Lo único que necesita un pastor para predicar sin notas es armarse de valor e intentar hacerlo.

Predicar no es fácil: lo que es fácil es amontonar disculpas con el fin de no invertir el tiempo necesario para preparar el sermón. Siempre hay otras cosas que hacer. Pero yo creo que la predicación es prioritaria. Me jubilé hace algunos años, y cuando no predico acostumbro visitar con mi esposa varias iglesias. Ya había oído quejas acerca de la calidad de la predicación de la actualidad, pero no tenía idea de que la situación fuera tan lamentable.

En un día de Pascua fuimos con mucha expectativa a una iglesia. Estaba completamente llena; hubo que poner sillas adicionales para acomodar a la gente. Mientras el pastor predicaba me puse a mirar el auditorio. Vi a algunos con los ojos cerrados, que no estaban ni orando ni meditando. Otros leían el boletín. Y otros hacían lo que yo estaba haciendo: miraban a la gente.

El único mensaje que todos comunicaban era: “¡Qué cosa más aburrida!” Entonces pude entender por qué muchas de esas personas no regresan más hasta la Navidad. Sin duda les costará olvidar la prueba por la que tuvieron que pasar esa mañana.

Es un pecado aburrir a alguien, especialmente con el evangelio. Pero eso es exactamente lo que hacen constantemente algunos predicadores cuando llegan al púlpito. Pregunte a los oyentes. O mejor pregunte a la gente que no viene más a oírlos. Muchos responderán sin demasiada vacilación que la razón por la que no van más a la iglesia es porque allí todo es demasiado aburrido. Y si usted insiste le confesarán que la parte más aburrida es precisamente el sermón.

Al oír esto algunos predicadores pueden ponerse a la defensiva y señalar culpables por todas partes. Los primeros son los oyentes: “No son espirituales”, dicen. O justifican su incapacidad para atraer a la congregación al decir: “Yo no estoy aquí para entretener, sino para predicar el evangelio”. Otras veces los predicadores tratan de eludir la culpa de predicar sermones aburridos e intentan despertar la lástima de la iglesia: “Ustedes no saben cuánto trabajo tengo durante la semana; no tengo tiempo suficiente para preparar el sermón”.

Es posible que haya algo de verdad en cada uno de esos pretextos, pero debemos entender que Dios nos llamó a ser predicadores. Nos equipó para predicar, y nos dio su Santo Espíritu para que morara en nosotros. Espera que hagamos lo mejor posible en la comunicación de las buenas nuevas. Yo diría que si lo “mejor” que hacemos es predicar un sermón aburrido detrás del otro, deberíamos considerar con seriedad el tema de si realmente Dios nos llamó a predicar. No lo digo para desanimar a nadie, sino con el propósito de que hagamos más esfuerzos aún para hacer lo mejor posible y no conformarnos nunca con la mediocridad.

¿Cuál es la razón de este problema? Donald G. Bloesch responde así: “Muchos pastores dejan de estudiar; entonces oran. Juan Calvino insistía en que el estudio es casi tan importante como la oración. Ese estudio, por sobre todo, debe estar vinculado con la Biblia como fundamento de una sólida teología, con la ayuda de un comentario de las Escrituras, bueno y actualizado” (Christianity Today [El cristianismo hoy], 5 de febrero de 2001, p. 54).

Un asunto cultural

Pero, ¿será justo echarle toda la culpa al predicador? ¿No es acaso parcialmente defectuosa nuestra cultura, por lo menos en este sentido? ¿No han cambiado con el paso de los años nuestras expectativas acerca de lo que el pastor debe hacer con su tiempo? A fines del siglo XIX se esperaba que los pastores invirtieran gran parte de su tiempo en prepararse para predicar. Hoy, cuando los ancianos y muchos administradores ven al pastor sumergido en sus libros probablemente crean que pierde el tiempo y descuida otras tareas más importantes.

Es posible que el dedo acusador también tenga que apuntar a los seminarios. Después de todo, su tarea consiste en enseñar a los pastores la importancia de la predicación. Si analizáramos los planes de estudios de los seminarios descubriríamos que hay tantas materias, y tan variadas, que es posible que un estudiante se diplome pero sepa muy poco acerca de la predicación, sin hablar del contenido de lo que se enseña al respecto. Por lo tanto, la culpa no es sólo del predicador; pero, en última instancia, recaerá sobre él si no hace algo con el fin de desarrollar su habilidad para predicar.

Predicación sin notas

Una de las mejores maneras de que la predicación se vuelva más comunicativa e interesante consiste en dominar el arte de predicar sin notas. ¿Cómo se lo puede hacer? Si el problema es que los predicadores han perdido el sentido de la prioridad de la predicación la solución consiste en recuperarlo. Y entonces surge otra pregunta: ¿Cómo podemos saber que la predicación reconquistó la primacía en nuestro ministerio? Una señal de eso es que el corazón y la mente del predicador están tan embebidos de la Palabra de Dios que la respira, medita en ella y vive por su poder. En cuanto lo llamen a predicar está listo para dejar que el Espíritu hable por medio de sus palabras.

El predicador que se levanta en la plataforma, mira a la congregación y predica sin notas durante veinte o treinta minutos impresiona a sus oyentes con la idea de que lo que está diciendo es de importancia capital.

Estoy haciendo un experimento acerca de predicar sin notas. Quiero discutir la importancia de que alguien sea hábil para comunicar cómodamente sin depender de ellas. Hay importantes razones para desarrollar esa habilidad. Incluso si alguien no tiene facilidad para memorizar puede desarrollar la capacidad de hablar a la congregación totalmente libre de ese cautiverio.

Es fácil decir: “No puedo hacerlo; no es para mí. Después de todo, hay muchas formas legítimas de predicar”. En lugar de subestimar la posibilidad de predicar sin notas, asuma una actitud más positiva y dígase: “Tal vez pueda”.

Recuerde que Dios le dijo a Moisés: “¿Quién dio la boca al hombre?… ¿No soy yo, Jehová? Ahora, pues, ve, que yo estaré en tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar” (Éxo. 4:11, 12).

Recuerde también su propia experiencia cuando en lo pasado tuvo que oír a alguien atado a sus anotaciones o que lee el sermón palabra por palabra. ¿Cuál fue su reacción entonces? ¿Cansancio? Es posible que haya experimentado otras reacciones, además. Una de mis respuestas podría ser: “Si tiene que leer el mensaje, quiere decir que no se lo sabe muy bien”. O “si tiene que leerlo es porque no lo entusiasma demasiado” Son dos reacciones negativas y, cuando predicamos el evangelio, ciertamente no queremos provocar semejantes reacciones en nuestros oyentes, para que no rechacen lo que presentamos y que creemos de todo corazón.

El sermón escrito

La costumbre de leer el sermón implica muchas desventajas. Primera: anula el sentido de urgencia que la predicación debe tener. El sermón debe provenir de la Palabra de Dios y de lo profundo del corazón, la mente y el espíritu del predicador. Si en cambio proviene de un papel escrito se destruye la comunicación de la inspiración del predicador al oyente.

Karl Barth escribió cierta vez “Cuando suena la campana llamando a la congregación y al ministro a la iglesia hay en el aire la expectativa de que algo grande, crucial, monumental, está por ocurrir” (The Word of God and the Word of Man [La Palabra de Dios y la del hombre], p. 104).

La lectura del sermón interrumpe el contacto visual del orador y sus oyentes, que es tan importante para la eficacia de una verdadera comunicación. El predicador que es capaz de hacer una pausa mientras mira directamente a la congregación siempre retendrá el interés en su necesario nivel. El predicador que puede pasear su mirada por toda la congregación en vez de mantenerla fija en un papel tendrá un contacto visual imposible de lograr si a cada rato tiene que fijarse en su escrito.

Los predicadores que leen el sermón corren el riesgo de perderse o de no entender bien lo que escribieron. Ya sé de unos cuantos colegas que cuando les pasó eso leyeron de nuevo todo un párrafo para recuperar el hilo del discurso. Eso produce un efecto negativo en los oyentes.

Otro problema que se enfrenta en el caso que estamos considerando es que los sermones leídos suelen ser gemas literarias. ¿Y eso es un problema? Puede ser. El sermón debe ser una comunicación viva, dirigida a la mente y al corazón de alguien por medio de los oídos. Una gema literaria es para los ojos. La palabra escrita puede saborearse, puede leerse y releerse; eso no se puede hacer con la palabra hablada. El oyente capta el significado la primera vez, o lo pierde. Si se detiene a saborear lo que se dijo, perderá lo que se dirá después.

Los predicadores que escriben sus sermones defienden esa costumbre: argumentan que sólo quieren decir las palabras justas. Creo que podemos usar “las palabras justas” aun si predicamos sin notas o sin escribir todo el sermón.

Otra explicación es que los sermones escritos nos protegen de las incoherencias y las desconexiones. Puede ser un argumento válido, pero cuando el sermón está debidamente preparado eso no sucede.

Otros alegan que para predicar sin notas uno tiene que aprenderse el sermón de memoria, y eso es inaceptable, por diversas razones: tomaría mucho tiempo hacerlo, un sermón aprendido de memoria suena a eso: aprendido de memoria, etc. Ninguna de esas razones es verdaderamente válida. Hay maneras de predicar sin notas ni manuscritos y, sin embargo, pueden usarse palabras escogidas en el estudio previo hecho por el orador, sin que se las haya aprendido ex profeso de memoria.

Hay predicadores que pueden predicar con el uso de escritos, pero sin conservar el rostro sumergido en sus notas. Algunos son tan buenos que la congregación no se da cuenta de que leen. Pero en ese caso el predicador conoce tan bien el contenido de su sermón que no necesita el escrito. Si esos predicadores intentaran predicar sin notas disfrutarían de tanta libertad que nunca más volverían a usarlas. Si un predicador es bueno a pesar de que usa un escrito, será mucho mejor si deja de hacerlo.

¿Qué podemos decir de la predicación con bosquejos, es decir, con anotaciones resumidas? Debemos admitir que es mejor que leer todo el sermón, pero creo que si eso sucede algo falla si realmente queremos captar y mantener la atención de los oyentes.

Cuando Jesús predicó el Sermón del Monte no confió ni en notas ni en manuscritos. Cuando Pedro predicó su gran sermón en Pentecostés no lo leyó. Cuando Pablo habló a los atenienses en el Areópago, es poco probable que haya tenido notas.

Mi primera vez

Las bien conocidas palabras de Franklin D. Roosevelt, ex presidente de los Estados Unidos, se aplican a muchas situaciones, incluidas las de los predicadores que no quieren abandonar la costumbre de predicar aferrados a sus notas: “A lo único que le tengo miedo es al miedo”. Y es verdad que el temor es la única razón de peso que nos detiene en esto. El miedo a olvidarse de algo, a la incapacidad y a pasar vergüenza nos paraliza, y nos impide probar la comodidad y la eficacia de predicar sin estar atados a notas.

Paradójicamente, fue una especie de temor lo que me hizo comprender que podía predicar sin notas. Durante siete años había sido pastor de una pequeña iglesia. Con 27 años, era candidato a ser pastor de una congregación más importante ante la que me presenté para que me conocieran. Llegué temprano a la iglesia e hice lo que acostumbraba a hacer: fui al púlpito —al menos creí que lo era—, abrí la Biblia que estaba allí en el pasaje acerca del que iba a predicar, puse el bosquejo en la página siguiente y lo dejé ahí.

Comenzó el culto. En el momento oportuno un solista fue a cantar en el lugar que yo creía que era el púlpito, donde había dejado mis notas. Recién entonces me di cuenta de que esa iglesia tenía dos púlpitos. Sólo uno de ellos tenía una Biblia; era el de los cantores. El otro, el que no tenía Biblia, era el de los predicadores. Yo había dejado mi bosquejo en el púlpito equivocado.

El temor se apoderó de mí. Me di cuenta de que tenía tres opciones: podía ir al púlpito de los cantores, buscar mi bosquejo y de ahí ir al de los predicadores. Lamentablemente, esa caminata pondría en evidencia mi ignorancia delante de la congregación. También podría haber predicado desde el púlpito de los cantores, pero si lo hubiera hecho le habría dicho a esa culta y distinguida congregación que yo no era el pastor que ellos buscaban.

La tercera opción era predicar desde el púlpito correspondiente, pero sin notas. Y eso decidí hacer. El miedo me obligó a hacer lo que yo no había querido hacer hasta esa mañana. ¡Y la congregación decidió que yo fuera su pastor!

La única cosa que necesita un pastor para predicar sin notas es el valor de intentarlo. Me gustaría compartir con ustedes lo que hago para preparar mis sermones con el fin de presentarlos de esa manera. Debo advertir que al principio el proceso es agotador y difícil. Después se vuelve más fácil y los resultados son más que gratificantes.

Ocho pasos

1. Reconozca que todo buen sermón tiene sólo un punto principal. Cuando usted escoge un trozo de la Escritura debe decidir sobre qué porción de ese texto desea predicar. Una buena sugerencia es escribir una sentencia que exprese ese tema, o el objetivo que desea alcanzar con su mensaje.

Hace poco terminé una serie de sermones acerca de los apóstoles: comencé con Santiago, hijo de Alfeo. Es uno de los doce, pero a su respecto el Nuevo Testamento no nos dice casi nada. Mi declaración tema podría haber sido: “Con este sermón deseo informar a la congregación que, a semejanza de la mayoría de nosotros, Santiago, hijo de Alfeo, aunque haya sido miembro del grupo selecto de los seguidores de Jesús conocido como los apóstoles, es un desconocido para nosotros. Y, sin embargo, eso de ninguna manera disminuye su valor a la vista de Dios”.

2. Haga el bosquejo: tenga como centro su declaración tema. Todas las ideas secundarias deben contribuir al desarrollo del tema principal. Por lo general, es mejor hacer el bosquejo basado directamente en el texto. En el caso del sermón acerca de Santiago, no hay texto. Todo lo que tenemos es su nombre.

La declaración tema de Santiago me da los dos puntos siguientes: 1) ser desconocido no significa carecer de importancia; y 2) ser desconocido no es carecer de privilegios. Note la sencillez del bosquejo. No necesita ser complicado para ser profundo. Evite la tentación de querer impresionar a sus oyentes con sus conocimientos y su habilidad para usar palabras difíciles. El propósito de la predicación es la comunicación, y usted lo hará mejor si usa palabras sencillas. No importa si su congregación es de chacareros o doctores; trate de ser sencillo.

3. Desarrolle cada uno de los puntos secundarios. Si consideramos que no sabemos nada acerca de Santiago, destaque el hecho de que de todos modos era importante, no porque haya hecho algo, sino por su relación con Cristo.

Lo ilustran las referencias a otras personas desconocidas en el Nuevo Testamento. A la mujer que ungió al Maestro en casa de Simón el fariseo no se la nombra en la Biblia, pero Jesús dijo que dondequiera que se predicara el evangelio se la recordaría, por su sacrificio de amor. En el último capítulo de Romanos Pablo se refiere a una mujer cuyo nombre era Febe. Nada sabemos respecto de ella fuera de que Pablo envió una carta por su intermedio. Su importancia reside en el hecho de que fue fiel en el desempeño de su tarea. Mucha gente, en todo el mundo, ha sido transformada por la carta de Pablo a la iglesia de Roma.

También me referí a una mujer que encontré en la sección de obras religiosas de una librería de libros usados. Durante la conversación me dijo algo, hace 17 años, que afectó no sólo mi vida, sino mi ministerio también. No sé como se llama, pero me dio un elemento importante para mi desarrollo espiritual.

Santiago no sólo fue importante: también fue un privilegiado. Oyó predicar a Jesús, lo vio sanar enfermos y resucitar muertos. Vio a Jesús resucitado. La profundidad de su privilegio se encuentra en una declaración del Apocalipsis que fácilmente podría considerarse insignificante. En su visión del cielo, Juan vio que la ciudad eterna tiene doce fundamentos en los que están grabados los nombres de los doce apóstoles. Santiago no tenía la personalidad de Pedro ni el dinamismo del otro Santiago, al que Jesús llamó “hijo del trueno”, pero es un privilegiado porque su nombre está incluido con los de los demás.

En la conclusión se pone énfasis en la importancia y el privilegio de ser un cristiano común. Nuestros nombres también están escritos en los cielos. Y lo más importante es nuestra relación con Jesús, no nuestra fama.

4. Escriba todo el sermón. Es una parte importante del proceso que no debe omitirse. Escribir el sermón, palabra por palabra, ayuda a grabarlo en la mente.

5. Lea y vuelva a leer lo que escribió, seis o siete veces durante la preparación para la presentación del mensaje. En cada lectura pueden introducirse correcciones. (Esto puede hacerse fácilmente hoy, gracias al uso de la computadora. Nota de la redacción.)

6. Tome todo el material escrito y resúmalo en un bosquejo, con sólo los puntos más importantes de las principales ideas del sermón. Eso le tomará aproximadamente una hora. El propósito de esto consiste en fijar en la mente el contenido del sermón.

Al hacer las cosas de esta manera sucederá algo. Primero, con un esfuerzo normal usted habrá memorizado los puntos principales del sermón. Y, además, también habrá memorizado los puntos secundarios y muchas de las palabras clave que usted cree que son importantes para la comunicación de su mensaje.

7. Predique el sermón. Mis sermones generalmente duran 25 minutos. Si algún oyente pudiera tener mi manuscrito mientras predico vería que rara vez le introduzco variaciones. Las frases elaboradas están allí. Y, sin embargo, esos sermones no causan la impresión de estar aprendidos de memoria. Lo sé porque la gente siempre me comenta que mis sermones tienen un tono de conversación y que parece que les hablo a cada uno de ellos en particular.

Al hablar sin manuscritos ni notas puedo mantener un contacto visual permanente con los miembros de la congregación.

8. Dejé este punto para al final, no porque sea el menos importante, sino precisamente porque es el más importante. Me refiero a la oración.

Durante todo este proceso nos resulta difícil recordar que el poder de la predicación no reside sólo en las palabras, en el estilo, en las técnicas que se usan, sino en Dios, el Salvador al que tratamos de glorificar por medio de nuestras palabras. Por lo tanto, ore.

Una pregunta todavía puede dominar nuestra mente: “¿Qué pasará si olvido algo?” No se preocupe. Si usted confía en Dios para asuntos que tienen que ver con la eternidad, confíe en él también durante esa media hora que estará en el púlpito. Además, por supuesto, esté preparado.

Usted puede sorprenderse por la cantidad de tiempo que le demandará la preparación del sermón. Repito: consume mucho tiempo, pero es sumamente gratificante. Cuando usted lo pruebe por primera vez nunca más querrá usar notas en sus sermones. Y mientras más practique este método menos le gustará el otro.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Pastor presbiteriano jubilado. Reside en Legget, Carolina del Norte, Estados Unidos.