¿Cuál es la meta última de nuestra misión como iglesia? ¿Cuál es el objetivo final de nuestro ministerio como modernos apóstoles de Jesucristo? ¿Es finalizar la obra, o cambiar el mundo, o hacer manifestaciones en favor de la paz, o presionar por reformas sociales y la verdadera igualdad racial? ¿Es predicar con poder el triple mensaje angélico, o llenar la iglesia y reunir los 144.000? ¿Es inundar el mundo con nuestras hermosas publicaciones o fomentar y sostener el ponderable programa de educación cristiana? ¿Es proporcionar las mejores y más modernas instituciones médicas atendidas por los consagrados hombres y mujeres comprometidos en dar sanidad al hombre, o proyectar una buena imagen pública haciendo el bien —alimentando al pobre, vistiendo al desnudo, consolando al triste y liberando a los cautivos de sus hábitos esclavizadores?

    Todas estas cosas son buenas e importantes. Ni por un momento subestimarla su valor para la iglesia en el cumplimiento de su misión. Pero ninguna de esas cosas individualmente, ni todas ellas juntas constituyen la meta última de la iglesia en el mundo de hoy. Esta meta está expuesta en forma clara, positiva y terminante por el ángel Gabriel cuando bosquejó la misión de Juan el Bautista.

    “E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Luc.1:17).

    Esta es nuestra vitalísima misión como iglesia y como ministros de Jesucristo. Abarca mucho más que llegar a ser simplemente cristianos. Significa mucho más que creer en la Biblia o aceptar “la verdad’’. Significa mucho más que comprender las profecías. Incluye más que ser miembro de la iglesia. Significa más que estar colocado en una alta posición en la iglesia o hacer una buena profesión. Significa más que ser aceptado por nuestros iguales, más que la buena obra y mucho más que las grandes acciones.

    Podríamos llenar todos los requisitos necesarios para lograr todas las cosas. Podríamos llenar nuestras iglesias con gente sabia e influyente. Podríamos atrapar la imaginación de la juventud de hoy y realizar muchos milagros en el nombre de Cristo, y aun así no estar listos nos- otros ni haber tenido éxito en preparar un pueblo para el Señor.

    Estar listos, preparados para el Señor, exige en primer lugar una sincera y plena confesión del pecado y un arrepentimiento profundo y sentido. Luego, exige un abandono del pecado, un deliberado abandono y una ruptura de toda relación con el mismo. En tercer término, exige una victoria sobre el pecado. Y en cuarto lugar una muerte al pecado. Tenemos la sagrada misión y el privilegio de experimentar primero esto por nosotros mismos y entonces, por la gracia de Dios, guiar a nuestro amado pueblo, viejos y jóvenes y otros muchos todavía en el mundo a que también experimenten lo mismo. Esto significa representar al Señor Jesucristo. Significa ser transformados de modo que podamos reflejar plenamente la imagen de Jesús. Significa preparar un pueblo completamente apercibido, absolutamente seguro para llegar al cielo. Nada menos que esto es suficiente. No se requiere nada menos. Este tipo de ministerio—comprometido con esta clase de misión— exige:

    1. Un nuevo arrepentimiento. El mensaje de Juan el Bautista era: “Arrepentíos poique el reino de los cielos se ha acercado”. Este es el primer deber de nuestros ministros, y nosotros debemos hacer “frutos dignos de arrepentimiento”. Luego debemos proclamarlo, como el apóstol Pedro lo hace tan claramente en 2 Pedro 3:9. El apóstol Pablo añade otra dimensión a esto cuando dice que debemos llamar al “arrepentimiento para con Dios y… fe en nuestro Señor Jesucristo”. Se requieren ambos.

    Debe haber un arrepentimiento genuino y sincero por la negligencia con la cual a veces consideramos nuestra obra y por la indiferencia con que la realizamos. Necesitamos arrepentimos debido a nuestra mundanalidad y materialismo, nuestra falta de sentido de misión e interés, nuestra tibieza y egolatría, nuestro fracaso en predicar la Palabra de Dios y sentar el ejemplo correcto en todas las cosas. Necesitamos arrepentimos debido a nuestra indulgencia y laxitud personal. Se necesita un arrepentimiento debido a nuestra adúltera adhesión a la mediocridad y nuestro insaciable apetito por la reputación y el reconocimiento. Necesitamos arrepentimos por nuestro culto a la posición y la grandeza y por nuestro orgullo y la búsqueda de la estima propia y por nuestro prejuicio. Necesitamos arrepentimos debido a nuestra falta de amor por Jesucristo y por las almas por quienes él murió.

    2. Nuestra misión exige una nueva moral—no en el sentido en que el mundo emplea tales términos, sino una moral distinta en la que la honradez genuina, la pureza y la veracidad se transformen en una manera de vivir. Debemos ser absolutamente íntegros con nosotros mismos, íntegros con los hombres, íntegros con Dios y aun con los gobernantes —íntegros en toda manera de proceder, en cada cosa, con cada uno.

    Debemos ser puros. Puros hasta el punto de ser moralmente limpios en pensamiento y obra. En el Salmo 24, versículos 3 y 4, se formula la pregunta: “¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?” y viene la respuesta: “El limpio de manos y puro de corazón”. Esto incluye pureza de pensamiento, como pureza en el habla, pureza de actos, pureza de motivos, pureza de relaciones entre hombres y mujeres. Nuestra definición de amor no debe contemplar ningún aspecto concupiscente, porque como alguien dijo: “Los fuegos de la concupiscencia no son fuegos purificadores”.

    Debiéramos destacarnos por nuestra veracidad: “En sus bocas no fue hallada mentira, pues son sin mancha delante del trono de Dios”. Esto significa no falsedad, no engaño. La gran necesidad del mundo en la actualidad es la de “hombres que sean sinceros y honrados en lo más íntimo de sus almas”. Para vosotros, queridos colegas, esto significa absoluta seguridad en vuestra prédica de la Palabra de Dios y en vuestro manejo de las cosas sagradas.

    Phillips Brooks en su libro sobre la predicación nos advierte sobre otro serio aspecto de este asunto. Habla acerca de los “clérigos bufones”. Al identificar a uno de ellos dice: “Está lleno de chistes bíblicos. Trata con lo sagrado como si fuera común. Pone sus manos sobre las cosas más sagradas y contamina todo lo que toca”. Demasiado a menudo nuestros oyentes se han entristecido en la medida en que esto se ha manifestado en el ministerio. Es importante que manejemos la Palabra de Dios no sólo con veracidad sino con reverencia.

    Este tipo de ministerio exige una nueva reforma. Esta es una de las grandes necesidades actuales de nuestra iglesia—es también nuestra necesidad. Nadie puede leer seriamente 2 Crónicas 7:14 sin llegar a esta importante conclusión.

    “Deben realizarse un reavivamiento y una reforma bajo la ministración del Espíritu Santo. Reavivamiento y reforma ron dos cosas diferentes. Reavivamiento significa una renovación de la vida espiritual, una vivificación de las facultades de la mente y del corazón, una resurrección de la muerte espiritual. Reforma significa una reorganización, un cambio en las ideas y teorías, hábitos y prácticas” (Mensajes Selectos, tomo 1, pág. 149).

    4. Esta clase de ministerio exige una nueva inspiración. Lo que debe suceder es el retorno a nuestro primer amor y a toda la devoción, a todo el fervor y todo el celo que lo acompañan. “Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti” (Sal. 51:12, 13).

    La inspiración de Isaías provino de su visión de Cristo, y esto fue lo que cambió completamente su vida. Eso también fue lo que sucedió en el caso de Moisés, porque se nos dice que “se sostuvo como viendo al Invisible” (Heb.11:27). Esa fue también la inspiración de Pablo. Oigámoslo testificar ante Agripa: “Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial” (Hech. 26:19). Nos dice que ésa también debe llegar a ser nuestra inspiración. “Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puesto los ojos en Jesús”. A esto la sierva del Señor agrega: “Si mantenemos al Señor constantemente delante de nosotros, permitiendo que nuestros corazones expresen el agradecimiento y la alabanza debidos, tendremos una frescura perdurable en nuestra vida religiosa” (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág.118). Esta es la inspiración que todo ministro necesita mientras busca completar la comisión de su Señor.

    5. Esta clase de ministerio exige una nueva convicción. Esto debe manifestarse en nuestro ministerio de muchas maneras y en muchas cosas. Esta es la iglesia de Dios, éste es su mensaje. Hemos sido llamados y enviados en nuestra misión por Dios. Esta debe ser la convicción abrumadora de nuestro corazón.

    Una de las maneras en las que La odisea manifiesta su tibieza es por su incapacidad de distinguir claramente entre lo correcto y lo incorrecto, entre la verdad y el error. Las cosas se tornan confusas y borrosas. Veremos a los hombres andando como árboles (Mar. 8:24). La diferencia entre lo importante y lo que no lo es, entre las cosas grandes y las pequeñas, entre lo que vale la pena y lo chillón y barato —ésas son las consideraciones vitales de nuestro tiempo.

    ¡Dios, daños hombres de convicción! Debemos llegar al punto donde a despecho de nuestro interés personal, no queden dudas en cuanto a la posición que sostenemos. ‘‘La mayor necesidad del mundo es la de hombres que no se vendan ni se compren… hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos”.

    6. Esta clase de misión exige una nueva certeza, una nueva confianza en el Señor, en su iglesia, sus enseñanzas y liderazgo. Necesitamos esto desesperadamente si queremos ser capaces de convencer a la gente de que tenemos para ofrecerles algo mejor de lo que han tenido hasta aquí. Debemos tener esto si esperamos llevarles la salvación en Cristo Jesús. Debemos ahuyentar nuestras dudas y aferrarnos a lo seguro.

    De Cristo se dijo: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” La razón era que “les enseñaba como quien tiene autoridad” El ministro debe trazar su ministerio de acuerdo con el modelo de su Maestro. Oigamos estas positivas declaraciones:

    “Es tan cierto que tenemos la verdad como que Dios vive” (Joyas de los Testimonios, tomo 1, pág. 705).

    “Las verdades que presentamos de la Biblia son tan firmes e inconmovibles como el trono de Dios” (Mensajes Selectos, tomo 2, pág. 99).

    “Yo sé que la cuestión del santuario se apoya en la justicia y la verdad, precisamente como lo hemos sostenido durante tantos años” (Counsels to Writers and Editors, pág. 54).

    “Tenemos una verdad que no admite transigencias. ¿No repudiaremos todo lo que no esté en armonía con esa verdad?” (Mensajes Selectos, tomo 1, pág. 239).

    “Una secuencia de verdad que se extendía desde ese tiempo hasta cuando entremos en la ciudad de Dios me fue aclarada, y yo comuniqué a otros las instrucciones que el Señor me había dado” (Id., pág. 241).

    Esta certeza debe convertirse en un motivo de estabilidad para nosotros. Más allá puede haber nuevas revelaciones de esta verdad, nuevas perspectivas, luz nueva y más radiante, pero nunca habrá un cambio o una negación de la misma.

    En nuestro ministerio evangelístico actual confrontamos un gran mal. No es como algunos afirman categóricamente, nuestro fracaso o incapacidad para interpretar correctamente la Escritura o la profecía, sino el peligro de que lleguemos a estar tan inseguros de nuestro mensaje que fracasemos en predicarlo con sentido evangélico.

   7. Esta clase de ministerio y misión exige una nueva claridad. El consejo que Dios ha dado al ministerio de esta iglesia es “hacedlo sencillo, hacedlo claro, haced lo seguro”. No hagamos confusión en nuestro bello mensaje con términos que no pueden ser comprendidos. Ni lo oscurezcamos con filosofía humana o le cambiemos el color con vulgarismos de nuestro tiempo, ni le quitemos su gracia vistiéndolo con charla barata o anécdotas de lugares comunes. Quizá no siempre podamos ser profundos, pero no hay ninguna razón por la que no podamos ser siempre claros.

    El cielo que predicamos es más que el goce de algún placer sensual. El infierno es más que un simple asador. El armagedón es más que una guerra fría eclesiástica. El granizo de las siete últimas plagas es más que trozos fríos de teología. El juicio es más que el tribunal de una ciudad. El santuario es más que algo impreso en papel. Nuestra pecaminosidad es más que un inocente viaje al situacionalismo y al conformismo. Nuestro Salvador es más que un practicante de psiquiatría. Nuestra purificación es más que un blanqueo.

    8. Nuestro ministerio exige una nueva urgencia. No debiéramos permitir que nada, absolutamente nada, nos distraiga o detenga en nuestra misión, ni la cómoda tibieza de nuestras iglesias con su seguridad y serenidad, ni el antagonismo y la amarga oposición del demonio y sus agentes debiéramos permitir que nos distraigan.

    Cada día trae nuevas y más claras evidencias de que el tiempo es sumamente corto. Leamos las profecías de Daniel y Apocalipsis. Leamos El Conflicto de los Siglos y no podremos dejar de ver en detalle el exacto cumplimiento profético de los sucesos que indican la venida del Señor.

    En vista de estas cosas debiera posesionarse de nuestra alma una nueva urgencia. Y ésta debiera evidenciarse por el tono de nuestras voces, por la firmeza con que nos aferramos al Señor, por la valentía de nuestro testimonio, por la total entrega de nuestras vidas para el cumplimiento total de nuestra misión.

    “Y dije: no me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude” (Jer.20:9).

    9. El cumplimiento de nuestra misión en la actualidad exige un nuevo Pentecostés. Esta experiencia que buscamos es tremendamente solemne, a la par que gloriosa. Debemos prepararnos para la misma con fervor y gran celo, y predicar de ella. Debemos reunirnos en grupos, conjuntos e iglesias y rogar por ella y vendrá. Esto es tan cierto, como el hecho de que Dios existe. Con ella, es decir con esta promesa, la obra de Dios cundirá como fuego en el rastrojo; miles se convertirán; se obrarán milagros y la obra de Dios será terminada, y Jesús regresará. Sin ella, estamos condenados a seguir en este mundo mucho más tiempo del que Dios se propuso.

    10. Finalmente, exige una nueva demostración. —Una potente, convincente e impelente demostración. Una vez más el Verbo se debe hacer carne. La gente debe contemplar su gloria en su pueblo. Nosotros debemos “vestirnos de la doctrina de Dios nuestro Salvador en todas las cosas”. Esta clase de demostración es la que realmente necesita cautivar la dedicación de nuestro pueblo y de nuestros ministros en la actualidad.

    “En visiones de la noche pasó delante de mí un gran movimiento de reforma en el seno del pueblo de Dios. Muchos alababan a Dios. Los enfermos eran sanados y se efectuaban otros milagros. Se advertía un espíritu de oración como lo hubo antes del gran día de Pentecostés. Veíase a centenares y miles de personas visitando las familias y explicándoles la Palabra de Dios. Los corazones eran convencidos por el poder del Espíritu Santo, y se manifestaba un espíritu de sincera conversión. En todas partes las puertas se abrían de par en par para la proclamación de la verdad. El mundo parecía iluminado por la influencia divina” (Joyas de los Testimonios, tomo 3, pág. 345).

    Esto, queridos hermanos es lo que se necesita. Por eso estamos en el mundo. Por eso tiene Dios una iglesia remanente. Por eso hemos sido divinamente escogidos y ordenados al ministerio. Por eso estamos en Atlantic City como apóstoles de Jesucristo. “La eficacia y el poder que acompañarán a un ministerio realmente convertido hará temblar a los hipócritas en Sión y temer a los pecadores” (Testimonies, tomo 4, pág. 528). “Mediante la iglesia se manifestará con el tiempo, aun a ‘los principados y potestades en los cielos’ (Efe. 3:10), el despliegue final y pleno del amor de Dios” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 9).

    Este es un cuadro que Dios está esperando ver que se cumpla. Esta debe ser nuestra demostración. Marchemos como un pueblo unido en perfecta unidad, lleno de santo celo, avanzando para revelar a todos los hombres en todas partes la manifestación plena y final del amor de Dios. Esta es la verdadera igualdad, la verdadera hermandad, el verdadero compañerismo, la verdadera aceptación. Han desaparecido los muros de separación, se han derrumbado todas las barreras. Ha sido contestada la oración del Salvador de Juan 17.

    Ghandi, el gran dirigente de la India, se debatió por un largo tiempo entre ser hindú o cristiano. Después que tomó su decisión alguien le preguntó por qué no se había hecho cristiano. Su respuesta significativa y trágica fue: “Me hubiera hecho cristiano si no hubiera sido por los cristianos”.

    ¿Es eso lo que anda mal en la iglesia cristiana de hoy? ¿Es ésa la razón por la que todavía estamos en este triste y turbado mundo? ¿Describe esto a nuestro ministerio y feligresía adventista? ¿Estamos alejando a hombres y mujeres de Cristo en vez de acercarlos a él? ¿Estamos demorando su venida en lugar de apresurarla? Estas son preguntas solemnes y merecen una respuesta sincera. Mientras estemos en este lugar unos pocos días tomemos tiempo para orar y estudiar con fervor; busquemos al Señor para una completa victoria sobre el pecado y por el potente refrigerio de la lluvia tardía. Preparemos así, un pueblo para el Señor.

Sobre el autor: Director de la Asociación Ministerial de la Asoc. General