En su trato con Pedro, Jesús demostró que la iglesia debe ser una comunidad restauradora de los caídos espirituales.

¿Podría haber en este mundo algo más glorioso que la resurrección de un muerto? Hace un tiempo, la agencia Reuters, de noticias, divulgó una información curiosa. César Aguilera, un hombre de 58 años, se perdió después de salir de su casa en Tipitapa, al este de Managua, la capital de Nicaragua. Desapareció por varios días. Su esposa y los miembros de su familia quedaron sumidos en un terrible estado de aprensión. Las autoridades no lo encontraban; nadie tenía respuestas.

Después de una semana sin dar la menor señal de vida, algunos familiares, desesperados, resolvieron buscar en la morgue de Managua. Y allí, entre muchos cadáveres, encontraron el cuerpo de un hombre que había sido atropellado por un auto. Los familiares identificaron el cuerpo, que estaba en gran parte mutilado, como perteneciente a César, y con mucho dolor hicieron los arreglos necesarios para llevarlo a Tipitapa, a fin de velarlo y sepultarlo.

Todo estaba listo para al funeral. Los parientes y los amigos estaban junto a la esposa. La ceremonia comenzó. Entonces, sin que nadie lo esperara, por supuesto, apareció en la puerta y entró nada menos que César, caminando normalmente, vivo, ¡en carne y hueso!

¡Ya se puede imaginar el pandemónium en que se convirtió ese sitio! Un chico, asustado, salió corriendo por el pasillo mientras gritaba: “¿De dónde es usted? ¿De este mundo o del otro?” En ese mismo momento, comenzó la identificación del cuerpo que estaban velando. Pero, en cuanto a César, fue como si hubiera resucitado.

Entrevistado por el canal local de televisión al día siguiente, César Aguilera explicó que sólo había salido por una semana, para cuidar de una finca que tenía por los alrededores, y que se le había olvidado avisarle a su esposa. Ella estuvo a punto de sepultar el cuerpo de un desconocido; y tal vez ahora estaba con ganas de sepultar al mismo César, ya que estaba sumamente enojada por ese grave descuido de su marido.

La historia de dos resurrecciones

¿Puede imaginar usted ese momento? Todos reunidos para sepultar a alguien, ¡y ese alguien aparece de repente, con toda tranquilidad e indiferencia! Como si fuera una resurrección. Tal como en esa noche de domingo, cuando Jesucristo, muerto y sepultado, apareció resucitado en medio de los discípulos en el cenáculo, sin siquiera abrir la puerta. Ellos estaban reunidos allí para rumiar su perplejidad y frustración. ¡Nadie se podría olvidar de eso! Pero hay algo de lo que nosotros nos hemos olvidado muy pronto, y que hemos pasado por alto con facilidad; a saber, que el relato de Juan realmente se refiere a dos resurrecciones. Y es la segunda resurrección que allí se menciona la que nuestra iglesia, en pleno tercer milenio, todavía está esperando que ocurra.

“Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros” (Juan 20:19).

¿Quién puede saber cuántos candados y trancas habían puesto los asustados discípulos en la puerta de ese cenáculo? Por supuesto, no estaban reunidos allí para celebrar una reunión de domingo de noche. El relato es comprometidamente claro: las puertas estaban cerradas “por miedo de los judíos”

Los once sobrevivientes de los adeptos de ese predicador ejecutado estaban plenamente convencidos de que las mismas autoridades que habían ejecutado con tanta brutalidad a su Maestro el viernes anterior, estaban ahora como detectives detrás ellos. Por eso tenían cerradas las puertas. Pero una de las sublimes verdades en torno de la resurrección es que no existen cerraduras en el mundo capaces de dejar afuera al Maestro. Por eso, apareció Jesús en medio de los petrificados discípulos y, con una sonrisa, los saludó diciéndoles: “¡Paz a vosotros!” Y todos tenían miedo; estaban absolutamente consternados. Y tal vez alguno, en algún rincón, haya gritado también: “¿Es usted de este mundo o del otro?”

No se nos dice cuánto tiempo pasó hasta que los boquiabiertos discípulos captaron la realidad viviente y gloriosa que estaba delante de ellos. Pero lo que resulta claro es que, con su saludo de “Paz”, Jesús inauguró la comunidad de la resurrección; esa misma comunidad en la que se debe convertir urgentemente nuestra actual comunidad de la fe.

“Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo el Señor. Entonces, Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos, y a quienes los retuviereis, les son retenidos” (Juan 20:20-23).

Es importante notar cuidadosamente que éste es el modelo de una comunidad de la resurrección. Una comunidad que resucita, perdona y restaura. Jesús dijo: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos, y a quienes los retuviereis, les son retenidos”

Aparentemente, tememos aceptar las palabras de Jesús que hacen de nosotros una comunidad cristiana: una nueva comunidad de la resurrección inaugurada por él. Ciertamente, nos gusta la idea de un sistema humano de perdón. Pero, como tememos hacerlo, en nuestro afán de defendernos hemos perdido la alegría implícita en el elevado llamamiento de las palabras de Jesús; es decir, la invitación del evangelio a la segunda resurrección.

Durante ese mismo fin de semana turbulento y oscuro, hubo otra muerte. Alguien murió; tal como sucede con millares que sucumben espiritualmente. Y si esos hermanos caídos no fueran resucitados, nunca habría una comunidad de la resurrección. Jamás.

¿Se acuerda usted de ese robusto pescador, afecto a las cosas del mar, que fue llamado personalmente por Jesús para ser pescador de hombres; el que en una ocasión muy cercana juró que sería leal a Jesús hasta la muerte, y que se convirtió en uno de los principales integrantes del círculo íntimo de Jesús? ¿Se acuerda de él? ¿El que vio cómo prendían a su Maestro y lo siguió de lejos, y que, pocas horas más tarde, perturbaría aún más esa fría noche al negar a su Maestro con palabras de grueso calibre? ¿Se acuerda de Pedro, el “pastor”?

“Encendieron fuego en medio del patio y se sentaron alrededor; también Pedro se sentó entre ellos. Pero una criada, al verlo sentado al fuego, se fijó en él y dijo: También estaba con él. Pero él lo negó, diciendo: Mujer, no lo conozco. Un poco después, viéndolo otro, dijo: Tú también eres de ellos. Y Pedro dijo: Hombre, no lo soy. Como una hora después, otro afirmó, diciendo: Verdaderamente también éste estaba con él, porque es galileo. Y Pedro dijo: Hombre, no sé lo que dices. Y enseguida, mientras él todavía hablaba, el gallo cantó. Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y Pedro, saliendo afuera, lloró amargamente” (Luc. 22:54- 62).

Caídos entre nosotros

Sé de hermanos y hermanas que han caído espiritualmente, en nuestra comunidad de la fe. La vergüenza los ha abrumado, especialmente cuando la falta se hace pública. Cierto día, escribí una carta a un hermano que, profundamente humillado, había abandonado nuestra comunidad bajo un manto de tinieblas. Era el día de su cumpleaños, y yo acostumbraba enviar una carta personal a todos los miembros de mi iglesia cuando era su cumpleaños. Pero, debo admitir, avergonzado, que ese día vacilé cuando estaba por comenzar la carta.

¿Qué mensaje personal le podía escribir yo, en una carta de cumpleaños, a alguien que estaba en tal situación? ¿No sería más fácil garabatear algunas frases formales y ponerles mi firma al final? O, tal vez, ni siquiera debía enviar la carta, y tenía que dejarlo creer que sencillamente lo habíamos olvidado. No me siento cómodo al confesar el problema pastoral que tuve en ese momento.

Réquiem para un hermano caído. Esta palabra latina quiere decir “reposo”. Pero, ¿puede haber reposo para un hermano que ha caído en nuestra comunidad, en nuestra iglesia? ¿Qué hacemos con nuestros hermanos que han caído? ¿Les retiramos sus privilegios? ¿Les revocamos sus derechos? ¿Los aprisionamos en sus culpas por medio de nuestro silencio colectivo y administrativo, borrando para siempre de nuestro medio su memoria y sus realizaciones?

Réquiem para un hermano caído. Pero, ¿hay reposo para alguien que ha caído entre nosotros? “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Gén. 4:9). ¡Qué fácil es eliminar! ¡Y qué difícil es perdonar! Réquiem para un hermano caído.

Volvamos a la resurrección de Pedro.

Un predicador restaurado

Es imperativo que salgamos del cenáculo, cenado y oscuro, para respirar libremente la brisa suave que sopla durante la noche sobre la playa del Mar de Galilea. Y ahí continúa la historia: “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Dídimo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dijo: Voy a pescar. Ellos le dijeron: Vamos nosotros también contigo” (Juan 21:2, 3).

Recordemos que Simón Pedro había caído en la forma más pública que se pueda concebir. Con sus negaciones, echó por tierra el nombre de Jesús y lo pisoteó como si hubiera sido una colilla de cigarrillo… y lo hizo delante de todo el mundo. El mismo Jesús oyó la explosión grosera de sus palabras cuando dijo: “¡No conozco a ese hombre!” ¡No se puede caer más bajo que negar públicamente al Salvador con las palabras, la vida o el estilo de vida!

¿Cuánto tiempo permanecería un hermano como Pedro dentro de una comunidad como la nuestra? Un testimonio brillante del amor de sus hermanos es el hecho de que no lo dejaron ir solo a pescar esa noche. “Vamos nosotros también contigo”, le dijeron. Deberíamos hacer lo mismo. “Fueron, y entraron en una barca, y aquella noche no pescaron nada” (Juan 21:3). La luna resplandecía en el cielo, pintando de plata el Mar de Galilea. Era una hermosa noche, pero Pedro estaba muy deprimido, porque no sólo había caído, sino también había fracasado como profesional: en lugar de predicar, estaba pescando.

Como ocurre con mucha frecuencia, en la estela de una caída moral es arrastrada la bancarrota profesional. Una doble maldición, un doble peligro para el hermano caído. No pescaron nada… en toda la noche. Pero ésta por fin terminó. Y, con el fresco de la brisa matinal y las primeras luces de la aurora, surgió la señal de que otra resurrección se iba a producir.

“Cuando ya estaba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa, mas los discípulos no sabían que era Jesús. Y les dijo: Hijitos, ¿tenéis algo de comer? Le respondieron: No. Y les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya ni la podían sacar, por la gran cantidad de peces” (Juan 21:4-6).

En ese momento, Juan reconoció al Extraño que estaba en la playa y gritó: “¡Es el Señor!” Y eso era todo lo que necesitaba saber el lastimado corazón de su hermano caído. Pedro se puso rápidamente la túnica, se lanzó entre los barcos que allí había y nadó en dirección de la playa solitaria donde estaba Jesús. Los otros podían seguir pescando si así lo querían: él necesitaba encontrarse con su Maestro y Salvador. Así de ansioso es el corazón de un discípulo caído.

Y después de desayunar esa mañana, en la playa, con Jesús, el Evangelio de Juan bien podría haber declarado que “al terminar de comer, llegó el momento cuando debía producirse otra resurrección”. Porque, delante de todos los demás, Jesús miró profundamente a los ojos y al corazón de su hijo caído, y le dijo: “Tres veces aseguraste que nunca me habías conocido. Y yo te pregunto tres veces ahora: ¿Me amas? ¿Me amas? ¿Verdaderamente me amas?”

Y, por tres veces, con la vergüenza y el peso de miles de muertos espirituales sobre su culpable corazón, Pedro, a quien le costaba muchísimo mirar a los ojos a su Maestro, contestó con voz humilde, casi inaudible: “Sí… sí… sí”. Y enseguida, nuevamente por tres veces, el Salvador crucificado y resucitado decretó la reincorporación de Pedro: “Apacienta mis corderos”, “Pastorea mis ovejas”; “Apacienta mis ovejas” (Juan 21:15-17). El mismo que dijo: “Yo soy el buen Pastor” (Juan 10:11) es el que, menos de cuarenta días después de la vergonzosa caída moral y pública de Pedro, resucitó a ese hermano caído y lo reincorporó a la obra pastoral.

“¿Me amas?”… Sí, Señor, tú sabes que te amo… Apacienta mis ovejas… Sígueme” (Juan 21:15-19). Réquiem y resurrección de un hermano caído.

Caída y ascensión

¿Qué tiene que hacer un hermano que ha caído a fin de resucitar, y para que se lo restaure en una comunidad como la suya y la mía? Y ¿cuánto tiempo tiene que permanecer caído? Con esto quiero decir: ¿por cuánto tiempo se le debe aplicar la palabra caído? No me refiero al informe de Dios, sino al nuestro. Y, ya que estamos en este punto, preguntémonos: esos hermanos y hermanas, ¿deben continuar siendo nuestros hermanos a pesar de que hayan caído? Usted puede decir que eso depende de su comportamiento; si se arrepienten de su falta o no. Aun así, ¿habrá algún momento en el que dejemos de ser guardas de nuestros hermanos?

Al llegar a este punto, usted se puede estar preguntando: ¿Qué quiere sugerir este señor? ¿Que no importa si se arrepienten o no de su falta? No, no estoy sugiriendo eso; en absoluto. En verdad, ni siquiera estoy pensando en la reacción de ellos. Mi pregunta se refiere a cómo reaccionamos nosotros mismos. ¿Cuándo debemos dejar de aplicarles el adjetivo “caídos” a esos hermanos?

En su libro acerca de la comunidad cristiana titulado Life Together [Una vida en común], Dietrich Bonhoeffer formuló una inquietante observación: “El que está solo con su pecado, está completamente solo. Es posible que los cristianos, a pesar de que alabamos en común, que oramos en común, y de toda la comunión que expresamos en el culto, todavía podamos estar solos. El último tramo que se debe recorrer para lograr la plena comunión no se cubre porque, aunque haya compañerismo entre personas devotas, no se desarrolla ese mismo compañerismo con los menos devotos, con los pecadores. El compañerismo piadoso no permite que alguien sea pecador. Por eso, todos ocultan su pecado; lo ocultan de sí mismos y de la hermandad. No concebimos que seamos pecadores. Muchos cristianos se horrorizan al extremo cuando descubren, de repente, un verdadero pecador entre los “justos”. Por eso, estamos solos con nuestro pecado, y nuestras vidas son mentirosas e hipócritas ¡La verdad es que todos somos pecadores!”[1]

Es posible que la razón por la que somos tan duros con los que han caído sea que esa caída nos recuerda nuestras propias falencias. Pretendemos que se tenga piedad de nosotros y, al mismo tiempo, exigimos piedad de los demás. Bonhoeffer escribió: “El compañerismo piadoso no permite que alguien sea pecador”. Pero, trágicamente, por medio de esa misma pretensión, sin damos cuenta, sofocamos toda posibilidad genuina de comunión. ¿Cómo me puedo arriesgar a acercarme a usted en una comunidad o en un grupo pequeño, si usted puede llegar a descubrir que soy un pecador? Y, al recordar cuán duro fui con los que cayeron, no me puedo arriesgar a ser vulnerable y transparente a su lado. Es posible que usted me rechace.

Así, nos revestimos de nuestra máscara de piedad y vivimos una mentira, porque todos somos pecadores; y vivimos solos. Como dijo Bonhoeffer: “El que está solo con su pecado, está completamente solo” Así no puede existir la comunidad de la resurrección. Es sólo una comedia trágica. Lo que más deseamos evitar, nos alcanza cuando pretendemos ser lo que no somos. Y lo que realmente somos es que somos pecadores y, como tales, necesitados de la gracia divina.

Como se puede ver, la comunidad sin gracia es una contradicción; no es comunidad, en absoluto. Tal vez sea un “compañerismo religioso”, pero no es una genuina comunidad cristiana. Sólo la gracia puede resucitar a la comunidad. Si no la hay, no existe ni resurrección ni comunidad. La verdad con respecto a la gracia es que yo jamás se la podré otorgar a usted, caído

como es, hasta que la experimente en mí mismo, caído como soy. Usted no puede vivir la Pascua antes del viernes: la Cruz tiene que venir primero. Yo no lo puedo resucitar hasta que la gracia me haya restaurado. “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” “Sí Señor, tú sabes que te amo”. “Entonces busca al caído, y tráemelo”.

Cuando yo comprenda la verdad de que el Calvario es la manifestación del perdón de Dios para todo pecador que haya vivido y de todo pecado que se haya cometido; cuando entienda la magnitud de la gracia de Dios en favor de un caído como yo, no habrá ningún hermano caído a quien yo no pueda amar con el amor de Dios. Así obra la gracia: con sus puertas abiertas a todos. Y, cuando la gracia obra, la comunidad florece. Porque sólo la gracia puede resucitar a una comunidad.

Brennan Manning, en su libro The Ragamuffin Gospel [El evangelio en andrajos] cuenta una historia que nos hace pensar:

“Hace cuatro años, en una gran ciudad del Occidente, se difundió la noticia de que una señora católica tenía visiones y hablaba con Jesús. Los comentarios llegaron al arzobispo de la región, quien decidió verificar por sí mismo este fenómeno.

“-¿Es verdad, hermana, que usted tiene visiones de Jesús? -preguntó el prelado.

“-Así es -respondió la señora con sencillez.

“-Bien. La próxima vez que usted tenga una visión de Jesús, por favor pídale al Maestro que le diga cuáles fueron los pecados que yo confesé en mi última confesión.

“La señora quedó atónita.

“-Señor obispo -le dijo-, ¿habré oído bien? ¿Quiere usted realmente que yo pida a Jesús que me diga cuáles fueron sus pecados pasados?

“-Exactamente -contestó el clérigo-. Y, por favor, me avisa por teléfono cuando eso ocurra.

“Diez días más tarde, la señora le notificó a su líder espiritual que había tenido una supuesta aparición de Cristo.

“-¿Puede venir ahora mismo? -le pidió.

“Muy pronto llegó el obispo. La miró a los ojos y le dijo:

“-Usted me dijo por teléfono que había tenido una nueva visión de Jesús. ¿Hizo lo que le pedí?

“-Sí, señor obispo. Le pregunté a Jesús cuáles habían sido los pecados que usted había confesado la última vez.

“El obispo se acercó a ella, ansioso. Sus ojos se encontraron, y él le preguntó:

“-Y, ¿qué le dijo Jesús?

“La señora tomó las manos del sacerdote, lo miró a los ojos y le dijo:

“-Señor obispo, las palabras de Jesús fueron exactamente éstas: ‘No me acuerdo’ ”.[2]

Es posible que la visión haya sido falsa. Pero hace un siglo, se escribieron estas palabras: “Si te entregas a él y lo aceptas como tu Salvador, por pecaminosa que haya sido tu vida, serás contado entre los justos, por consideración a él. El carácter de Cristo toma el lugar del tuyo, y eres aceptado por Dios como si no hubieras pecado”.[3]

“Yo, yo soy el que borra tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré más de tus pecados” (Isa. 43:25).

“No me acuerdo”.

La verdad es que la genuina comunidad cristiana sólo puede existir cuando los hombres y las mujeres se reúnen en nombre del Cristo resucitado, cuya gracia perdonadora declara: “No me acuerdo”. Y cuando le decimos lo mismo a nuestro hermano caído, lo resucitamos y lo restauramos, y le damos nueva vida en el seno de nuestra comunidad. Sólo la gracia puede resucitar a una comunidad.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Pastor de la iglesia de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] Dietrich Bonhoeffer, Life Together [Una vida en común] (San Francisco: Harper, 1954), p. 110.

[2] Brennan Manning, The Ragamuffin Gospel [El evangelio en harapos] (Multinomah Books, 1990), pp. 116, 117.

[3] Elena G. de White, El camino a Cristo (Buenos Aires: ACES, 1986), p. 62.