El hogar es el campo de trabajo más importante del pastor. Allí desarrolla las cualidades de un verdadero líder espiritual.

Es un hecho doloroso que algunos familiares de pastores, ancianos y otros líderes a veces abandonen la iglesia. De esto no hablamos abiertamente; lo hacemos en forma velada. Preferimos hablar de metas, triunfos y realizaciones, no de reveses y derrotas. Pero el problema existe, y el silencio puede significar que no estamos buscando soluciones que le podrían poner fin a la situación.

Como pastor de jóvenes desde hace ya 18 años, he aprendido algunas lecciones vitales con respecto a cómo funcionan las familias de la iglesia.

Trabajo con hijos; por eso, me quiero dirigir a los padres. Hay algunos interrogantes que nos debemos plantear, aunque sean incómodos: ¿De que vale tratar de salvar a otros si perdemos a los miembros de nuestra propia familia? ¿Qué sentido tiene intentar llevar paz a los demás, cuando nosotros carecemos de ella? ¿De qué vale que otros conozcan el amor de Dios, si los nuestros no lo experimentan?

El amor comienza en casa; y esto es dramáticamente cierto en la vida de los que han sido llamados para llevar el evangelio a otros y encargarse de los negocios del Señor.

¿Por qué se producen esas pérdidas?

Son muchas las causas por las que algunos llevan a los extraños a Dios, mientras que pierden a los miembros de sus familias. Éstas son algunas de ellas:

No se entiende bien la misión. Si el pastor no entiende que la evangelización comienza en “Jerusalén”, tarde o temprano perderá a sus hijos. “Jerusalén” es nuestro hogar; nuestro primer campo misionero. No estamos en condiciones de ir a otra parte si los nuestros no conocen al Señor. Sólo después de conquistar “Jerusalén”, podremos ir a “Judea”.

Rigidez legalista. Algunos padres enfatizan las normas, aparte de Cristo. Creen en la justificación por la fe, pero actúan como si fueran salvos por las obras. O presentan a un Cristo recriminador, a quien los hijos no logran amar. Por eso, sólo encuentran frustración y derrota.

Mala distribución del tiempo. Todos disponemos de 24 horas al día. El problema no es el tiempo, sino qué hacemos con él. Si no entendemos que la familia debe ocupar el primer lugar, no importa cuánto tiempo le dediquemos a la iglesia, el amor de los hijos por Jesús no se desarrollará como nos gustaría.

Una vida devocional deficiente. Muchos dirigentes, ocupados en innumerables tareas, descuidan la vida devocional de la familia. La máxima que dice: “La familia que ora unida permanece unida” sigue siendo una gran verdad, y evita la debilidad espiritual y la apostasía.

La crítica. Cuando criticamos a los dirigentes o a los miembros de la iglesia, el mensaje que presentamos a nuestros hijos es que no vale la pena pertenecer a una comunidad compuesta por esas personas.

Es importantísimo que respondamos estas preguntas: ¿Cuánto tiempo dedico a mi familia? Nadie debe estar tan ocupado que no tenga tiempo para su esposa y sus hijos. ¿Qué ven mis hijos en mí cuando estoy en casa? No podemos hablar del amor de Dios desde el púlpito, y ser déspotas, autoritarios y desconsiderados en el hogar. ¿Qué piensa mi familia del liderazgo que ejerzo? Si no creen en nosotros como líderes, algo anda mal. ¿Cuáles son las prioridades de mi vida? Tratar de salvar a los perdidos es una tarea noble, pero no es raro que eso se haga por motivos egoístas: querer salvar a los demás pensando en alguna recompensa terrenal, con desconocimiento de la santidad de la misión.

¿Qué se puede hacer?

Entender en qué consiste la misión y vivir de acuerdo con ello. Mi primera iglesia es mi familia: un hogar estable,

con hijos que aman a Dios, es el mejor sermón. “Es en el hogar donde debe comenzar la verdadera obra. La mayor responsabilidad descansa sobre los que tienen la misión de educar a los jóvenes, de formar su carácter”.[1]

Coherencia con el evangelio. Nuestra vida es el discurso más poderoso que pueden oír nuestros hijos. “La influencia espontánea e inconsciente de una vida santa es el sermón más convincente que se puede predicar en favor del cristianismo. Los argumentos, aunque sean incontestables, pueden provocar sólo oposición; pero un ejemplo piadoso tiene un poder que es imposible resistir del todo”.[2]

Conversión a Cristo. Creo, honestamente, que muchos pastores necesitan convertirse de verdad al evangelio. Deben aprender que Jesús estableció la diferencia que existe entre las conductas propias de la flaqueza humana y los actos deliberados. Debemos tratar a nuestros hijos como Cristo trata a su iglesia. Si el concepto que se tiene del evangelio es rígido, tarde o temprano los hijos lo abandonarán. “Se ha pensado que una religión legalista es la religión adecuada para este tiempo. Pero es un error. El reproche de Cristo a los fariseos es aplicable a los que han perdido su primer amor en su corazón. Una religión fría y legalista nunca puede conducir a las almas a Cristo, pues es una religión sin amor y sin Cristo”.[3]

Hay que redimir el tiempo. Las prioridades nos delatan. Para el cristiano, las prioridades son: Dios, su cónyuge, sus hijos y su trabajo. Si la esposa y los hijos no saben que son, después de Dios, lo más importante para el pastor, no hay duda de que éste fracasará como padre y como líder espiritual.

La devoción en familia. Es tan importante hacer el culto en familia como vivirlo. Nuestros hijos nos deben ver alabando a Dios y estudiando su Palabra. “En muchos hogares, se descuida la oración. Los padres creen que no disponen de tiempo para el culto matutino o vespertino. […] Salen a trabajar como va el buey o el caballo, sin dedicar un solo pensamiento a Dios o al cielo. […] aprecian las grandes bondades del Señor muy poco más que las bestias que perecen”.[4]

Eliminar la crítica. A veces, nos olvidamos de que tendremos que dar cuenta a Dios de toda palabra ociosa. De nuestros labios sólo deben emanar expresiones de gratitud. Debemos confiar en Dios y entender que él cuida de su iglesia. “El espíritu de crítica y censura no debiera hallar cabida en el hogar. La paz de éste es demasiado sagrada para ser mancillada por ese espíritu. Pero ¡cuán a menudo, cuando están sentados para comer, los miembros de la familia hacen circular un plato de crítica, censura y escándalo! Si Cristo viniese hoy, ¿no hallaría muchas familias que profesan ser cristianas cultivando el espíritu de crítica y crueldad? Los miembros de tales familias no están listos para unirse con la familia de celestial”.[5]

La medida de un líder

La salvación de nuestras familias es el intenso deseo del Señor que nos llamó. El enemigo procura lo contrario, y reúne todos sus esfuerzos para conseguir sus propósitos de destrucción.

De rodillas ganaremos nuestras familias para Dios; con amor, no con azotes, conduciremos nuestros hijos al cielo. El líder que descuida su hogar no está capacitado para dirigir la iglesia, no importa qué talentos naturales posea, mucho menos los buenos resultados que pueda obtener en su trabajo.

Debemos tomar más en serio el hecho de que Pablo es contundente al afirmar que el guía del pueblo de Dios que no administra bien su casa, tampoco está en condiciones de administrar adecuadamente la iglesia, no importa en qué sector de ella actúe.

Sobre el autor: Licenciado en Teología, Filosofía y Educación, y magíster en Teología, es profesor de la Facultad de Teología de la Universidad Adventista del Plata, Libertador San Martín, Rep. Argentina.


Referencias

[1] Elena G. de White, Conducción del niño, p. 383.

[2] Elena G. de White, La historia de la redención, p. 333.

[3] Elena G. de White, Mensajes selectos, t. 1, p. 454.

[4] Elena G. de White, Patriarcas y profetas, pp. 139, 140.

[5] Elena G. de White, El hogar adventista, p. 400.