La carta a Filemón es una parábola del plan de redención.

Pablo ya era bastante anciano y se encontraba preso en Roma, cuando conoció a otro prisionero, un joven esclavo que había huido de la casa de su señor.

Aun cuando era cristiano y miembro asiduo de la iglesia de Colosas, este acomodado señor continuaba teniendo esclavos a su disposición, para el trabajo pesado; porque el cristianismo no había podido romper, todavía, la vieja y mala costumbre de la esclavitud.

Era ley en aquella época que un romano podía tener cuantos esclavos pudiera mantener. Sin tener derecho alguno, esos pobres esclavos eran forzados al trabajo y muchas veces tratados con azotes peor que a los animales.

Si intentaban escapar y eran capturados, su dueño tenía el derecho de castigarlos severamente hasta matarlos.

La ley incluso permitía, al señor cometía un crimen, ofrecer a su mejor esclavo para que pagara por el delito cometido.

“Si uno de ellos, por venganza o defensa propia, levantaba su mano contra su propietario, toda la familia del ofensor podría ser cruelmente sacrificada. Ante el más leve error, accidente o descuido, eran muchas veces castigados sin misericordia’ (HAp, p. 459).

Para comprender mejor la maravillosa carta de Pablo a Filemón, es bueno aclarar las circunstancias que llevaron al apóstol a escribirla.

La siguiente cita fue extraída de los escritos del comentarista inglés Dotyer Nicolás: “La esclavitud era considerada una de las maldiciones del Imperio Romano, y el abuso de esa práctica fue uno de los elementos que ocasionaron la caída del Imperio”.

El historiador Ginnon afirma que la mitad de la población del Imperio estaba compuesta por esclavos. Pero otros historiadores afirman, con seguridad, que la proporción llegaba hasta el 75% de esclavos. En función de esos números, se crearon leyes rigurosas para subyugarlos, con el fin de evitar que se rebelaran contra sus amos.

La ley romana estipulaba que el esclavo era propiedad exclusiva de su dueño, sin derecho alguno; por lo tanto, la fuga era castigada con la muerte.

Para el esclavo fugitivo, la ley ofrecía solo una esperanza: encontrar a alguien que intercediera por él ante el dueño, para que fuera aceptado nuevamente y retomase sus actividades.

Todo indica que, antes de salir de casa, el fugitivo de nuestra historia había robado algo valioso de su amo. Tal vez joyas, ropas festivas, o monedas de oro o plata. No se tiene certeza de lo que haya robado, pero lo cierto es que había huido.

Para el esclavo que robaba y huía, la fuga con robo era considerada un doble crimen; y la ley aplicada era la muerte sin clemencia. Y fue en esa situación difícil que el fugitivo Onésimo fue encontrado por el apóstol Pablo.

Onésimo, un nombre diferente, no tan bonito pero con un significado del todo especial: “Muy útil”.

Con certeza Filemón, el propietario y amo, esperaba que su siervo fuera realmente muy útil. Pero se decepcionó, pues Onésimo no actuó de acuerdo con el nombre que había recibido; por el contrario, se convirtió en un esclavo inútil.

Al huir hacia Roma, perdido en medio de la grande y populosa metrópolis, debió haber pensado que su amo jamás lo encontraría en medio de ese verdadero escondrijo. Se hallaba finalmente lejos de todo peligro.

En el Salmo 139, especialmente en los versículos 7 al 10, vemos la extensión de la omnipresencia de Dios. “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra”.

Muchas veces estamos tentados a considerar o tratar a Dios como si fuese un niño, con quien se juega a las escondidas. Si incluso hasta la mente humana, tan limitada, puede desempeñar un servicio de inteligencia casi perfecto, que descubre los engaños tan ingeniosamente ideados, imagine lo ilimitado de los ojos de Dios, que alcanza hasta las profundidades del alma.

Y aunque Filemón no sabía dónde encontrar a su siervo fugitivo, Dios sabía el lugar exacto donde encontrarlo.

Roma, ¡qué ciudad maravillosa! Onésimo estaba deslumbrado ante tanta gente, tantos carruajes, predios magníficos, tantas cosas para ver; sentía la sensación de la libertad.

Pero, aun así, Onésimo no debió de haberse conducido bien. No se sabe con certeza lo que sucedió, pero podemos imaginar que tal realizó algo grave, porque luego fue puesto en prisión. La Biblia no dice qué es lo que hizo, pero el hecho es que allí estaba él, en el infortunio de una húmeda, oscura y fría prisión. Dios había preparado un terreno fértil, en el que el apóstol Pablo debía lanzar la semilla del evangelio.

Aun en la prisión, Pablo continuaba enseñando acerca de Jesucristo a los guardias, los jefes, los prisioneros y los visitantes.

Y, al escuchar la predicación de Pablo, Onésimo sintió el terror de su pecado y comprendió que Dios es santo, y odia el pecado pero ama mucho al pecador. Se sintió triste y realmente arrepentido, pero se alegró por la certeza del perdón divino. Se convirtió en un cristiano sincero y, naturalmente, quería que su vida, a partir de entonces, agradara y glorificase a Dios.

Por otro lado, había algo que lo preocupaba y martillaba su conciencia: era la deuda que tenía con respecto a su amo. Así que planificó que, al salir de su prisión, volvería a Colosas y vería a Filemón. Le hablaría de su nueva vida, de su arrepentimiento, y le pediría perdón por todas las dificultades y los problemas causados por él contra su señor.

Arreglo de cuentas

Onésimo no sabía lo que sucedería al volver a casa, pero aun así quería poner todo en orden y, si fuera necesario, estaría dispuesto a morir para tener su vida ordenada de acuerdo con la voluntad de Dios.

Es bueno colocar las cosas en orden en nuestra vida y disfrutar de un vivir sereno, y una conciencia limpia y tranquila. Eso contribuye a la longevidad con calidad, proporcionando salud física, mental, moral y, sobre todo, espiritual.

Ciertamente, Onésimo le expuso su problema a Pablo, lo que llevó al apóstol a redactar una carta a Filemón, que el propio transgresor debía llevar a su dueño.

Notemos que la carta a Filemón está dividida en cuatro partes importantísimas. Esos tópicos son verdaderos ejemplos del auténtico y eficaz liderazgo de Pablo.

1. Humildad – Versículo 1: “Pablo, prisionero de Jesucristo […]”.

2. Valorización del liderado – Versículos 4 al 7.

3. Intercesión y pedido – Versículos 8 al 22: En los versículos 8 al 10, Pablo deja entrever nuevamente su sentido de humildad, sustituyendo lo que parecería arrogancia por un amor genuino.

4. Saludos y bendición – Versículos 23 al 25.

Destacamos el versículo 18 y la primera parte del versículo 19. Esos versículos tienen un mensaje muy interesante, pero sobre todo muy especial: “Y si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta. Yo, Pablo, lo escribo de mi mano; yo lo pagaré”.

Pagar una cuenta que no sea nuestra es bastante desagradable. Pero es común escuchar a personas que pasaron por esta desagradable experiencia. Por ingenuidad o tal vez por exceso de bondad, se convirtieron en fiadores de individuos que, a su vez, no asumieron sus deudas y dejaron que sus fiadores las pagaran por ellos. Cuando el deudor no paga, automáticamente su deuda es atribuida al fiador. El fiador muchas veces se sacrifica, y hasta incluso a su familia, para pagar la deuda y conservar el nombre limpio. Esa es la política del buen carácter.

Pero el apóstol Pablo fue diferente. Se dio por fiador a Onésimo sin ninguna objeción. Se dispuso a pagar de buen agrado la deuda de un esclavo aparentemente sin ningún valor. Como verdadero cristiano, Pablo podía mirar más allá de las apariencias, y supo reconocer en ese siervo a un ser muy valioso, razón por la que fue bien enfático al decir: “Y si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta. Yo Pablo lo escribo de mi mano; yo lo pagaré”. Pablo estaba dispuesto a pagar el precio con su propia vida, si fuese necesario.

El esclavo finalmente podía descansar en su ayudador y regocijarse como hombre libre, al tener su deuda paga por un mensaje escrito por un nombre de peso y una firma al final de la carta. Firmado: Apóstol Pablo.

Reconociendo nuestra pequeñez

Somos los “Onésimos” de esta vida. Dios nos hizo seres racionales, inteligentes, para que le fuésemos útiles. Todavía somos renuentes a vivir según su voluntad, y así seguimos chasqueando a nuestro Creador

Hace algún tiempo, un canal televisivo notificó el hecho de que algunos presos veteranos ganaron la libertad. En menos de un mes, algunos de ellos cometieron delitos que los llevaron de regreso a la prisión. Se acostumbraron tanto a ese hábitat, que no pudieron vivir afuera de él. Por más extraño que parezca este hecho, esa es nuestra realidad. Dios nos libertó del pecado, pero muchas veces insistimos en regresar a esa inmunda prisión. Cuestionamos la libertad que Dios nos ofrece y optamos por la libertad momentánea, haciéndole el juego al enemigo, que busca victimizarnos ante una visión ilusoria de la vida.

La Biblia, al igual que nuestra vida diaria, está repleta de ejemplos que nos alertan con respecto al peligro de distanciarnos de la protección de Dios. La vida distanciada de Dios desvirtúa y desestructura nuestro carácter, nos desequilibra mentalmente, destruye nuestra conciencia, nos descalifica para el cielo y, como suma de todo eso, nos impide sentir la felicidad que Dios reserva para sus hijos.

Reconociendo el sacrificio

Onésimo era un prisionero que pagaba el precio de su culpa. Pablo era un prisionero inocente; estaba preso por cuidar los intereses de Dios.

Morir por Cristo parece ser más fácil que vivir por Cristo. Por otro lado, nadie jamás se sometería a morir por Cristo sin haber vivido por él. Pablo vivió y murió por Cristo. Imaginar a Pablo muriendo por Cristo y a Cristo muriendo por la humanidad, son dos escenas parecidas. Cristo murió por amor a Pablo y Pablo murió por amor a Cristo.

Cristo fue crucificado entre dos ladrones, condenados a muerte por ser crueles y pecaminosos. El inocente Hijo de Dios fue condenado por esos dos malhechores que representan la condición de toda la raza humana dividida en dos clases: la que acepta y la que no acepta el sacrificio y la amorosa persona de Jesús como Salvador y Señor de su vida.

Cuando rechazamos el sacrificio de Cristo, volvemos a la condición de miserables prisioneros, avergonzados de su propia situación, infelices, con el corazón desesperado y despedazado por el síndrome del mal inútiles, sin procedencia, descalificados, huérfanos, desheredados de las bendiciones y de los bienes celestiales. Eso entristece el corazón de Dios.

Reconocer el perdón de Dios

La carta de Filemón es, sobre todo, una parábola extraordinaria del proceso de la redención.

Onésimo, el esclavo fugitivo, representa a los pecadores culpados, amarrados a los propios delitos con cadenas que ningún poder humano podrá romper jamás.

Filemón, el propietario de Onésimo, el amo victimado, representa a Dios, contra quien pecamos, pero que nos perdona y nos acepta de regreso con su abrazo de amor.

Pablo, el amigo fiador e intercesor, es aquí una figura de Jesucristo, que pagó la fianza e intercede por nosotros ante el Padre. Al contemplarnos con infinito amor, Cristo no tomó en cuenta nuestra condición de esclavos, fugitivos y prisioneros, sino que nos valuó individualmente con un precio incalculable. Es emocionante pensar que pagó el precio de cada ser humano. Habría muerto solo por ti, o solo por mí. “¡Nadie tiene mayor amor que este!” (Juan 15:13).

¿Cuál es mi vínculo con Cristo? ¿Cuál es mi grado de semejanza a él? ¿Cuál es la capacidad de mi amor por él? ¿Tengo amor suficiente para vivir y morir por Cristo como Pablo, que fue un imitador de él?

¡Gracias a Dios por la cruz pesada que colocó sobre los hombros del Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”

Gracias a Dios por la exclamación: Consumado es”, que es símbolo de nuestra salvación.

Y gracias a Dios por la tumba abierta y vacía, símbolo de la libertad y la vida eterna.

Al resucitar, Cristo escribía las últimas palabras de la más linda historia de amor de este mundo, y firmaba con su nombre: Yo, Jesucristo, escribo y pago la deuda del pecado con mi propia sangre. ¡Todo está pagado!”

Sobre la autora: Esposa de pastor, trabaja en la Asociación Central de Brasil, Rep. del Brasil.