Caminos seguros, a través de los cuales podemos cumplir la misión de un mundo relativista y globalizado.

Considere conmigo todo lo que ti tenemos y somos, como iglesia: nuestra fe, nuestra teología, nuestros valores, nuestra identidad, nuestra historia. Todo eso forma la pared en la que apoyamos nuestras espaldas. Y en ella nos recostamos, y de ella dependemos. Sentimos su solidez y su apoyo. No se desmorona; ni siquiera se ladea. Y, desde esta posición, observamos lo que tenemos por delante, recordando la clásica afirmación según la cual uno tenemos nada que temer en lo futuro, excepto que olvidemos la manera en que el Señor nos ha conducido y sus enseñanzas en nuestra historia pasada”.

Algunas veces, quedo admirado de que podamos estar más inclinados a observar la pared que está a nuestra retaguardia, examinándola, reparando eventuales brechas, que centrándonos en la dirección hacia la que debemos avanzar. Es aquí que siento el deber de recordar a todos: la única vida que tenemos para vivir es la que está delante de nosotros. Todas las atribuciones misioneras que debemos cumplir residen delante de nosotros. Todos los procedimientos adoptados, todos los ajustes estructurales que hacemos, el Manual de la iglesia y las creencias elaboradas; todo eso está establecido pensando en el futuro. Y debemos caminar en dirección al futuro, sin distanciarnos de la pared que está a nuestras espaldas. Constantemente debemos sentir su apoyo.

Delante de nosotros se extiende una apertura indefinida, un futuro potencialmente extraordinario, cuyo desafío no puede ser subestimado. ¿Cuáles son las fuerzas que deberían impulsarnos o podrían contenernos, en nuestra marcha hacia ese futuro?

Existen fuerzas dentro de la iglesia que están impulsando el adventismo alrededor del mundo; y hay fuerzas externas que nos causarán impacto. La gran cuestión es: “¿Cómo determinamos los límites que definirán la apertura en que nos estamos moviendo? ¿Cuáles son los parámetros que nos guiarán al futuro y que conservarán el viaje en seguridad?”

No podemos sencillamente mirar y decir: “Bien, no me gustó el escenario, y por eso no voy a continuar”. El futuro, con todos sus desafíos de globalización, diversidad y apertura, es el único lugar al que podemos ir. Debemos avanzar, sabiendo claramente quiénes somos y cuál es nuestra misión. Debemos caminar hacia el futuro, creativamente y sin temor, conociendo que todo ser humano que encontremos en el camino es objeto del amor salvífico de Dios. Debemos admitir que no sabemos precisamente lo que Dios requiere de cada cultura y en cada situación, para conducir a ese ser humano de la perdición a la salvación.

Lo que está claro, por otro lado, es que no podemos hacer misión si nos contentamos solo con reforzar la pared que está a nuestra retaguardia. Entonces, mientras nos movemos hacia el futuro, debemos también asegurarnos de que tenemos señalizaciones en lugares que podemos ver y en los que podemos confiar.

Así, con estas palabras introductorias, me gustaría abordar este artículo en dos secciones. La primera menciona las fuerzas, o realidades, dentro y fuera de la iglesia que, de alguna manera, nos causarán impacto y nos impulsarán como una comunidad global. En la segunda, veremos los marcadores que son necesarios en el camino que está delante de nosotros, que funcionarán como límites para que seamos mantenidos con seguridad.

Fuerzas de impacto

* Crecimiento rápido. Nuestro propio crecimiento rápido implica que la iglesia se hace más local y, así, más descentralizada en términos de administración y de atención. Aun cuando no sea necesariamente fruto de una decisión o un proceso deliberado, es simplemente un hecho, algo que sucede.

La expansión, numérica o territorial, hace que el tipo de control o de dirección emitidos a partir de una sede central, como la Asociación General o la División, por ejemplo, no siempre parezca técnicamente sustentable o efectivo; hay limitaciones logísticas de comunicación o barreras lingüísticas. Hasta puede haber dificultades políticas o gubernamentales que, a veces, limitan la participación de una sede internacional. Además, en muchos casos lo que lleva a aquella situación es sencillamente el desarrollo de un liderazgo local. ¿Estamos listos para eso? El rápido crecimiento y la expansión pueden no solo alterar el “peso” de la organización, sino también causar impacto en la unidad global de la iglesia.

* Contextualización del adventismo. Nuestras creencias están constantemente siendo filtradas a través de los prismas culturales, y esto podría traer como resultado un adventismo que tal vez pueda ser visto y sentido de manera diferente en varias partes del mundo. Por otro lado, es muy importante que estemos seguros de que, en este proceso, el corazón y el alma del adventismo permanezcan inalterados.

La contextualización, que es nada más y nada menos que transmitir un mensaje culturalmente apropiado, es un proceso inevitable. A nadie de nosotros se le solicita que rompa con su cultura para hacerse adventista. Es a través de nuestra cultura y de nuestra historia que experimentamos la vida, y eso no puede ni debería ser alterado. Dentro de los límites apropiados, la contextualización debe ocurrir. En este sentido, el consejo es claro: “El pueblo de cada país tiene sus propias características peculiares y distintivas, y es necesario que los hombres sean sabios para saber cómo adaptarse a las ideas peculiares del pueblo, e introducir de tal manera la verdad que pueda hacerles bien. Deben ser capaces de comprender sus necesidades y hacerles frente”.[1]

Es más: “Al trabajar en un campo nuevo, no creáis que es vuestro deber decir enseguida a la gente: Somos adventistas del séptimo día; creemos que el séptimo día es el día de reposo; no creemos en la inmortalidad del alma. Esto levantaría a menudo una formidable barrera entre vosotros y aquellos a quienes quisierais alcanzar. Habladles, cuando tengáis oportunidad, de puntos de doctrinas acerca de los cuales podáis estar de acuerdo con ellos. Espaciaos en la necesidad de la piedad práctica. Dadles evidencias de que sois cristianos, de que deseáis la paz y de que amáis sus almas. Dejadles ver que sois concienzudos. Así ganaréis su confianza; y luego habrá bastante tiempo para las doctrinas. Ganad el corazón, preparad el terreno, y luego sembrad la semilla presentando con amor la verdad tal cual es en Jesús”.[2]

En otras palabras, debemos compartir el mensaje de manera cortés, conduciendo al pueblo paso a paso. No hay dudas de que la capacidad que una persona tiene de recibir y comprender la verdad es modelada y condicionada por su propia historia y su cultura. Los más nobles y elevados valores solo pueden ser comprendidos y aceptados cuando están ligados a nuestras experiencias.

* Cambios demográficos internos. Nuestra iglesia se está haciendo “más joven” y “más moderna”. En las áreas en las que experimenta rápido crecimiento, entre el 80 y el 90% de los miembros está siendo contagiado por un cristianismo distintivamente conservador, afirmando valores históricos de fe y de conducta; un factor que, probablemente, contribuya significativamente a su crecimiento.

La iglesia “más vieja” está siendo progresivamente impactada por el secularismo, el “relativismo espiritual”, el posmodernismo y una lista casi interminable de otros “ismos” que, en la visión de muchos conservadores, llevará en el futuro a la iglesia a hacerse cada vez más liberal. ¿Cómo solucionamos las inevitables tensiones creadas por esta situación?

Es en este punto que la honestidad, la humildad, la comprensión, la tolerancia cultural y el amor son importantísimos. Como he dicho en muchas ocasiones, la unidad no se cuida a sí misma; no surge naturalmente. Tiene que ser perseguida muy deliberadamente. Y los elementos que la preservan necesitan ser cultivados y nutridos. En este contexto, la necesidad de desenvolvernos entre nosotros con amor y comprensión mutuos es de la mayor importancia.

La Iglesia Adventista más joven, más moderna y conservadora, está inmediatamente ante nosotros. Es hacia ella que estamos mirando. No podemos rodearla ni ignorarla. Pero ¿cómo haremos en el sentido de afirmar su legitimidad y dejarla también que tome las riendas de la iglesia? En mi opinión, la respuesta se encuentra en dos aspectos muy sencillos: Primero, debemos hacer lo mejor para entrenar y equipar a esta iglesia, de manera que pueda compartir los valores y la identidad del adventismo histórico. Segundo, debemos creer en ella y confiar en el Señor de la iglesia. En cuanto a esto, no tenemos otra elección.

* Globalización. Aun cuando sea verdad que la iglesia se está haciendo cada vez más localista y descentralizada, hay otra fuerza que actúa en la dirección opuesta. La así llamada “igualdad” del mundo implica una rápida diseminación de ideas, experiencias y expectativas. Festejamos el potencial de los sistemas globales de comunicación -Internet, televisión y radio- como instrumentos al servicio de la misión de la iglesia. Por otro lado, esos mismos sistemas inundan el mismo mercado a través de caminos virtualmente ilimitados, con valores y creencias alternativos a los nuestros. Se crean sitios de Internet con el propósito de ofrecer valores y enseñanzas directamente hostiles a los valores de nuestra iglesia. Una vez que se entra en el mercado de la comunicación global, nadie está protegido en contra de su influencia.

La globalización también ha producido un extenso movimiento de personas, ya sea incitado por la guerra, con su resultante flujo de refugiados, o por la búsqueda de una salida para la pobreza. El proceso a través del cual el mundo está siendo transformado en una aldea global está muy avanzado en algunos lugares. Un número sin precedentes de iglesias étnicas forma parte de nuestra familia global. Al estar sus miembros muy distantes de sus respectivos lugares originales, ¿quién puede culparlos por querer tener voz y presencia legítima en la vida de la iglesia en la que están alojados? Esta parte de la realidad nos desafía, como iglesia global, y debe ser abordada imparcial- mente, sin preconceptos.

De manera similar, como iglesia, todo lo que somos y hacemos está fundamentado en elecciones libres y voluntarias. Y es en ese campo que surgen algunas personas y organizaciones, focalizadas en la misión, pero que parecen más “independientes” que “apoyadoras”. La naturaleza de sus iniciativas y sus normas de responsabilidad pueden presentar un desafío para la organización de la iglesia. ¿Cómo nos relacionamos con ellos? La libertad es óptima, pero cuando un grupo se considera demasiado libre, en el sentido de responder solo ante Dios y ante sí mismo, eso no funciona bien dentro de la iglesia: una comunidad puede funcionar como tal solo cuando las reglas de la organización viva son respetadas y acatadas.

Estas son algunas realidades que se encuentran inmediatamente delante de nosotros. No deben ser vistas como amenazantes, sino como desafíos que deben ser enfrentados de manera abierta y creativa. A fin de cuentas, somos una organización misionera; nos es claro el mandato misionero. Es nuestra fidelidad a la misión la que determinará en gran parte nuestra fidelidad a Dios. No temamos avanzar con fuerza y convicción hacia el espacio abierto del futuro, pues es ahí que cumpliremos nuestra misión; si así no lo hiciéramos, habremos perdido nuestra razón de ser y nuestra utilidad para Dios. Permaneceremos globales, permaneceremos unidos y cumpliremos nuestra misión.

Marcos de límites de seguridad

Sagradas Escrituras. Nuestro primer marco es la Palabra de Dios. Todo valor de fe que mantengamos y divulguemos debe estar bíblicamente fundamentado. La Palabra de Dios, las Escrituras Sagradas, es la única y autorizada fuente de verdad como conocimiento salvador. Nuestros valores son moldeados por las Escrituras; nuestra dirección espiritual es establecida por las Escrituras. Los marcos absolutamente confiables, que deberán conservarnos seguros en el viaje, deben, por lo tanto, tener a las Escrituras como su constante punto de referencia.

En el momento en que nos posicionamos fuera de los límites de las Escrituras, nuestra lucha contra los desafíos de la contextualización y los pensamientos prevalecientes se vuelve traicionera. Entonces, nos encontramos en el territorio del sincretismo o en la neblina, en la que los valores espirituales se muestran oscuros. Sin la Palabra de Dios como límite, la iglesia será confrontada con demandas para hacerse más “flexible”, más “razonable”, menos dogmática, menos autoritativa y absolutista, maleable ante el compromiso y, sí, más abierta; es decir, hacia un camino indefinido.

El futuro está abierto; pero los marcos de Dios, colocados para señalar un camino seguro, no lo están. Existen abismos peligrosos a ambos lados del camino. ¡Atención! ¡Mucha atención! Si nos apartamos de la dirección provista por las Escrituras, ciertamente resbalaremos hacia uno de estos abismos. Además, hemos mantenido que los escritos de Elena de White nos informan en forma constante y abarcante acerca de las Escrituras, como una luz menor que guía a la luz mayor.

Y con eso, de cierta forma, ya podría quedar todo dicho. Pero me gustaría señalar algunos marcos adicionales que, si bien están enraizados en las Escrituras, requieren atención especial.

* Jesucristo. El Salvador Jesucristo debe ser inequívocamente identificado y comprendido como nuestro Guía para el futuro. El, que dijo de sí mismo: “Yo soy el camino […] nadie viene al Padre si no por mí” (Juan 14:6); y que llevó a Pedro a confesar: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mat. 16:16), debe ser proclamado como el único singularmente equipado para conducirnos a través del mundo futuro.

Esto debe ser muy pronunciado. De la misma manera en que las Escrituras llevan a alguien, inevitablemente, a la persona de Cristo, así toda manifestación del adventismo debe estar focalizada en atraer individuos al conocimiento y la aceptación de Jesucristo como Salvador. Este debe ser un claro marco en los escenarios globales no cristianos, al igual que en las áreas cristianas históricas del mundo. Todo resquicio de adventismo que no tenga a Jesús como su centro de manera deliberada, no debe tener espacio dentro de nuestra comunidad.

* Mentes abiertas. Como pueblo, necesitamos tener humildad para comprender que no sabemos todas las cosas. Por lo tanto, debemos tener mentes abiertas para el descubrimiento, mientras perseguimos una mejor y más clara comprensión de la verdad. Esto puede parecer arriesgado, pero no veo otra manera por la que podamos hacer justicia a lo que siempre hemos sostenido acerca de perseguir el conocimiento y la comprensión.

Se nos ha aconsejado repetidamente que nos encaucemos en esa búsqueda. Por ejemplo: “Dios requiere de él [el verdadero pueblo de Dios] que progrese continuamente en el conocimiento de la verdad, y en el camino de santidad”.[3] Y, hablando de la búsqueda de la verdad, que ha sido el sello de la iglesia en todos los tiempos, Elena de White escribe: “Los hombres se satisfacen con la luz ya recibida de la Palabra de Dios, y rechazan cualquier otra investigación de las Escrituras”.[4]

Con honestidad y humildad, debemos garantizar que la apertura que tenemos por delante, el espacio de tiempo y las oportunidades que están delante de nosotros, deben encontrar una correspondiente apertura en nuestra mente a medida que, guiados por el Espíritu Santo, buscamos descubrir los caminos por los que desea conducirnos. Esto debe ser comprendido como una instancia básica, a pesar de los riesgos.

Las Sagradas Escrituras, acompañadas de la iluminación provista por los escritos inspirados de Elena de White, nos conservarán seguros en el proceso de este descubrimiento. Tal búsqueda nos debe mantener unidos a la Palabra de Dios, pero también debe vaciarnos de la actitud del que pregona: “¡Ya lo descubrí todo!” Estoy deseando referirme, primariamente, a una actitud confiada en el Espíritu Santo. ¿Estamos proyectando tal actitud? Creo que esto debe ser un marco en el camino que está delante del pueblo adventista.

* Rechazo del relativismo. Una “mente abierta” debe estar acompañada por una posición igualmente clara que rechaza comprometer los valores de las Escrituras. El relativismo posmoderno inexorablemente nos empujará hacia una actitud de comodismo y a la presentación demográfica de un mensaje que apela a la mayoría. De acuerdo con ese relativismo, la legitimidad de nuestra fe es definida, en gran medida, por el nivel de confort que ofrece; lo que funciona para ti es lo óptimo.

Debemos ser bien claros con respecto al hecho de que los valores de la fe no nacen dentro de nosotros, ni son autenticados por nuestra experiencia personal. Los valores de la fe vienen a nosotros traídos a la mente por el Espíritu Santo, y él, a su vez, autentica nuestra experiencia. Jesucristo dijo acerca del Espíritu Santo: “[…] Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo he dicho” (Juan 14:26).

* Prioridad misionera. Por medio del profeta Isaías, Dios habló a su pueblo de entonces: “También te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra” (Isa. 49:6). A sus seguidores, Cristo les dice: “Y me seréis testigos […] hasta lo último de la tierra” (Hech. 1:8). El movimiento adventista es misionero -el pueblo de Dios siempre se ha centrado en la misión—, y este también debe ser un marco bien establecido en nuestro camino hacia el futuro. La misión debe dirigir claramente las decisiones en todos los niveles de la administración de la iglesia, en las comisiones de instituciones y en la iglesia local.

La misión debería estar en primer lugar en la agenda de la planificación y la utilización de recursos financieros. El lenguaje de la misión debe convertirse en el “dialecto” de la iglesia. Si la misión no fuese nuestro objetivo primario, entonces todos nuestros concilios y reuniones, en todos los niveles administrativos, todo sería un desperdicio de tiempo.

* Sensibilidad ante el sufrimiento. Otro marco importante para la iglesia es nuestra participación en la causa de los pobres, los enfermos y los necesitados. Este debe ser un valor claramente visible en nuestra agenda misionera, porque sin ese compromiso es muy probable que perdamos nuestro rumbo. Las palabras del Señor, al afirmar que “a los pobres siempre los tendréis con vosotros” (Mat. 26:11), pueden haber sonado como una realidad fría y triste, pero Cristo aclaró que seremos responsabilizados por la manera en que tratamos a aquellos cuyas necesidades están más allá de lo que ellos pueden administrar (Mat. 25:31-46).

A través del trabajo social, la iglesia demuestra que la misión es más que un palabrerío teórico, que existe continuidad o ligación entre hacer mejor la vida a las personas y la manera en que las preparamos para la eternidad. El rico significado de la palabra hebrea shalom [paz, bien, salud, entereza, seguridad, prosperidad] nos dice algo acerca de cuán ampliamente Dios está comprometido en proveer a nuestro bienestar integral.

*Aceptación de la diversidad. A medida que nuestra iglesia crece rápidamente y se disemina a través del planeta, en toda cultura, raza y nacionalidad, debemos hacer lo mejor con respecto al trato con la diversidad humana. Los que comparten la fe en Cristo descubren que él es el gran igualador de los creyentes (Gál. 3:26-29). Por lo tanto, esto será un marcador global muy visible, pues tiene que ver con el valor del ser humano, la bondad y la participación. La mezcla étnica internacional de nuestra iglesia, al igual que el hecho de que somos hombres y mujeres, debe verse reflejado en la confianza mutua demostrada y en la oportunidad de la participación de todos. Esto no sucederá por sí solo, sino que requiere decisiones correctas.

* Compromiso con la unidad. Siempre he hablado acerca de la unidad de la iglesia, y no puedo completar esta lista sin regresar al asunto. La unidad de la Iglesia Adventista, ya sea espiritual o estructural, local o global, permanece como un marco insuperable. Fue en ese elemento que Jesús reflexionó durante las pocas últimas horas que pasó junto a sus discípulos, antes de dirigirse al Getsemaní. De algún modo, la unidad de la fe, que aproxima a los creyentes, está anclada en la unidad que Cristo tiene con el Padre (Juan 17:20-23). Es una unidad ministrada por el Espíritu Santo (Efe. 4).

Una comunidad espiritual, ya sea una congregación local o una familia internacional, que afirma tener una fe compartida pero que está dividida por luchas internas, es una comunidad contradictoria. Si escogemos caminar separados unos de otros, en lugar de tratar nuestras diferencias, perderemos el camino. Como una familia mundial, no podemos aflojar en nuestro compromiso con la unidad.

* Anticipación de la venida de Cristo. Como iglesia, vivimos la anticipación de la segunda venida de nuestro Señor, y nuestros valores reflejan esa realidad. Ese es un marco enclavado en nuestra identidad. La naturaleza transitoria del mundo, la certeza del regreso de Cristo, la tarea que nos fue confiada de compartir este mensaje; todo eso debe ser central en nuestra predicación y en nuestra enseñanza.

Sin embargo, este marco debe ser delineado con algo más que meras palabras. Vivir en anticipación del regreso de Cristo implica más que un asentimiento intelectual doctrinario. Encuentra su mayor expresión en nuestro estilo de vida. La confianza en que Cristo nos está preparando un lugar le da sabor a nuestra vida diaria y modela nuestras elecciones. Como dijo el apóstol Pedro: el conocimiento de lo que está por venir nos ayuda a saber cómo debemos vivir (2 Ped. 3:11-17).

Nuestra identidad, los valores y la misión que tenemos como iglesia están íntimamente relacionados con este marco. Si lo perdemos de vista, corremos serio peligro.

Eso es lo que somos y cómo debemos entrar en el futuro. Mientras hacemos esto, oro para que confiemos en Dios y unos en otros. A medida que conservemos firmes los elementos esenciales de nuestra identidad, necesitamos conceder unos a otros la cortesía de la confianza, creyendo que, bajo la dirección del Espíritu Santo, podemos avanzar hacia el futuro, unidos en fe y misión.

Sobre el autor: Presidente de la Asociación General de la Iglesia Adventista del séptimo día.


Referencias

[1] Elena G. de White, Testimonios para los ministros, p. 215.

[2] Obreros evangélicos, pp. 125, 126.

[3] Joyas de los testimonios, t. 1, p.121.

[4] Testimonios para la iglesia, t. 1,p. 661.