La incoherencia ideológica y la decadencia moral son actualmente las características de muchos líderes de las instituciones seculares en todo el mundo. La falta de ética, la corrupción y la confusión moral que marcan sus actos han producido resultados verdaderamente nefastos. Según algunos observadores, esa crisis generó lo que se ha dado en llamar postmodemismo y postinstitucionalismo, términos que resumen la desconfianza generalizada de la gente en las instituciones y sus respectivos dirigentes.

En el ambiente religioso la crisis ha producido lo que algunos llaman postdenominacionalismo, que tiene que ver con el descenso del nivel de confianza en las instituciones religiosas. Parece que la gente no se siente muy propensa a manifestar lealtad irrestricta a una organización y a sus dirigentes sólo porque alguien les dijo que así debe ser. Y, en la estela de esa actitud, surgen las disidencias capitaneadas por jueces de los demás y los así llamados reformadores, con propuestas alternativas para los modelos de administración vigentes.

La Iglesia Adventista, tal como cualquier otra denominación cristiana, no está libre de este peligro. En primer lugar porque se encuentra en un mundo espiritualmente desorganizado, en el que el hombre todavía no se liberó del virus del egoísmo y el orgullo, que finalmente motiva sus acciones. En segundo lugar, la iglesia está compuesta por personas como usted y yo, querido lector, imperfectas, muy diferentes de Cristo y con tendencia a equivocarse.

Además, la disidencia no es algo nuevo. En la corte celestial Lucifer encabezó el primer motín. Cuando fue expulsado del Cielo proyectó su ira contra el remanente a lo largo de los tiempos, atacándolo de muchas maneras. En los días del Antiguo Testamento encontramos que Coré, Datán y Abiram cuestionaron el liderazgo de Moisés; y Pablo, en la época de los apóstoles, previó el surgimiento de “lobos rapaces”, de fuera, que “no perdonarían al rebaño”. No sólo eso, sino que “de vosotros mismos mismos” —dice el apóstol—-, se levantarían hombres que hablarían “cosas perversas”, tratando de ganar adeptos (Hech. 20:29, 30).

Desde entonces, la historia de la iglesia da testimonio del surgimiento de personas que bajo un manto de piedad y virtud han tratado de demoler lo que Dios está edificando. La iglesia debe estar preparada para enfrentar el recrudecimiento de esos ataques a medida que nos aproximamos al fin de todas las cosas. Lo mismo que en el pasado, surgirán “lobos rapaces”, elementos que con sutileza intentarán inducir a otros a levantarse contra la dirección y la autoridad de la iglesia, o aceptar una nueva luz de la cual se declaran poseedores.

Como pastores y líderes debemos estar empeñados en proteger y defender las verdades divinas de las cuales somos depositarios, como asimismo el rebaño que el Señor nos ha confiado. Además, necesitamos vigilamos a nosotros mismos en nuestro trato con las cosas de Dios y con la gente por la cual dio su propia vida. Nuestras decisiones y nuestros procedimientos se deben caracterizar por el amor, la ética, la sinceridad, la honestidad y la transparencia. Ningún gesto, actitud o palabra nuestros deberían alimentar la voracidad crítica de estos pseudoreformadores. Nuestros labios, manos, mente y corazones deben estar puros.

Nos anima la certeza de que la iglesia, tan preciosa a los ojos de Dios, no sucumbirá a los ataques de sus enemigos. Aunque fustigada, molestada y combatida, su triunfo es seguro. No hay dudas al respecto. La gran pregunta que nos debemos formular, sin embargo, es la siguiente: ¿Venceremos, usted y yo, junto con el pueblo de Dios? La victoria de la iglesia está asegurada por la victoria individual de sus miembros y dirigentes. La iglesia está compuesta por individuos. No nacemos colectivamente. Tampoco morimos colectivamente. Las decisiones individuales y la entrega personal determinan este asunto.

La multitud victoriosa que describe el vidente de Patmos (Apoc. 7:9-15) está compuesta por individuos que renunciaron a sí mismos, se entregaron a Cristo y fueron rescatados por la sangre de Jesús, y por medio de ella vencieron sus tendencias pecaminosas y su actitud irreconciliable y pendenciera. Sus vestiduras blancas revelan la pureza de su carácter.

¡Qué extraordinario privilegio es el nuestro, de pertenecer a la iglesia remanente del Señor! “Si hay que realizar ajustes en la plana directiva de la obra, Dios se ocupará de eso y enderezará todo lo que esté torcido. Tengamos fe en que Dios conducirá con seguridad hasta el puerto el noble barco que lleva al pueblo de Dios” (Mensajes selectos, t. 2, p. 449).