¿Qué es lo que hoy te está impidiendo alcanzar tus ideales? Siempre es un buen momento para un nuevo comienzo.
Cierta vez, Jesús dijo: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador” (Juan 15:1). Muchas de las lecciones que él enseñó, y que continúa enseñándonos, fueron extraídas de la naturaleza.
Cuando me mudé a la localidad de Artur Nogueira, en el interior del Estado de San Pablo, Rep. del Brasil, quedé en- cantado con la huerta que había en el fondo de la casa, pues tenía un gran par- que. Como hasta ese momento solamente había trabajado en grandes ciudades, eso no era algo común para mí.
Enseguida me animé a plantar algunas semillas de árboles fructíferos. Pero, cuando comenzaron a brotar, mi perrita no los dejaba crecer.
Desistí de las semillas y pensé que era mejor plantar mudas. Fui hasta la ciudad más próxima y compré dos mudas, una de acerola y otra de granada.
Llegué a casa e imaginé cuál sería el mejor lugar para plantarlas. Compré algunos accesorios de jardinería e hice un pequeño agujero en la tierra, donde coloqué las mudas. Regué y regué, pero el árbol de granadas fue el primero que murió.
El árbol de acerola resistió, pero sus hojas estaban cayendo, y yo ya contemplaba la posibilidad de que muriera también. Conversando con un amigo, él me explicó que para plantar una muda es necesario abrir un agujero hondo, por lo menos con medio metro de profundidad y de ancho, para ablandar la tierra y adobarla.
Salí de aquella conversación y rápidamente me dirigí a la huerta, para intentar salvar la muda de acerola. Cavé con cuidado, la saqué del lugar cuidadosamente, y ahora tenía que cavar –por lo menos– unos cuarenta centímetros.
Algunos centímetros más abajo encontré escombros, con pedazos de tejas y ladrillos; lo que probablemente estaba dejando la tierra pobre y sofocando la raíz del que sería mi árbol.
El pozo, previamente planeado con un diámetro de medio metro, llegó a ser de casi un metro, y una montaña de tierra desparramada lo rodeaba. Después de sacar todos los escombros del pozo, volví a colocar la tierra, ahora con abono; volví a plantar, regué y quedé a la expectativa de lo que sucedería.
Las hojas, que estaban cayéndose antes de la replantación, cesaron de caer. Era una buena señal. Hice un cronograma con mis hijas, para que no le faltara agua a la muda.
Después de unas semanas, vi las primeras señales de que la replantación había dado buenos resultados. Algunas pequeñas hojas despuntaron. Más tarde, aparecieron flores por todos lados y, mucho tiempo después, surgió la primera fruta.
Otras frutitas más aparecieron. Yo ya estaba planeando el día en que cosecharía las acerolas, para hacer jugo. Pero, antes del jugo, recibí un llamado de la iglesia y tuve que mudarme; las acerolas quedaron atrás. Después de tanto esfuerzo, no logré recoger los frutos de mi trabajo.
De esa historia, saqué dos valiosas lecciones para mi ministerio. Primero: existen muchas cosas que pueden sofocar el ministerio, obstáculos que impiden el crecimiento, pues limitan la actuación del poder de Dios en nosotros.
Organizar mejor el tiempo, tener un lugar separado para la comunión, mantenerse motivado para el trabajo, cuidar de la familia y de la salud son imprescindibles. ¡Sabemos de eso! ¡Hablamos sobre eso! Pero ¿qué es lo que hoy te está impidiendo alcanzar esos ideales? Siempre es un buen momento para un nuevo comienzo.
Segundo, como pastores no siempre vamos a aprovechar los frutos que plan- tamos, sino que otros también se van a beneficiar con ellos. Tal vez nadie reconozca lo que fue hecho, pero Dios lo sabe, y eso es suficiente.
Sobre el autor: Secretario ministerial de la División Sudamericana.