Juan, el apóstol del amor, ha merecido siempre mi aprecio más profundo a causa de las virtudes elevadas y ennoblecedoras reveladas en su brillante existencia.

Ha sido recordado, a lo largo del tiempo, por los amantes de la historia sagrada, como el varón que, enternecido, reclinaba su frente sobre el pecho -amigo de Jesús en ocasión de la institución de la Cena del Señor.

¡Qué cuadro encantador enmarcado por la gracia y la belleza! Un pescador rudo y temperamental admirablemente transformado por Cristo, reclinado tiernamente en el seno de Aquel a quien tanto amaba.

Al leer acerca de la vida de este piadoso apóstol, en el período anterior a su aprendizaje realizado con el excelso Maestro, comprobamos que, entre otros rasgos de carácter negativo, padecía de una intolerancia que lo arrastraba a actos de venganza y crueldad. Su espíritu arrebatado, su naturaleza impulsiva, lo hicieron tristemente célebre. “Boanerges” (hijo del trueno), lo llamó Jesús. Este sobrenombre definía acertadamente su carácter explosivo y su temperamento inflamable.

Los Evangelios nos cuentan que cierta vez, con el semblante demudado por la cólera a causa de la actitud descomedida de los samaritanos, quienes negaron hospitalidad al “Varón de dolores”, exclamó, secundado por su hermano Santiago: “Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?” (Luc. 9:54).

Sin embargo, como bien se ve, sin ser él hombre dócil, tibio ni débil, poseía un corazón sensible, tierno y afectuoso.

El gran amor de Jesús manifestado hacia él fue correspondido con toda la vehemencia de una devoción extraordinaria. En una de sus cartas inspiradas registró con su propia mano la razón de este profundo afecto por su Maestro: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19).

Mi admiración por este discípulo de Jesús aumenta cuando, al estudiar su vida y sus hechos, columbro el rutilante brillo de su humildad adornando la diadema de su carácter. No es que fuera humilde por naturaleza. Todo lo contrario. Era ambicioso; amaba la vanagloria; estimulado por el orgullo, soñaba con una posición prominente en el reino de Cristo.

Pero la virtud de la humildad tan exaltada por el Maestro divino, por precepto y ejemplo, llegó a ser tan estimada por el apóstol del amor, que consiguió erradicar completamente de su corazón el orgullo y la ambición que conspiraban tenazmente contra el perfeccionamiento de su carácter.

Más tarde, cuando ya había sido transformado por el poder maravilloso de Cristo, escribió el Evangelio que lleva su nombre. Pero ¿cuál fue su estilo? Procuró no ponerse él en evidencia. Se oculta aun en sus escritos. Sin embargo, a cierta altura del relato ya no le es posible ocultar su identidad, pero utiliza un feliz recurso retórico y dice: “Uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba” (Juan 13:23).

Esto me recuerda una ilustración leída en algún lugar. Un viejo subastador ofrecía en público remate un bello cuadro, magnífica obra de arte, producción valiosa de un célebre maestro de la pintura clásica. El subastador, para que todos los posibles compradores pudiesen ver los encantos policrómicos de esa tela, levantó el cuadro, y él oculto detrás de su belleza, recibía las ofertas de los interesados en adquirirla.

Así, exactamente así, lo hizo el apóstol Juan. Con su pluma inspirada procuró, mediante colores fascinantes, presentar la singular belleza de Cristo, pero —humildad admirable— procuró ocultarse siempre detrás de la tela que nos ofrece tan magistralmente la hermosura armoniosa de Cristo y de sus esclarecidas enseñanzas.

Amo a Juan, además, por su lealtad indiscutible y comprobada hacia Jesús en los difíciles momentos de la provocación. Es indudable que la calidad de los amigos se prueba en el fragor de la lucha. En efecto, cuando se desencadenó sobre el Nazareno toda la furia perseguidora de los poderes confederados del mal, Juan, el discípulo leal, permaneció valientemente junto a su Maestro bien amado, hasta su oprobioso y sangriento martirio.

Todos los demás discípulos, temerosos por sus vidas, huyeron despavoridos. Hasta el mismo voluntarioso Pedro que había prometido lealtad incondicional, manifestando una incomprensible tibieza, procuró disimular su vinculación con Jesús.

Pero Juan no abandonó, ni en la hora incierta de la angustia, a Aquel que lo llamó tiernamente a la sagrada obra del apostolado.

En la sala de audiencias, cuando Jesús era interrogado por el rencoroso juez, allí también estaba el amante discípulo, viviendo con indecible emoción los acontecimientos que culminaron con la condenación del Salvador del mundo.

A los pies de la cruz, en medio de la agonía de un sacrificio inefable, con los ojos anublados por el dolor, divisó a lo lejos a su virtuosa madre, a algunas piadosas mujeres, y al apóstol del amor anonadado por el dolor.

Estos son los motivos por los que amo a Juan, el dedicado discípulo, el esclarecido profeta, destacado miembro del Sacro Colegio Apostólico.