El dramático efecto de la mente sobre el bienestar físico ha sido reconocido durante siglos tanto por los practicantes de medicina como por los no profesionales, a pesar de la falta de explicaciones específicas. “El corazón alegre constituye buen remedio” (Prov. 17:22), dijo Salomón hace unos tres mil años; la validez científica de esta declaración ha sido verificada por la tecnología médica actual.

El control mental de los procesos corporales “involuntarios” se conoce desde hace muchos siglos. Los que practican zen y yoga pueden controlar el ritmo del latido de sus corazones, el cambio de temperatura en regiones localizadas del cuerpo, y controlar varias otras funciones fisiológicas consideradas normalmente fuera de la voluntad consciente. Los bailarines de la primitiva danza del fuego caminan descalzos sobre carbones encendidos, para asombro de quienes los observan. Mucha de la duda con respecto a tales fenómenos ha sido eliminada ahora por el desarrollo actual de una ciencia muy popular: la realimentación biológica. Desde 1968, cuando José Kamiya publicó por primera vez sus descubrimientos de que la gente puede controlar sus propias ondas cerebrales, la realimentación biológica se ha refinado mucho. Usando dispositivos de registro tales como el electroencefalógrafo (EEG), se puede enseñar a las personas a observar las así llamadas ondas alfa del cerebro y, al hacerlo, aprender a relajarse, a sobreponerse al temor, a controlar las secreciones hormonales y, de acuerdo con algunos investigadores, aun curar los dolores de cabeza, el insomnio y ciertas enfermedades.[1]

Un experimento realizado por el investigador en procesos cerebrales Paul Pietsch en 1972 demostró dramáticamente que la actividad corporal está bajo control directo del cerebro. Pietsch eliminó el cerebro de una salamandra (un animal que normalmente se alimenta de lombrices y otros invertebrados) y trasplantó en su lugar el cerebro de un renacuajo de la rana leopardo, un animal que se alimenta de vegetales. Sorprendentemente, la salamandra sobrevivió a la operación y desde entonces rehusó comer lombrices, pero se alimentó en cambio de los vegetales que normalmente come el renacuajo.[2]  La Biblia, aunque no es un libro dedicado a la ciencia, provee evidencia notable del efecto de la mente sobre el cuerpo. Lucas 8 habla de un hombre que, poseído por demonios, podía romper las cadenas que se usaban para atarlo, un hecho imposible para una persona normal. El versículo 35 indica que cuando Cristo lo sanó, el hombre volvió a “su cabal juicio’’. Elena G. de White también habló acerca de la influencia de la mente en el sanamiento de las enfermedades: “Muy íntima es la relación entre la mente y el cuerpo… La condición de la mente influye en la salud mucho más de lo que generalmente se cree… Algunas veces la imaginación produce la enfermedad, y es frecuente que la agrave. Muchos hay que llevan vida de inválidos cuando podrían estar buenos si pensaran que lo están”.[3]

Las publicaciones científicas recientes proveen una confirmación muy sólida para esto. El Johns Hopkins Medical Journal informó que las doctoras Bárbara J. Betz y Carolina B. Thomas dijeron: “Las personas que tienen temperamentos irregulares parecen tener una posibilidad mucho mayor de desarrollar enfermedades serías y de morir jóvenes que las que tienen otro tipo de temperamento”.[4] Diana Hales, ex directora de New Physician y redactora contribuyente del Science Year, expresó una opinión semejante declarando que la personalidad afecta la vulnerabilidad a las enfermedades. Entre las evidencias que apoyan esta declaración relata el perfil que los investigadores desarrollaron para una persona que sufre de artritis reumática: “Una persona tímida, inhibida, perfeccionista, que se sacrifica, incapaz de expresar ira u hostilidad, y a menudo afectada por tensiones no resueltas”. Ella propone que, así como las emociones negativas desgastan nuestra resistencia a las enfermedades, las emociones positivas tales como el gozo, el amor y el afecto puede conservar y restaurar nuestra salud.[5]

La evidencia experimental acerca del efecto curativo del placebo, producida por Norman Cousins, provee un apoyo adicional. En un experimento la mitad de un grupo de pacientes con úlceras sangrantes recibieron una prescripción descripta como “una droga nueva y muy efectiva”. La otra mitad recibió la misma receta, pero se le dijo que era una “nueva droga experimental” que se estaba ensayando. El 70% del primer grupo experimentó una mejoría significativa, mientras que solamente el 25% del segundo grupo mejoró. En realidad, ambos grupos recibieron un placebo. Resultados semejantes se obtuvieron con pacientes que fueron tratados por depresiones mentales suaves que recibieron placebos después que les fueron suspendidos los antidepresores regulares. Cousins cita a un investigador, el Dr. Arturo K. Shapiro: “Los placebos pueden tener un efecto profundo sobre las enfermedades orgánicas, incluyendo las enfermedades malignas incurables’’. En las propias palabras de Cousins: “El placebo no es tanto una píldora como un proceso… El placebo es el doctor que tenemos adentro”.[6] El consenso de los expertos que estudiaron el efecto del placebo parece ser que la confianza del paciente en el médico que administra el placebo activa el cerebro, el que a su vez pone en marcha el sistema endocrino del cuerpo para producir hormonas que regulan la fisiología del cuerpo al controlar la enfermedad.

El hecho de que el estrés mental pueda tener efectos dramáticos sobre la fisiología del cuerpo fue recientemente confirmado por el investigador del cáncer y microbiólogo Dr. Vernon Riley.[7] Su trabajo fue diseñado para probar los diversos efectos que producían en las ratas las situaciones de tensión tales como terror, hacinamiento y manipuleo. Pudo demostrar que entre los muchos cambios bioquímicos que ociaren como respuesta a la ansiedad hay un marcado incremento en la secreción de corticosterona de la corteza suprarrenal bajo la activación del hipotálamo del cerebro. Este aumento en los niveles de corticosterona resultó en una dramática disminución de la respuesta de inmunización del cuerpo a las enfermedades, debida a la reducción en el número de linfocitos circulantes (glóbulos blancos de la sangre que luchan contra los gérmenes invasores), una disminución en el tamaño del timo (una glándula que está íntimamente involucrada con la resistencia a las enfermedades), y una pérdida en la masa de tejido del bazo y de los nódulos linfáticos. Estos animales con estrés mostraron una marcada reducción de su resistencia a las infecciones virales y a otras enfermedades relacionadas con el control inmunológico, y fueron menos capaces de defenderse contra las células cancerosas que les fueron inoculadas. Además, el crecimiento del tumor fue grandemente acelerado en las ratas cuando de entre dos y veinte fueron puestas en una sola jaula en comparación con las que estaban en jaulas individuales.

J. P. Henry y J. Meehan apoyan los descubrimientos de Riley con respecto al efecto del estado emocional sobre las secreciones del riñón. En su libro Cerebro, conducta y enfermedad corporal, señalan que la médula suprarrenal libera potentes neurotransmisores químicos cuando el temor o la ira es un componente de la estimulación. En efecto, una percepción creciente de la relación entre el cuerpo y la mente en el control de las enfermedades ha conducido al desarrollo de una nueva disciplina, llamada la psiconeuroinmunología, dentro del campo de la medicina de la conducta.

Recientemente el neurofisiólogo Leslie L. Iverson hizo la intrigante sugerencia de que el cerebro puede tener alguna sustancia productora de ansiedad y aliviadora de ella que no ha sido descubierta todavía.[8] Tal observación puede muy bien ser cierta; la actitud y la conducta de las personas pueden alterarse fácilmente mediante el suministro de diversos agentes psicotrópicos tales como tranquilizantes, sedativos, estimulantes y alucinógenos. Estos agentes son efectivos porque a menudo imitan o neutralizan naturalmente los productos químicos que funcionan dentro del sistema nervioso.

En la medicina moderna se conocen varios de estos agentes químicos que afectan al cerebro, los llamados neurotransmisores. De acuerdo con Iverson, se conocen o se sospecha que en el cerebro son transmisores unas treinta sustancias. (Algunos científicos estiman que son cerca de cien.) Se sabe que muchas de ellas están relacionadas con el control de los estados emocionales. De acuerdo con Ricardo Restak, la adrenalina, la noradrenalina y la dopamina son neurotransmisores que ocurren en forma natural, y que se sabe que están relacionados con el odio, la furia, el temor, el placer, la motivación y el alborozo.[9]  Además señala que las drogas que producen depresión, como la reserpina, originan su efecto causando la desaparición de los neutransmisores naturales serotonina y noradrenalina. Estas drogas restauran los niveles normales de estas sustancias transmisoras o incrementan la efectividad de su función como antidepresoras.

Los neurotransmisores funcionan en lugares específicos del sistema nervioso llamado sinapsis. Estas pequeñas brechas entre las terminaciones de las fibras nerviosas interconectadas sirven para regular el pasaje de los impulsos nerviosos. Algunas sinapsis tienen una función estimulante y fortalecen el pasaje de los impulsos de fibra a fibra. Otras tienen una función inhibidora, impidiendo el pasaje de ciertos impulsos, y consecuentemente impide que el cuerpo responda a los estímulos irrelevantes. Si una sinapsis es excitante o inhibidora depende parcialmente del tipo de sustancia transmisora segregada por la terminación nerviosa en la sinapsis, y parcialmente de la naturaleza del lugar receptor sobre el cual actúa el transmisor. Cuando las fibras excitantes e inhibidoras convergen en la sinapsis, lo que determina si una neurona (fibra nerviosa) producirá un impulso o no es la suma de los efectos excitantes o inhibidores. Como el estado mental de una persona puede regular la química del cerebro, el tipo de sustancias transmisoras liberadas más abundantemente en el cerebro dependerá mayormente de la actitud cultivada de la persona. Cuanto mayor sea la duración de un determinado esquema mental, tanto mayor será el efecto de los transmisores asociados en la fisiología del cerebro. Algunos investigadores del cerebro dicen ahora que no hay pensamientos retorcidos sin una molécula retorcida.

Es importante notar que las células del cerebro que producen un transmisor particular no están distribuidas al azar, sino que están localizadas en racimos específicos. En consecuencia, varios estados fisiológicos y actitudes pueden ser inducidas por la estimulación de áreas específicas del cerebro. De acuerdo con los informes de diversos investigadores, se pueden producir reacciones significativamente diversas al activar centros cerebrales separados por no más de unos pocos milímetros. El significado de este punto reside en el hecho de que el uso repetido de un determinado circuito neural produce cambios que facilitan progresivamente el uso de ese circuito. Esto, como sugiere David Hubel (Premio Nobel 1981), puede ser la base del fortalecimiento de la memoria por la repetición.[10]

Una combinación particular de estímulos, si se repite, puede fortalecer un posible camino entre muchos en una estructura neural. Si es así, entonces una persona puede cultivar ciertas actitudes específicas por pensar habitualmente en ciertos pensamientos, y siendo que estas actitudes emanan de una estructura cerebral que libera transmisores específicos, este sendero cerebral usado con frecuencia produce un esquema característico de conducta. Así, una actitud feliz, cultivada persistentemente, llega a ser un fenómeno fisiológico que está fijo en el sistema nervioso y gradualmente llega a ser automático. Como Pablo señala: “Mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen’’ (2 Cor. 3:18). Si, como dice Salomón, “el corazón alegre constituye buen remedio”, entonces ello resultará en bienestar físico. Una actitud de malhumor tendrá un efecto opuesto.

La tecnología médica sugiere que el esquema de pensamientos puede afectar la salud de una persona por la liberación, en el sistema nervioso, de agentes químicos que tienen efectos dramáticos en la fisiología corporal. De ese modo, pensamientos placenteros pueden producir una sensación de alegría debido a que son mediados por neurotransmisores que tienen un efecto estimulante, mientras que los pensamientos siniestros, de ira o de resentimiento, pueden producir productos químicos que tienen un efecto deprimente o reducen la capacidad del cuerpo para resistir las enfermedades.

Si el esquema de pensamiento de una persona puede afectar su salud, entonces los procesos mentales también pueden tener una fuerte influencia sobre el bienestar espiritual, porque es por medio de la mente que el hombre se puede comunicar con Dios. La advertencia de Pablo: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo Jesús” (Fil. 2: 5) sugiere que lo que pensamos es lo que somos en realidad. No somos necesariamente lo que pensamos que somos; ¡más bien somos lo que pensamos! Nuestras palabras, nuestras acciones, nuestras actitudes, son todas expresiones de nuestros pensamientos, de nosotros mismos.

El darnos cuenta de que los esquemas de pensamiento pueden llegar a fijarse por el uso repetido de los circuitos neurales que los producen, debiera motivar fuertemente a los cristianos a tomar en serio el consejo de Pablo en Filipenses 4: 8 de sólo pensar en aquellas cosas que son verdaderas, honestas, justas, puras, amables y de buen nombre. Isaías declara que Dios habita con los de corazón contrito y humilde. (Véase Isa. 57: 15.) Se sugiere así que la presencia permanente del Espíritu Santo quedará con nosotros solamente cuando la mente se mantenga en un estado de constante receptividad. Este estado receptivo puede cultivarse a través del hábito de la meditación y la oración con la sensación de la presencia de Dios. “Orad sin cesar”, se nos amonesta (1 Tes. 5: 17). Elena G. de White describe este estado en las siguientes palabras: “Y si nosotros consentimos, se identificará de tal manera con nuestros pensamientos y fines, amoldará de tal manera nuestro corazón y mente en conformidad con su voluntad, que cuando le obedezcamos estaremos tan sólo ejecutando nuestros propios impulsos”.[11]

Así como la repetición profundiza las impresiones en la mente, parece que la supresión repetida de ciertos procesos neurales puede resultar en una gradual disminución de la habilidad de responder a los estímulos mentales asociados. Esto se ha demostrado en algunos invertebrados sencillos como los moluscos. En su estudio de los circuitos neurales en el molusco Aplysia, el investigador del cerebro Eric R. Kandel mostró que la habituación, una gradual disminución en la fuerza de la respuesta conductual a una estimulación específica, resulta de una disminución progresiva en la cantidad de transmisores producidos por las células nerviosas y enviadas a las células blanco que ellas atienden.[12]  Después de ocho días de habituación, el 30% de las conexiones sinópticas ya no eran efectivas. Aunque no se puede con certeza hacer correlaciones entre los procesos neurales de los animales inferiores y los del hombre, es poderosa la implicación de que pueden ocurrir cambios permanentes en el sistema nervioso cuando ciertos caminos neurales no se usan debido a la supresión de los estímulos que debieran activarlos. Así, llega a ser progresivamente más difícil responder a las sugerencias del Espíritu Santo si habitualmente suprimimos los impulsos repetidos para responder.

La mente es el medio por el cual Dios se comunica con los hombres. Es la mente del hombre la que lo hace humano, creado a la imagen de Dios; y es por la renovación de la mente que llegamos a ser hijos de Dios. El poder de la mente para influir sobre el cuerpo y el espíritu no pueden ser sobreestimados. Tanto nuestro bienestar físico como el espiritual dependen de una buena salud mental.

Los estudios médicos modernos están verificando la antigua sabiduría de Salomón. Un espíritu de gratitud y alabanza aparentemente promueve la salud del cuerpo y el alma. ¿No es acaso, entonces, un deber positivo resistir la melancolía, los pensamientos de descontento y los sentimientos negativos? ¿Será entonces un deber así como lo es la oración? Los cristianos tienen muchas razones para ser la gente más feliz del mundo y, si Salomón está en lo correcto, ¡los más sanos también!

Sobre el autor: Norman L. Mitchell es profesor asociado de biología en la Universidad Loma Linda, Loma Linda, California.


Referencias

[1] Scott Morris en Readings in the Life Sciences, S. Wilson and R. Roe (New York, West Publishing Company, 1975), pág. 247.

[2] Paul Pietsch, “Shuffle Brain”, Harper’s Magazine, mayo de 1972, pág. 41.

[3] E. G. de White, El ministerio de curación, pág. 185.

[4] Edward Edelson, “News from the World oí Medicine”, Reader’s Digest, noviembre de 1979, pág. 206.

[5] Diana Hales, “Psycho-immunity”, Science Digest, noviembre de 1981, pág. 12.

[6] Norman Cousins, “The Mysterious Placebo”, Saturday Review, 1o de octubre de 1977, pág. 8.

[7] Vernon Riley, “Psychoneuroendocrine Influence on Inmunocompentence and Neoplasia”, Science, vol. 212, 5 de junio de 1981, pág. 1100.

[8] L. L. Iverson, “The Chemistry of the Brain”, Scientific American, septiembre de 1979, pág. 134.

[9] Ricardo Restak, “Psychochemistry of the Brain”, en Mind and Super-mind, editado por Albert Rosenfeld (New York, Holt, Rinehart and Winston, 1977), pág. 88.

[10] David Hubel, “The Brain”, Scientific American, septiembre de 1979, pág. 44.

[11] E. G. de White, El Deseado de todas las gentes, pág. 621.

[12] Eric R. Kandel, “Small Systems of Neurons”, Scientific American, septiembre de 1979, pág. 66.