.

La conciencia de la ciudad se ha paralizado. Se están produciendo amplias grietas en el dique de la moral.

¿Pero, nos asombra esto? Se nos ha enseñado que la moral es relativa, que no es más que el conjunto de reglas de un juego, que pueden ser cambiadas a voluntad. Y ahora se está sugiriendo, en el convincente lenguaje científico, que la misma existencia no es sino un accidente químico. No es de maravillarse, pues, que se esté escurriendo el último resto de moral de la ciudad.

Pero las sustituciones de que nos jactamos no funcionan. Estamos levantando la cosecha, y la estamos levantando muy abundante en nuestras ciudades. Pero, ¿es esto toda la historia? El registro de las ciudades preocupa muchísimo a Dios. Él envió a Nínive a su predicador más elocuente. A Babilonia mandó a un profeta-estadista para que la ganara, si podía. Jesús lloró sobre Jerusalén: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!”

Y Dios se interesa en las ciudades hoy en día porque allí está la gente. La NASA predice que dentro de veinte años en los Estados Unidos habrá tres áreas supermetro-politanas: una que se extenderá desde San Francisco a Los Ángeles, otra que abarcará desde Chicago hasta Buffalo, y la otra de Boston a Washington. Estamos presenciando este crecimiento fabuloso.

Dios está interesado en las ciudades. Siempre lo ha estado.

Ángeles inquietos

Me gusta describir un día muy lejano en el pasado. Era el mediodía, en verano, y hacía calor. Un hombre estaba sentado a la puerta de su tienda, observando el tranquilo paisaje, cuando vio que se acercaban tres viajeros. Insistió en que se detuvieran para participar de un refrigerio.

Abrahán sólo había visto a tres cansados viajeros, pero ahora se reveló su verdadera identidad. Estaban por ir a la ciudad como ministros de ira, eran extraños que iban a hacer una extraña obra. Los dos ángeles se fueron, impacientes debido al conocimiento de su misión. Y Abrahán se quedó a solas con el Hijo de Dios.

Lean el capítulo dieciocho del Génesis y contemplen el cuadro allí descrito. Vean a un hombre implorando delante de Dios, un hombre contendiendo por la ciudad. Una vez la había salvado con su espada. Ahora trataba de salvarla mediante la oración.

“El amor hacia las almas a punto de perecer inspiraba las oraciones de Abrahán. Aunque detestaba los pecados de aquella ciudad corrompida, deseaba que los pecadores pudieran salvarse. Su profundo interés por Sodoma demuestra la ansiedad que debemos experimentar por los impíos. Debemos sentir odio hacia el pecado, y compasión y amor hacia el pecador. Por todas partes, en derredor nuestro, hay almas que van hacia una ruina tan desesperada y terrible como la que sobrecogió a Sodoma. Cada día termina el tiempo de gracia para algunos. Cada hora, algunos pasan más allá del alcance de la misericordia. ¿Y dónde están las voces de amonestación y súplica que induzcan a los pecadores a huir de esta pavorosa condenación? ¿Dónde están las manos extendidas para sacar a los pecadores de la muerte? ¿Dónde están los que con humildad y perseverante fe ruegan a Dios por ellos?” (Patriarcas y Profetas, pág. 135).

“Quizá se hallarán allí diez”

Intercediendo, ¡aun a riesgo de ofender a Dios! Si hubiera cincuenta, si hubiera cuarenta, si hubiera treinta, si hubiera veinte, si hubiera diez. Orando como Moisés: “Si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito”.

Pero, ¿podríamos imaginarnos a Abrahán no intercediendo? ¿Podríamos imaginárnoslo despreocupado? ¿Podríamos imaginarnos a Abrahán dejando ir a los ángeles, inquietos debido al conocimiento de su terrible misión, sin clamar por las almas destinadas al juicio?

¿Hay ciudades hoy en día que existen por causa de la oración de algún humilde pastor de la ciudad?

El último llamado de Dios

Las ciudades son como las personas. Viven, respiran y mueren como seres humanos. Pueden estar vestidas de ladrillo y mezcla, piedra y acero, pero tienen un corazón que palpita. Y Dios habla al corazón.

El llamado de Dios está resonando como una poderosa campana sobre las ciudades: “¡Arrepentíos!” ¡Y la campana repica más fuerte inmediatamente antes de ser silenciada para siempre!

Es el Jonás de hoy para la Nínive de hoy. Es el Daniel de hoy para la Babilonia de hoy. Es el rugir del Vesubio para la Pompeya de hoy. Es Cristo llorando sobre la Jerusalén de hoy. La campana aún está repicando. Pero es el último llamado de Dios.

La ciudad, por una generación y más aún, ha sido el mayor enigma para el evangelismo adventista. Sus junglas de cemento, cromo y neón han frustrado nuestros planes. Sus paredes de sofismas, indiferencia y preocupación han parecido impenetrables. El mismo tamaño de la ciudad ha convertido la tarea en algo formidable. Porque, ¿cómo puede una sola voz, aun en el mayor de los auditorios, alcanzar los millones de una hirviente metrópoli?

Y los grandes centros no son el único problema. Millones viven en los suburbios. Aun las vastas áreas rurales son como unidades esparcidas de la ciudad, porque la radio y la televisión han repartido uniformemente nuestra cultura sobre el campo. El hombre de campo ve los mismos programas, comparte las mismas esperanzas y temores, habla el mismo lenguaje que sus primos de la ciudad.

Y la ciudad no se da cuenta del peligro que corre. Pero hoy, tan ciertamente como en los días de Abrahán, los ángeles de la destrucción se están dirigiendo hacia la ciudad. Y su misión no puede ser postergada por mucho tiempo.

Vendrán Calamidades

“Se me pide que declare el mensaje de que las ciudades llenas de transgresión y pecaminosas en extremo, serán destruidas por terremotos, incendios e inundaciones… Acontecerán calamidades, calamidades de lo más pavorosas, de lo más inesperadas; y estas destrucciones se seguirán la una a la otra… Las ciudades de las naciones serán tratadas con estrictez, y sin embargo, no serán visitadas al extremo de la indignación divina, porque algunas almas renunciarán a los engaños del enemigo, y se arrepentirán y convertirán” (Evangelismo, págs. 22, 23).

Y escuchemos esto:

“La carga de las necesidades de nuestras ciudades ha descansado tan pesadamente sobre mí que a veces me ha parecido que me estaba muriendo” (Evangelismo, pág. 34).

¡Que Dios nos haga sensibles a la necesidad!

Durante el año 1961 comenzó un gran incendio en las asoleadas colinas de Los Ángeles, que se esparció como un holocausto en el barrio residencial de Bel-Air. Un reportero le pidió a la actriz de cine Zsa Zsa Gabor que comentara acerca de la total destrucción de su costosa mansión, y su respuesta sería digna de ser puesta en un marco si no fuera tan trágica. Ella dijo: “No tenía idea de que una cosa semejante pudiera ocurrir en un barrio tan elegante”.

¿Por qué no nos dijeron ustedes eso?

¿Qué le hace pensar a usted eso?

“En visiones de la noche pasó delante de mí una escena muy impresionante. Vi una inmensa bola de fuego caer entre hermosas mansiones, provocando su destrucción instantánea. Oí que alguien decía: “Sabíamos que los juicios de Dios estaban por venir sobre la tierra, pero no pensábamos que vendrían tan pronto”. Otros, con voces agonizantes, decían: “¡Ustedes lo sabían! Entonces ¿por qué no nos lo dijeron?” (Id., pág. 43).

Dios está por llegar a cuentas con las ciudades. Dios tocará a las ciudades. Y los edificios más hermosos y más a prueba de fuego se derrumbarán como a cenizas de la extremidad de un cigarrillo. Edificios perfectamente seguros, según las normas modernas, serán consumidos como resina. Los departamentos incombustibles serán inútiles cuando Dios permita que se enciendan los fuegos del juicio.

Esto es lo que me pone intranquilo. Esto es lo que hace intranquilos a los ángeles. Hay tan poco tiempo, ¡y hay tanto en peligro!

Dios está por arreglar las cuentas con las ciudades. Él es un Dios de amor, pero yo le garantizo que él no va a tener que pedirles disculpas a Sodoma y Gomorra. Los ángeles de la destrucción ya están en marcha. Y, ¿dónde están los Abrahanes que intercederán por la ciudad?

Yo le pregunto: ¿Podría Abrahán haber visto a Dios si no hubiera intercedido? ¿Podremos nosotros ver a Dios si no lo hacemos?