Razones por las que el apóstol se sentía impulsado a predicar el evangelio.

            Me impresionan mucho las razones por las que Pablo era un apasionado de la predicación. Su motivación era tan irresistible que en dos ocasiones dijo que había sido llamado para ser a la vez “predicador y apóstol” (1 Tim. 2:7; 2 Tim. 1:11). Para Pablo, el tema de la predicación era muy importante. Lo menciona por lo menos 45 veces en sus epístolas. A fin de que comprendamos por qué debía predicar perentoriamente, necesitamos considerar primero dos asuntos relacionados entre sí, antes de abordar el punto central de esta reflexión.

EL MANDATO Y EL MENSAJE

            El primer asunto es el mandato que recibió de predicar el evangelio: “Porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Cor. 9:16). El apóstol cumplía una orden divina. Y a todo verdadero predicador se le ha dado una orden similar. Tenemos un mensaje que proclamar, una historia que contar, escrita hace dos mil años, pero abierta ahora para que todos la puedan leer.

            Hubo un momento en el que el centro de la fe que proclamamos era Jerusalén. El siguiente gran centro de la fe cristiana fue Antioquía. Por un tiempo, la iglesia de Antioquía envió misioneros como Pablo, Silas, Bernabé y Juan Marcos. Pero el formalismo y la indiferencia contaminaron el celo, y la luz se extinguió allí. Después de eso, el eje, durante trescientos años, fue Constantinopla, la capital del Imperio Bizantino. Algunos predicadores como Juan Crisóstomo incendiaron el Imperio de Oriente con la gloria de Dios; pero allí la luz también se apagó, y el centro se trasladó a Roma.

            De Roma partieron grandes movimientos evangelizadores que trabajaron entre pueblos que hoy forman comunidades europeas, que de ese modo recibieron el conocimiento de la fe en Cristo. Pero, tal como sucedió con los otros centros, Roma cayó en una cantidad de aberraciones y errores, y los grandes centros de la fe pasaron a ser Alemania, Ginebra y Edimburgo.

            Bajo la conducción de los reformadores, la fe cristiana explotó de nuevo. Pero la reforma se perdió en minucias teológicas, y entonces Inglaterra se convirtió en el núcleo de la influencia cristiana. Ese país también cayó en la indiferencia, y la llama se apagó. Entonces, Dios suscitó a los Estados Unidos. Durante el siglo XX, ese país fue el centro de la fe cristiana. Invitó a todos los continentes a acercar- se a Cristo y a su Reino. Al parecer, los Estados Unidos rápidamente se están convirtiendo ahora en una olla teológica hirviente, donde una babilonia de principios, conceptos y dogmas teológicos en pugna nos llevan a la pregunta: “¿No podríamos ser todos los herederos de la motivación de Pablo?”

            Necesitamos estar despiertos, para no desviarnos de nuestro mandato. La lámpara no debe vacilar. Como Pablo, debemos estar convencidos de que tenemos la obligación de proclamar el evangelio de acuerdo con la gran comisión que Dios le dio a la iglesia (Mat. 28:19, 20). “Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden, pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios […] pues […] agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor. 1:18, 21). ¿Tenemos plena conciencia de nuestra misión? ¿Sabemos en qué consiste nuestra autoridad y cuál es el contenido del mensaje del que somos heraldos?

            El segundo asunto que debemos considerar es el hecho de que Pablo conocía su mensaje: “Nosotros –dijo– predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (1 Cor. 1:23). Pablo fue un brillante seminarista que aprendió a los pies de Gamaliel, un reconocido teólogo y filósofo de aquel tiempo. Ser alumno de ese maestro era una honra que se reservaba solo para los estudiantes más brillantes y promisorios. Pero, cuando se encontró con Cristo, Pablo se enteró de que no se lo había llamado a filosofar ni a moralizar, sino a proclamar el mensaje de la cruz; una palabra divina llena de autoridad y poder celestiales.

LA MOTIVACIÓN

            Al ser consciente de su mandato y al conocer su mensaje, Pablo estaba motivado para predicar. El apóstol dijo a los corintios: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que, si uno murió por todos, luego todos murieron” (2 Cor. 5:14). Para que podamos comprender más plenamente este irresistible amor, tenemos que ir a la Epístola a los Gálatas, a quienes Pablo escribió lo siguiente: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál. 2:20).

            Antes de reflexionar acerca de lo que esos versículos nos dicen en cuanto al amor de Dios, observemos que Pablo emplea cuatro veces el pronombre personal “yo” en forma explícita o implícita; tres veces emplea el pronombre “mí”. Para el apóstol, la fe cristiana no existe si no es una experiencia personal, íntima, individual, particular, exclusiva. Así como nadie puede dormir ni comer en lugar de otra persona, nadie puede ser cristiano tampoco, ni puede ser llamado a predicar, en lugar de otro.

            Encontramos dos elementos en la motivación de Pablo como predicador. El primero es la gratitud por el amor manifestado por Cristo en lo pasado. El “Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí”. El verbo griego que usa aquí Pablo está en un tiempo llamado “aoristo”, que indica que la acción se ha cumplido completamente, pero sus efectos perduran hasta el presente. El sacrificio de Cristo en la cruz es un acto que se completó en la historia, pero su poder se extiende hasta el presente. Para Pablo, ese fue un acontecimiento histórico especial en favor de todos nosotros. Cristo cargó sobre sí nuestros pecados, en un acto de amor que sigue dividiendo la historia del mundo. El Hijo de Dios murió para pagar el precio de nuestra redención. Nada existe que nosotros, o cualquier otro, pueda hacer para que la dádiva de Cristo llegue a ser más eficaz y más completa.

            La comprensión que alcanzó Pablo del significado de ese acto de amor generó en él una gratitud impelente. Al mismo tiempo, la muerte de Cristo produjo la muerte de Pablo; él usa la palabra griega tauromai, que significa literalmente “co-crucificado”, “crucificado con”. “Cuando crucificaron a Jesús –dice él–, también me crucificaron a mí. Y cuando él murió, yo también morí”. Una de las maravillas de las epístolas de Pablo es la frecuencia con que se refiere a la muerte espiritual del hombre: “Morimos con Cristo” (Rom. 6:8). “Si habéis muerto con Cristo” (Col. 2:20). “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3:3).

            El segundo elemento de la motivación de Pablo lo encontramos en la declaración “Cristo vive en mí”. Esto es gracia para vivir el presente. Cuando morimos con Cristo o en Cristo, empezamos a vivir como nunca lo habíamos hecho antes. Es una vida tan diferente que, para describir- la, los griegos usaron una nueva palabra: zoé; es decir, vida eterna, vida abundante. Esta clase de vida es mucho más que bíos, la vida orgánica, limitada, que se acaba.

LOS BENEFICIOS DE ESTA RELACIÓN

            La relación “con Cristo” se encuentra profusamente en todas las cartas de Pablo. Afirma que los creyentes estamos tan íntimamente ligados a Jesús como si compartiéramos con él un ADN común y espiritual. Recibimos cinco beneficios por medio de esta relación:

            El primero es la salvación. Somos salvos para vivir vidas nuevas. “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17).

            El segundo es la intercesión. Tenemos un gran Consolador espiritual: “Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom. 8:26).

            El tercero es la fuerza para resistir la prueba. Disponemos de seguridad sobrenatural en medio de nuestro aparente desamparo: “Y me ha dicho: Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad. […] Por lo cual […] me gozo en las debilidades […] porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 12:9, 10).

            El cuarto beneficio es la esperanza. Por medio de ella, superamos todas las circunstancias, por más adversas que estas sean. “Por esta causa también yo […] no ceso de dar gracias por vosotros […] en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado” (Efe. 1:15-18).

            El quinto beneficio es la vida. Se nos lleva a un nuevo estilo de vida. “Y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál. 2:20).

LA PRINCIPAL MOTIVACIÓN

            En Cristo hay un amor que no pode­mos encontrar en ninguna otra relación o lugar. “Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos, cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo cono- cimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:17-19).

            Pablo emplea aquí un verbo griego que se refiere a algo más profundo que el mero conocimiento superficial; habla de un amor que solamente se encuentra en Cristo. Ese amor es más vasto que el infinito. No tiene límites, no tiene horizontes; ni siquiera un lugar para detenerse. Es un amor que nunca se pierde, porque siempre está en nosotros. Maravilloso como es, el Dios que envió a su Hijo a la cruz, porque nos amaba, nos sigue amando con un amor que nunca disminuye, que ninguna palabra nuestra o acción lo puede reducir.

            Así nos ama Dios; y por esa razón Pablo se dedicó en cuerpo y alma a la predicación.

Sobre el autor: Pastor de iglesia en Pittsburg, Pennsylvania, EE.UU.