Cualquier desarrollo que logremos de nuestra capacidad para la expresión poética será, sin duda, la pauta de nuestros sermones. La Biblia debería servir de incentivo para el uso del lenguaje figurado. ¡Qué riqueza de analogías encontramos allí!

¿Como podría presentar las verdades del Evangelio de modo que atraiga la atención de las personas que están tan familiarizadas con ellas de suerte que ya no las impresionan?

James Boswell, en su libro Vida de Johnson, registra la siguiente conversación sostenida entre Oliver Goldsmith y Samuel Johnson. Goldsmith dijo:

—Deseo que aceptemos a algunos nuevos miembros del Club Literario para darle una agradable variedad, puesto que ya no puede haber nada nuevo entre nosotros; ya hemos explorado mutuamente nuestras mentes.

Pero Johnson resistió la implicación y dijo:

—Señor, usted no ha explorado lo suficiente mi mente, se lo aseguro.

A pesar de la confianza que Johnson tenía en la infinitud de su mente, creemos que Goldsmith juzgaba mejor las cosas. Luego de estar asociados durante muchos años estos hombres ya no extraían de sus discusiones la inspiración que antes les había parecido tan estimulante. Ya habían explorado absoluta y recíprocamente sus mentes. Ya sus pláticas no podían generar nuevas contribuciones.

Sin embargo, sabemos que aquellos hombres continuaron leyendo los escritos de unos y otros con sumo interés. ¿Por qué? El inagotable placer que hallaban los unos en los escritos de los otros no se explica sólo diciendo que creaban cada día nuevas estructuras de pensamiento, en la quietud de sus estudios. Pero el encanto básico de sus escritos radicaba en el hecho de que vestían siempre con nuevo ropaje las estructuras que les eran muy familiares. La antigua estructura ya no era tan interesante, pero el nuevo ropaje con que la presentaban sí lo era.

El arte de mantener el interés mediante la expresión fresca de las antiguas verdades se aplica a la predicación. Los miembros de la iglesia han explorado ampliamente todas las verdades básicas del Evangelio. Por eso el predicador efectivo es aquel que expone las verdades antiguas básicas con un nuevo colorido. Una verdad primitiva aparece revitalizada cuando se le contempla vestida con nuevo atuendo.

La predicación más efectiva es aquella en la cual el predicador desarrolla el tema por medio de una analogía novedosa. Por ejemplo, supongamos que el predicador quiera pronunciar un sermón acerca del plan personal de benevolencia sistemática. Su congregación ha escuchado tantas arengas acerca de la mayordomía a través de los años, que es capaz de escuchar un sermón sobre ese tema sin impresionarse. Pero el predicador anuncia su tema como: “El cruce del Rubicón”. Y su sermón consiste en el desarrollo de la idea de que la cartera de una persona es el Rubicón que la separa de un discipulado plenamente consagrado. Ser capaz de cruzar el Rubicón de la cartera es la prueba del cristiano. Así, el predicador logra que la congregación piense en forma novedosa acerca de un antiguo tema. En lo sucesivo, dar, será para ella, el cruce del Rubicón.

Pero consideremos un tema más teológico, digamos, la justificación por la fe. Es posible que el predicador atosigue a Su congregación con términos harto trillados y repetitivos escuchados a través de los años. Pero, si su sermón ha de ser efectivo, deberá presentar esta doctrina cristiana fundamental en forma tal que cautive la mente de sus oyentes. Por ejemplo, podría pedir prestado a Emerson la ¡dea y anunciar su tema como: “Unciendo su carro a una estrella”.

Ya que las personas no son juzgadas sólo por lo que hacen sino por los ideales morales y espirituales que albergan en sus corazones a lo largo de su vida, es importante para ellos atar sus carros a la estrella de Cristo. La dirección en la cual se mueven es la que los salva, no sus logros.

Desafortunadamente, predicar cada vez en términos novedosos requiere cierta habilidad (o persistencia) que la mayoría de nosotros no posee. Es posible que de vez en cuando nos golpee un súbito soplo de inspiración, pero normalmente nuestra mente navega por los insípidos canales de la expresión y el pensamiento comunes, como el tronco es atraído por un remolino. De más está decir que lo que importa es evitar la caída en el remolino. “Dadles maná nuevo de los cielos”, decía con insistencia Spurgeon a sus estudiantes, “no las mismas cosas una y otra vez, en la misma forma ad nauseam, como el pan hecho en casa que se corta de la misma manera todo el año”.[1]

Fresco como el arco iris

Aunque no siempre seamos capaces de urdir las verdades que predicamos con una trama original, el menos dotado de nosotros puede elevar el nivel de interés de sus sermones, y mejorar en gran medida la calidad de su predicación, mediante el uso del lenguaje figurado. Podemos aprender a hacerlo si somos constantes en nuestros esfuerzos y disciplinados en nuestro pensar. Si lo hacemos, seremos capaces de exponer la declaración más sencilla en forma novedosa y fresca como un arco iris que se proyecta en la cálida lluvia primaveral.

A fin de ser predicadores efectivos, deberíamos participar, en cierto grado, de la naturaleza de los poetas. Deberíamos ejercitar nuestras mentes, tan a menudo como sea posible, en el uso de analogías al expresar nuestros pensamientos; deberíamos ser creadores de metáforas y constructores de frases.

La escritora de discursos políticos Peggy Noonan sugiere que “la poesía tiene mucho que ver con los discursos —cadencia, ritmo, figuras, conocimiento de la magia de las palabras, pues éstas, al igual que los niños, tienen la virtud de hacer danzar hasta un corazón tan torpe como un saco de frijoles”. Ella ha dominado el arte de convertir “los impulsos del orador en palabras aladas”. Escribió para Dan Rather esta bella frase: ‘El otoño ha caído como un bello fruto’, y luego esto que es lo más lírico que jamás pronunció Ronald Reagan: “La tripulación del Challenger nos ha lanzado hacia el futuro, y nosotros continuaremos siguiéndolos”.[2]

La mayoría de nosotros sólo puede aspirar a un éxito incipiente en este arte, pero cualquier desarrollo que logremos de nuestra capacidad para la expresión poética será, sin duda, la pauta de nuestros sermones.

Hay infinidad de modos de expresar nuestros pensamientos. Podríamos decir, “nunca capture un pensamiento sin probar sus posibilidades de expresarlo en forma original”, o, “nunca sepulte un pensamiento en la tumba de la vulgaridad, cuando el toque de la originalidad podría hacer resurgir el aliento de vida”, e incluso, “nunca arrope un pensamiento con los andrajos de la expresión vulgar si la imaginación puede tejer una nueva y más colorida vestimenta para él”.

George E. Sweazey nos insta a “evitar la palabra obvia en favor de otra inesperada…” Cuando usted descubre una frase memorable sería bueno preguntarse de dónde surgió. Una frase como “se supone que la vida es grande”, puede pasar por muchas etapas hasta que llega a ser “la vida no es un vil despojo a través del cual tenemos que arrastrarnos”. O tal vez esta frase: “tu sabías que era un buen hombre cuando lo viste pasar”, tuvo que dar muchas vueltas en la mente del autor antes de convertirse en “cuando caminaba, su pie izquierdo decía ‘amén’ y el derecho contestaba ‘aleluya’ “.[3]

Dando vida al retrato

Una declaración abstracta es como el bosquejo temático que hace el artista para un retrato. El tema está allí, pero todavía yace sin vida. Las metáforas y los símiles extraídos de la existencia hacen por la declaración abstracta lo que el artista por el retrato cuando añade los retoques que dan expresión a los ojos, carácter al rostro y vida al sujeto.

La Biblia debería servir de incentivo para el uso del lenguaje figurado. ¡Qué riqueza de analogías encontramos allí! Los profetas inspirados y los maestros de los hebreos escucharon a toda la creación proclamando su confirmación de todas las verdades fundamentales.

“¿Mas dónde se hallará la sabiduría? ¿Dónde está el lugar de la inteligencia?… el abismo dice: No está en mí; y el mar dijo: Ni conmigo” (Job 28:12-14).

Aquí está uno de los secretos de la Biblia que iluminan la vida. El brillo de muchas analogías influye sobre las experiencias y los valores humanos. Cada nueva metáfora y cada nuevo símil ensancha nuestra comprensión y apreciación. Todas las verdades cobran nuevo significado a medida que las mentes amplias y perceptivas de los profetas hebreos escudriñan los cielos y la tierra con oídos atentos para escuchar todas y cada una de las voces. Si no hubiera sido así, es casi seguro que sus enseñanzas habrían caído en oídos sordos. Las verdades sin vida, esquematizadas y bosquejadas habrían perdido gran parte, cuando no todo su significado.

Jeremías hizo una impresionante advertencia comparando a quienes habían sido llevados cautivos a Babilonia con una canasta de buenos higos, y a los culpables que permanecieron en Judá, con una canasta de higos podridos. La analogía de los higos buenos y los podridos obliga a considerarla. Es imposible pasarla por alto.

Isaías atrajo la atención a la liberalidad con que Jehová distribuye sus bienes entre su pueblo indigno, comparando sus acciones con un mercado muy singular donde los mercaderes no negocian y donde el vino y el aceite pueden ser comprados sin dinero y sin precio.

La visión del valle lleno de huesos secos de Ezequiel fue el ariete irresistible de una figura que se abrió paso a través de las barreras del letargo intelectual hasta los atrios interiores del interés del pueblo. “Muertos en delitos y pecados”, ¿es una perogrullada? No para Ezequiel ni para quienes lo escucharon hablar.

O volvámonos al Nuevo Testamento y estudiemos las figuras que Jesús usó para describir el peligro de las riquezas o del formalismo religioso, o para describir el contraste entre el pecado y la justicia. Si intentáramos citar todos los ejemplos del lenguaje figurado que hay en la Biblia, tendríamos que reproducir una gran porción de su contenido.

Pruebe estos ejercicios

Es posible que nuestra familiaridad con la Biblia haya atenuado su fuerza inspiradora en el uso del lenguaje pintoresco. Si es así, haríamos bien en dedicar algún tiempo al estudio de la mejor poesía, concentrándonos en el uso de metáforas y símiles. Por ejemplo, estas metáforas de Rubén Darío:

Astros niños que ensayan su dulce parpadeo.

O esta otra:

Sobre la arena dejan los cangrejos la ilegible escritura de sus huellas.

O estas de Amado Nervo:

En la armonía eterna pecar es disonancia; pecar proyecta sombras en la blancura astral.

El justo es una música y un verso, una fragancia y un cristal.

Recordemos que Paul Ricoeur decía que la metáfora no sólo adorna y embellece el estilo, sino que expresa más, y dice más que el lenguaje ordinario.

Otro ejercicio puede consistir en tomar la frase introductoria de su siguiente sermón y ver en cuántas formas puede expresar el mismo pensamiento. Luego elija la más vivida. Después haga lo mismo con el resto del sermón. ¡Así revolucionará su predicación!

A semejanza del reloj, también necesitamos ser golpeados antes de dar la hora. Sólo podremos producir figuras de lenguaje originales merced a una laboriosa labor intelectual al realizar nuestro estudio. Pero no deberíamos desalentarnos por eso. Incluso los distinguidos literatos del círculo del Dr. Johnson habían explorado las mentes de sus contertulios en la conversación espontánea, dejando todo lo que era fresco e interesante para crearlo en la tranquila contemplación de sus horas de reflexión. Por supuesto, nuestros logros en este arte dependerán de nuestras habilidades, pero el menos dotado de nosotros puede “uncir su carro a una estrella”.

Lutero dijo: “Háblele al cocinero y le escuchará el rey”. Ese es el tipo de lenguaje que la iglesia necesita con urgencia hoy —no lenguaje ordinario, sino uno que trata las verdades familiares, pero esenciales, que hemos sido llamados a impartir de un modo distinto, de tal suerte que cautive la mente de los oyentes.

Cómo renovar su lenguaje cada día

1.Haga memoria continuamente de la importancia y el poder de las palabras leyendo a aquellos escritores cuyo profesionalismo los habilita para rendir este servicio. Entre otros podemos citar a José Ingenieros, Octavio Paz y Unamuno. Por supuesto, no podemos pasar por alto el abundante testimonio de la Escritura (Isa. 50:4-6; 55:10, 11; Mat. 12:33-37; Rom. 10:1-14, entre muchos otros ejemplos).

2.Escriba cartas personales a sus amigos o familiares. De todas las formas escritas las epístolas son las que más se acercan a la expresión verbal.

3.Cada cinco o seis semanas haga una revisión crítica de sus sermones en busca de frases gastadas. Recuerde que éstas se deslizan hacia el interior de los temas casi imperceptiblemente. Si descubre una de ellas, póngala en el estante durante un tiempecito. Concédale un descanso y se revitalizará Sola.

4.Escuche la conversación de personas cultas, no fisgoneando ni violando la intimidad ajena, sino en el devenir de la vida pública. Aeropuertos, autobuses, aviones, bancas de los parques, museos y restaurantes ofrecen abundantes oportunidades. Estas experiencias pueden ser especialmente útiles cuando ocurren en regiones del país, fuera de la nuestra. Diferentes acentos, dialectos e idiomas motivan a volver al rico filón del lenguaje simple.

5.Aproveche la oportunidad de conversar con alguna persona que está luchando por aprender el español… Tales pláticas nos obligan tanto a escuchar cada palabra como a seleccionar cuidadosamente nuestro propio vocabulario, y a menudo a buscar sinónimos o frases alternativas. Irónicamente, las personas que desconocen prácticamente nuestra lengua materna pueden ayudarnos a volver a nuestro verdadero lenguaje.

6.Hable con niños pequeños, de preferencia con aquellos que frisan los tres a cinco años. Los niños de esa edad no sólo repiten lo que oyen, sino que crean sus propias frases y oraciones. En vista de que esta aventura les encanta, pueden llegar a fatigar a sus oyentes con su inagotable palabrería. Pero para el predicador, cuyo vocabulario ha descendido de meloso a insoportable, el valor reside en oír palabras pronunciadas por primera vez y oraciones formadas bajo nuevas estructuras. Hasta es posible que el predicador recobre la belleza de palabras desgastadas como patito, tía, dulce, carrito, Juan y Susana.

7.Como una práctica regular depure sus sermones de vez en cuando, localizando frases, ¡deas y conceptos vagos que son de difícil comprensión para los oyentes. Tome uno, y de ser posible la mayoría de ellos, y póngalo en una frase que afecte a uno de los cinco sentidos. No estoy diciendo que toda verdad y realidad pueden ser captadas a través de los sentidos, pero algunas sí. En otros casos los sentidos pueden fortalecer las facultades para comprender, clasificar y experimentar. Este ejercicio requiere esfuerzo continuo, pero los oyentes se deleitan con el predicador que pondera el peso de la envidia, el toque de la amistad, el olor de la muerte, el sonido de la juventud, el sabor del remordimiento y el color del gozo.

8.Ejercítese en juegos de palabras. Si no está familiarizado con ellos, invente algunos. Hasta podría constituir un pasatiempo familiar que elimine el aburrimiento propio de los viajes largos. Por ejemplo, diga “está durmiendo”, y pida a otros que adivinen el contexto por la forma como pronuncia la frase —el cuarto de un hospital, el salón de clases, un auditorio, la mesa del comedor, una reunión, etc. El número de esas frases y su contexto es infinito. O comience una historia original, cuando llegue a un punto crucial pida a la siguiente persona que la continúe hasta otro punto en el cual también la pasará a otra. O repita una frase tres veces, cambiando sólo las preposiciones y pregunte, ¿cuál es la más lenta? Por ejemplo, más allá del árbol, bajo el árbol, desde el árbol. O día a día, día tras día, de día en día.

Basta con esto, la idea es que el juego de palabras cansadoras puede impartir nueva vida a su sermón la próxima vez. Fred B. Craddock, Preaching (Nashville: Abingdon Press, 1985), págs. 198-200. Usado con permiso.

Sobre el autor: es secretario de la Asociación Ministerial de la Asociación General y dirige la educación continua del ministerio y los programas del Seminario P.R.E.A.C.H.


Referencias:

[1] Charles Spurgeon, Lectures to My Students, First and Second Series (New York, American Tract Society, s.f.), N° 1, pág. 211.

[2] Citado en Reader’s Digest, “Personal Glimpses”, mayo de 1989, pág. 184.

[3] George E. Sweazey, Preaching The Good News (New Jersey, Prentice Hall, Inc., 1976), págs. 154,155.