Me interesaba el aprecio, la alabanza y la respuesta de los “creyentes”. Pero descubrí que si quería realmente predicar el Evangelio debía alcanzar a los “hostiles”. Pero, ¿cómo hacerlo?

Muchas veces los predicadores dirigen sus sermones a una congregación equivocada. De hecho, no hay realmente una multitud correcta o equivocada que deba escuchar el Evangelio, pero sí hay un grupo al cual demasiado frecuentemente no llegamos porque dirigimos nuestro mensaje fuera del alcance de su receptividad, aunque ellos también necesitan desesperadamente del Evangelio.

En casi toda congregación hay cuatro clases de oyentes. Generalmente hay un grupo que llamamos los “creyentes”. Son como el “buen terreno” de la parábola del sembrador referida por Jesús (véase Mar. 4: 1-20). Luego están “los que fueron sembrados entre espinos”. La vida secular es muy absorbente. Venir a la iglesia es una buena costumbre, pero la Palabra es ahogada por otros intereses. En el tercer nivel están los “dubitativos”, los oyentes “de los pedregales”. Ellos escuchan, pero la misma atracción del Evangelio se marchita al calor del debate y la argumentación intelectual. Finalmente están los “hostiles”, comparables a los que están junto al camino, quienes rara vez o nunca son tocados porque Satanás ha endurecido sus corazones.

De estos cuatro grupos -los creyentes, los apáticos, los dubitativos, los hostiles-, ¿cuáles son los más preciosos para nuestro Señor Jesús? Cada predicador amante no dudaría en argumentar que todas son almas preciosas. Sin embargo, ¿qué grupo necesita más del Evangelio? La pregunta es pertinente.

¿No apreciamos más la alabanza y respuesta de los “creyentes” que la crueldad de los “hostiles”? Un día percibí repentinamente, con dolor, que cuando predicaba un sermón realmente poderoso, y directo, llamando al pecado por el nombre que le corresponde, los que estrechaban mi mano con más fuerza en la puerta eran siempre los “creyentes”. Los apáticos, los dubitativos y los hostiles sólo pasaban a mi lado y saludaban cortésmente (a veces). Ahora, he decidido no preocuparme por las felicitaciones de los “creyentes”. Ellos ya están en la iglesia y aceptan todo lo que yo predique. Pero si yo encuentro que mi sermón produce la felicitación de uno de los apáticos, dubitativos u hostiles, lo tomo en cuenta como señal de que ahora estoy predicando el Evangelio.

Para alcanzar a los hostiles de nuestras congregaciones debemos usar los métodos de Jesús. Vez tras vez, la Biblia registra que Él iba por todas partes sanando a hombres y mujeres. No hería a quienes estaban sufriendo, sino que compasivamente los pastoreaba. De Él se dijo: “La caña cascada no quebrará, y el pábilo que humea no apagará” (Mat. 12:20). ¿No es verdad que los más dolientes en nuestra congregación son los hostiles? No obstante, ¿con cuánta frecuencia hemos escuchado (o predicado) un ardiente sermón, al cual los creyentes han añadido su coro de “amenes”, con lo que los hostiles salen de la casa de Dios aún más hostiles? ¿Cómo sería si siguiéramos la manera en que Jesús se acercaba a tales personas, según se registra en Marcos 5:1-20?

El endemoniado gadareno, un ejemplo típico de la hostilidad personificada, permanece ahora ante la presencia del Hijo de Dios. ¿No esperaríamos a continuación una larga enumeración de todos los errores que este hombre había hecho en su vida para traer sobre sí mismo ese estado desgraciado? Seguramente el Señor predicaría un discurso sobre temperancia y haría una exposición de la cosecha segura que sigue al “sembrar cizaña’’. Pero no. Jesús reprendió al mal espíritu, extendió su gracia al “hostil”. ¿Y la respuesta? El hombre sanado espiritualmente, en su irrefrenable adoración a su Señor, está ahora listo para el discipulado. El desea caminar con su Salvador por siempre. En armonía con los métodos de Jesús, lo comisionó para ir a los suyos y contarles “cuán grandes cosas el Señor ha hecho… y cómo ha tenido misericordia de ti” (vers. 19).

Considere las siguientes maneras en que usted puede practicar los métodos de Jesús en su proceder con los hostiles. Permita que formen el marco de referencia para el desarrollo de los temas de sus sermones.

1. Identifíquese con las necesidades de su gente a través de las visitas a los hogares. La naturaleza de su vocación como pastor frecuentemente lo exime de muchos de los problemas que su pueblo enfrenta y, por estar protegido, hasta cierto punto es fácil olvidar las tremendas luchas que su pueblo tiene diariamente. Cuando usted se sienta en la intimidad del hogar de sus hermanos, puede advertir el dolor del padre a causa de un hijo o una hija rebeldes. Puede sentir la frustración de no saber cómo criar a los hijos en una sociedad permisiva. Puede empatizar con sus angustias al no tener suficiente dinero para pagar las cuentas. Puede simpatizar con ellos cuando desahogan sus sentimientos por haber sido explotados por negociantes inescrupulosos. Puede imaginar la soledad desconsoladora cuando su cónyuge queda desamparado o es oprimido.

2. Póngase a disposición para escuchar lo que la gente tiene para decir, aunque pueda ser desagradable. Los hostiles revelan sus necesidades insatisfechas particularmente por las cosas que dicen. Entre líneas usted descubrirá las fuentes de su dolor que necesitan sana- miento. Una parte del proceso de sanamiento estará determinada por su disposición a escuchar. Cuando una persona tiene una oportunidad de escucharse hablando acerca de sus problemas, de ventilar sus hostilidades y sus sentimientos reales, ya ocurre algún sanamiento. Vendrá entonces a la iglesia como a un lugar donde ser sanado.

3. Sea una persona “abierta”. Permita que la gente de su congregación penetre en su propia agonía. Muéstreles la realidad de sus propias experiencias. El apóstol Pablo dijo: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentad” (Gál. 6: 1). Si se coloca a sí mismo por encima de la posibilidad de fallar en cualquier sentido moral, usted pronto llegará a actuar como juez. Pero cuando un predicador entiende él mismo la gracia de Dios, su pueblo después de experimentar los efectos de esa gracia vivificadora, vendrá a escuchar más acerca de su procedencia. El sermón llega a ser el principal vehículo que el pastor puede usar, no para enumerar pecados, sino para magnificar la gracia de Dios.

Cuando su congregación venga a escuchar su sermón a pesar de enfrentar angustias, que frecuentemente evocan formas de culpabilidad y hostilidad, ellos habrán dicho bastante en cuanto a sí mismos. Al venir con su hostilidad aparentemente sublimada, estarán comunicando: “Yo confío en usted, sin tener en cuenta mi ansiedad, temor, o angustia; estoy dispuesto a que entre en mi alma y me saque de sus amarguras”. Le están diciendo que su misericordia, su perdón y su actitud amante constituirán el escenario para la recuperación. Si usted es rígido, frío, legalista y exigente, es difícil que ellos salgan reconfortados.

Cierta vez un predicador amigo predicó un sermón elocuente cuya médula era que Dios esperaba que los pecadores dejaran de pecar y que los incrédulos comenzaran a creer. Se enumeraron los pecados y se condenó la falta de respuesta al Evangelio. El clímax del sermón apeló a la conciencia escatológica de todos los que estaban allí. Se describieron los nuevos cielos y la nueva tierra en su belleza edénica realzada por la presencia de Jesús. Conmovedoramente, el predicador demandó: “¿Estarán ustedes allí?”

Repentinamente me sacudió oír a una joven detrás de mí que susurró visiblemente aplastada: “Realmente no tengo esperanza”.

Obviamente era una persona joven que había venido a la iglesia aquel día con un estado mental hostil. Yo no sé exactamente lo que había en su mente, pero mi sospecha principal es que era una de los muchos que pertenecían al grupo hostil y que salieron de la iglesia aquel día aún más hostil. ¿No podemos, como Jesús, mostrar compasión por los que yerran, por los débiles y por los que sufren espiritualmente? Ciertamente no debemos olvidar a los sanos, los creyentes. Pero prediquemos las buenas nuevas de la misericordia de Dios de manera que los que a menudo consideramos hostiles deseen estar con su Señor compasivo por el resto de su vida y por la eternidad.

Sobre el autor: D. Douglas Devnich es secretario ministerial de la Asociación de Alberta, Canadá.