Ya es de noche en Tucumán, República Argentina. Acabo de llegar al hotel. Mis bolsillos están llenos de papeles con pedidos de oración. Los leo a todos y me arrodillo para orar por las personas que escribieron esos papeles. Cada ser humano es un universo en sí. Cada papel retrata un drama. Son matrimonios al borde del colapso, hijos enviciados y fuera de la iglesia, personas esclavizadas que claman por liberación, gente que sufre, sueña y desea un mundo mejor.
A veces, me gustaría tener un poder especial para resolver todos esos problemas; por otro lado, reconozco que soy solo un ser humano. Otras veces, me gustaría tener la capacidad de orar por esas personas y después olvidar las terribles luchas que ellas enfrentan. Acostado, intento conciliar el sueño; pero me descubro por demás humano: sentimental, quién sabe, extremadamente sensible; no sé. Solo sé que sufro con el dolor ajeno y con la imposibilidad de hacer algo para aliviar el dolor de las personas.
¿Por qué escribo todo esto? Porque esta sección de la revista se llama “De corazón a corazón”, y no quiero escribir solo con la cabeza. Quiero hablar con todo mi sentimiento y tocar el suyo. A fin de cuentas, como seres humanos, aunque racionales, tomamos las grandes decisiones movidos por la emoción. Son los sentimientos los que le dan vida a los pensamientos.
Así era Jesús. Actuaba no solo movido por la razón, sino también por la emoción. Muchas veces lloró, como en ese día ante la tumba de Lázaro, al percibir el dolor que la muerte traía a la vida de sus hijos, o como en aquella otra ocasión en que, desde el Monte, contempló la ciudad de Jerusalén condenada por causa de su constante rechazo a los llamados divinos. Jesús amaba a esas personas. Había venido del cielo para buscarlas, y ellas no se dejaban encontrar. A pesar de eso, él dijo, en cierta ocasión: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10:11). Los dos verbos de este texto -ser y dar- me impresionan. El hecho de ser pastor llevó al Señor a dar su vida. La conciencia de su ser lo llevó al sacrificio, a la renuncia y a la entrega total. Murió como un marginal, para salvar a la oveja extraviada.
Mientras Jesús vivió en esta tierra, nunca perdió la conciencia de ser: era un pastor y sabía cuál era su misión hacia las ovejas. Sentía compasión por ellas. Esa compasión no era conmiseración: era empatía. Se colocaba en el lugar de ellas. En última instancia, se había convertido en ser humano para que la criatura nunca tuviese la excusa de que, por ser Dios, Jesús no podría entenderla.
Los innúmeros pedidos de oración que recibimos todos los días son un desafío para ti y para mí, como pastores. Hay muchas ovejas heridas a nuestro alrededor. Son heridas que no se ven, pero que sangran por dentro. Son corazones afligidos, gente que literalmente no sabe qué hacer ni hacia dónde ir. Cada vez que te levantas en público, saludas a las personas o haces una visita, necesitas mirar más allá del rostro: necesitas ver a la oveja lastimada, buscando un pastor. En los tiempos de Cristo, los pastores habían perdido conciencia de su ser. Por eso, el Señor veía a las multitudes como ovejas sin pastor.
Personalmente, me siento pequeño ante este desafío. A cada momento reconozco las limitaciones humanas que me traen la tentación de perder la conciencia del ser. Y, si yo no soy, entonces no estaré dispuesto a darme. La dádiva es la consecuencia del ser. El manzano da manzanas porque es manzano; la vid da uvas porque es vid. El pastor entrega la vida porque es pastor.
En Juan 10:15, el Señor Jesús nos presenta la receta personal de su ministerio compasivo: “Así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas”. Aquí es enfatizado un verbo primordial en el pastorado de éxito: CONOCER. La conciencia de ser es resultado de la experiencia de conocer.
¿Conocer a quién? Al gran Yo Soy, al Padre. En él se disipan todas las dudas, ambigüedades y confusiones relativas al ser. Solo conociéndolo, tendré conciencia de quién soy; y solamente siendo, podré desarrollar un ministerio de servicio.
¿Quién soy? ¿Un promotor? ¿Un administrador? ¿Evangelista, constructor, líder o pastor? La conciencia del ser es la respuesta; y conocer a Jesús es la fuente de esa respuesta.
Lejos de Jesús es imposible saber quiénes somos. La mujer samaritana, por ejemplo, creía que todo el mundo en Samaria era prejuicioso; por eso se escondía de las personas. No quería estar en contacto con ellas. Hasta que un día se acercó a Jesús y, ante él, tomó conciencia de que era la prejuiciosa número uno. “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?”, preguntó. Ella nunca habría tenido la conciencia de su ser si no se hubiese acercado a Jesús.
Nunca sabré realmente quién soy si no busco todos los días a Jesús. El es el principio, el medio y el fin de un ministerio eficiente. Él es la fuente del amor y de la misericordia. Sin Jesús, no hay vida. Nada germina, nada crece ni florece; mucho menos fructifica.
¿Quién eres? ¿Quién soy? ¿Quiénes somos? Jesús es la respuesta. Acercarnos a su gracia crea en nosotros la conciencia del ser.
Sobre el autor: Secretario Ministerial de la División Sudamericana.