Ni el alcoholismo, ni el tabaquismo o la pornografía. Hay otra clase de vicio que también puede destruir la vocación pastoral.

Acabo de hacer un triste descubrimiento: estoy enviciado con querer elogios y afirmación por parte de otros. Luego de veinte años de ministerio pastoral, descubrí que el bienestar de mi alma, mi confort interior y mi satisfacción profesional dependían de las reacciones que las personas demostraban hacia mí. Necesitaba de constantes gestos de afirmación por parte de los miembros de mis iglesias. Necesitaba mucho de eso. Tenía que escuchar palabras como: “Muchas gracias, pastor, predicó un gran sermón”; o “usted es el mejor pastor que hemos tenido”.

Pero que me guste escuchar algo de ánimo ¿es un vicio? No. Pero el hecho es que yo necesitaba desesperadamente la apreciación y los elogios, como un adicto necesita de la droga. Vivía esperando eso, así como esperamos el delicioso postre luego de la comida. Si nada sucedía, algo andaba mal. Y, mientras volvía a casa, comenzaba a pensar en la calidad del sermón, la relevancia del mensaje presentado y otras cosas parecidas… hasta entrar en pánico.

Durante las visitas pastorales, necesitaba escuchar, de las personas que visitaba: “Nunca hemos tenido un pastor tan bueno como usted. Ninguno, antes de usted, ha trabajado tanto”; o “Ningún pastor me visitó antes. Usted es el primero que vino a mi casa a orar conmigo y por mí”. Si escuchaba cosas así, me sentía un héroe; en caso contrario, me sentía desesperado, fracasado. Me sentía bien cuando alguien me apreciaba, especialmente cuando era comparado y colocado por encima de otros pastores. Volvía feliz a mi casa, y dormía con dulces sueños.

Otro aspecto de mi relación con las personas era evidenciado cuando alguien me ignoraba, despreciaba o hablaba mal de mí. Me sentía herido, deprimido, y mi sueño se volvía agitado y lleno de pesadillas. Poco a poco, fui permitiendo que las personas o las situaciones asumiesen el control de mis sentimientos y mis pensamientos; y construí una filosofía de vida dependiente de las actitudes de aquellas en relación conmigo. Las amaba, solo para conquistar su amor y su apreciación. Me coloqué en el centro de la adoración, tomando el lugar de Cristo. Intentaba reservarme para mí el mejor lugar de la aceptación y la atención.

Todos los que no alimentaban mi vicio de apreciación y alabanza, pasaban a ser considerados pecadores que necesitaban arrepentimiento. Demostrando mucho interés en su vida espiritual, al sábado siguiente, predicaba un sermón acerca del arrepentimiento. Cuando las situaciones y las personas no alimentaban mi vicio, pasaba a considerarme víctima de mi propio sistema de pensar y de actuar.

Trabajaba mucho. De la mañana a la noche, visitaba a las personas en los hospitales y en las casas; asistía a reuniones de oración y comisiones; todo para ser blanco de alabanzas y palabras de apreciación. Lo necesitaba. También esperaba que los líderes de la Asociación me elogiaran. ¡Ay de mí, si eso no sucedía! Perdía el sueño y tenía pesadillas.

La autora Nancy Groom escribe: “Si es un codependiente, agrada a otras personas porque cree que nadie desea estar a su lado, a menos que lo sirva. Siente que debe conquistar el amor de las personas en detrimento de sus propias necesidades, porque también siente que no vale lo suficiente como para merecer la satisfacción de ellas”.[1] ¿Ha sentido algo parecido? Si su respuesta fue afirmativa, también es un vicioso.

Búsqueda de soluciones

Si no hace todo su esfuerzo para controlar su vida, sus sentimientos y su ministerio de acuerdo con el plan de Dios para el ser humano, nunca será feliz. Usará siempre una máscara, e intentará minimizar toda desconsideración. Es como cubrir la basura con la alfombra, fingiendo que todo está en orden.

Acab fue ejemplo de una persona que no sabe administrar su propia vida de acuerdo con principios saludables. Cuando la compra de una viña no dio resultado, se negó a comer y a dormir (1 Rey. 21:4), actuando como el niño que no puede tener su juego predilecto. Acab necesitó que alguien interfiriera para resolver el problema, valiéndose de la mentira y de un asesinato. ¿Por qué? Porque estaba enviciado con el éxito y la aceptación.

¿Qué podemos decir acerca de Jesús? ¿Pasó alguna noche en vela porque alguien no aceptaba su trabajo o porque dos discípulos lo traicionaron? ¿Acaso se exasperó porque su pueblo, por el cual dio su vida, lo crucificó? Recuerde cuando sus discípulos volvieron de una misión, con el corazón lleno de alegría por causa del éxito alcanzado. Dice el texto bíblico: “Volvieron los setenta con gozo, diciendo: Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre. Y les dijo: […] no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Luc. 10:17-20).

Si mi felicidad depende de mi éxito en el ministerio, de la aceptación de las personas de la iglesia, eso es vicio. Aun cuando la apreciación sea una necesidad humana fundamental, la cuestión es: ¿Cómo me siento cuando no soy apreciado?

Jesús conocía su identidad y su misión. Vino del Padre, y sabía que había venido a “buscar y a salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10). Si es consciente de su misión como pastor, si reconoce el valor de los talentos recibidos de Dios, para servirlo mejor a él y a su iglesia, ¿por qué debería orientar el radar de su corazón hacia la alabanza y la apreciación por parte de las demás personas? ¿Por qué no dejar que Cristo ilumine su alma con su presencia? Esto solo sucederá en nuestro ministerio cuando lo coloquemos en el centro de los elogios, el reconocimiento y la aceptación. Solo cuando los altares que construimos para nosotros mismos sean removidos y desmenuzados (2 Rey. 23:12).

Había un aspecto más en mi vicio emocional: para poder ser considerado un pastor bueno y eficiente, necesitaba estar disponible para la iglesia las 24 horas, 7 días a la semana. Justamente como me lo había dicho un directivo de la Asociación al comienzo de mi ministerio. Según él, yo debía serlo todo en la iglesia: “pastor, constructor, celador, sepulturero, mecánico… excepto partera; pero, en una emergencia, también podría serlo”. Mis necesidades personales -reposo, salud, recreación, comunión, etc.— debían ser puestas en un plano secundario, pues soy pastor. Las necesidades de mi familia -tiempo para jugar con los hijos, caminar en un parque con mi esposa- también eran secundarias. “El trabajo de Dios debe estar en primer y último lugar en su vida”, se me había dicho. Desdichadamente, y para mi perjuicio, lo creí.

El camino de la eficiencia

¿Cuál es el secreto de la eficiencia y de la satisfacción en el pastorado? Aprendí una lección: No tenga miedo de las opiniones que las personas tengan acerca de usted y no espere alabanzas de ellas. Dice la Biblia: “El temor del hombre pondrá lazo; mas el que confía en Jehová será exaltado” (Prov. 29:25). La evaluación de Dios es lo que importa.

Tal vez, algunas veces llegue a pensar: “Están actuando así conmigo porque lo merezco. Cometí errores y, ahora, su actitud es la consecuencia de esos errores”. No existe nada peor que eso. La solución para nuestros errores no es sufrir pasivamente las consecuencias, sino confiar en las promesas de Dios. Por sobre todo, ningún miembro de iglesia tiene el derecho de castigarnos por nuestros errores.

¿Cree que los sentimientos desempeñan un papel importante en el proceso de la felicidad y la satisfacción profesionales? ¿Tiene miedo a los errores, a las personas o a la disciplina? Ciertamente, estas palabras de Elena de White pueden ayudar: “El alma que ama a Dios se eleva por encima de la neblina de la duda; obtiene un conocimiento experimental brillante, amplio, profundo y viviente, y se vuelve humilde y semejante a Cristo. El que confía su alma a Dios, está oculto con Cristo en Dios. Podrá sufrir la prueba de la indiferencia, los ultrajes y el desprecio, porque su Salvador sufrió todo eso. No llegará a estar malhumorado y desanimado cuando lo opriman las dificultades, porque Jesús no fracasó ni llegó a desanimarse. Cada verdadero cristiano será fuerte, no con la fortaleza ni los méritos de sus buenas obras, sino en la justicia de Cristo que le es imputada por medio de la fe”. [2]

 “Muchos cometen un grave error en su vida religiosa al mantener la atención fija en sus sentimientos para juzgar si progresan o si declinan. Los sentimientos no son un criterio seguro. No hemos de buscar en nuestro interior la evidencia de nuestra aceptación por Dios. No encontraremos allí otra cosa que motivos de desaliento. Nuestra única esperanza consiste en mirar a Jesús, autor y consumador de nuestra fe’ (Heb. 12:2, V.M.). En él está todo lo que puede inspirarnos esperanza, fe y valor. El es nuestra justicia, nuestro consuelo y regocijo .[3]

En otro lugar, ella nos recuerda que Jesús debe ser el centro de nuestra atención: “Confíen en el Señor. No permitan que los depriman ni los sentimientos, ni los discursos ni las actitudes de ningún ser humano. Tengan cuidado de que ni sus palabras ni sus actos les den a los demás la ventaja de herirlos. Mantengan la vista fija en Jesús. Él es la fortaleza de ustedes. Al contemplarlo, se transformarán a su semejanza; será la salud del rostro de ustedes, y su Dios”.[4]

Evidentemente, como seres humanos, a todos nos gusta recibir alguna afirmación. No hay nada de malo en ello. Solo cuando la requerimos y demostramos que la necesitamos es que revelamos poseer algún grado de adicción, que puede llevar nuestro ministerio a la ruina, en el caso de que no superemos el problema en el nombre y por el poder de Cristo Jesús.

Sobre el autor: Pastor Adventista en Wisconsin, Estados Unidos.


Referencias

[1] Nancy Groom, Frorn Bondage to Bonding: Escaping Codependency, EmbracingBiblical Love [De la esclavitud a la confianza: Cómo escapar de la co- dependencia al abrazar el amor bíblico] (Colorado Springs, CO: Navpress, 1992), p. 95.

[2] Elena G. de White, Mente, carácter y personalidad, t. 2, p. 657.

[3] Joyas de los testimonios t. 2 p. 59

[4] Cada día con Dios, p. 245.