—¡Oh, querido!, mírate la cara sucia en el espejo -le dijo una madre joven a su nene de cuatro años que jugaba despreocupadamente en la cocina.

—¡No puedo! -contestó el chico.

Su breve respuesta provenía de alguien que aparentemente estaba muy ocupado con algo de mucha importancia. El niño no se podía ver la cara. Por lo demás, no necesitaba hacerlo. Su madre era su espejo: Siempre le decía cómo estaba.

Pocas madres se dan cuenta de que son espejos de sus hijos: Espejos verbales. Pocas logran ver con la imaginación la pila de palabras que amontonan al lado de ese espejo, y sus posibles consecuencias. Una palabra hoy, una frase mañana, una conferencia muy buena y provechosa la semana siguiente. La pila de palabras va creciendo. En sí mismas, las palabras no quitan ni ponen nada. La manera de decirlas le da sus características y su forma a la pila.

El afecto, el reconocimiento, el abuso de autoridad o la negligencia manifestada en la conducción del hogar, constituyen el enfoque, de modo que cada niño en edad preescolar, en el momento de ingresar en el jardín de infantes o en el primer grado, lleva una fotografía de sí mismo, firmada, sellada y certificada por su madre. Esa fotografía es la imagen que él tiene de sí mismo.

Es verdad que las madres no son las únicas responsables de esta “fotografía-concepto” que tiene el niño de sí mismo. Sin embargo, los pensamientos que presentamos aquí están dirigidos especialmente a ellas, como factor preponderante, con la esperanza de que, mientras los leen, más de un padre interesado en sus hijos los lea también por encima del hombro de ella.

El concepto que alguien tiene de sí mismo se logra definir mejor por medio de algunas preguntas: ¿Qué piensa acerca de sí mismo? ¿Cuál es su opinión respecto de usted?

Reconocidas autoridades en psicología y pedagogía infantil sostienen que el concepto personal del niño puede ser bueno o malo, verdadero o falso, pero nunca es estático, y lo forman principalmente los padres. La influencia de las actitudes propias y de los demás con respecto al niño, se pone de manifiesto en su reacción frente a ciertas situaciones y determina su conducta.

El comportamiento es inseparable del niño. Las madres anhelan conocer la receta mágica que asegure la buena conducta de su hijo, que lo induzca a tratar de alcanzar metas elevadas, o a lo menos que le impida destruir los muebles.

Consideremos algunos comentarios acerca de la conducta del niño que forman la pila de palabras a que nos estamos refiriendo:

 “¡Eres tan terco!” “¿Por qué no puedes ser bueno?” “¡Nunca limpias tu pieza!” “Vas a ser tan malo como tu tío fulano”. “¿Por qué nunca aprendes?” “¿Cuántas veces te lo he dicho?”

Juancito se mira en el espejo que está junto a esa pila de palabras. Ve a un muchacho terco, malo, desordenado, sucio, indeseable. El espejo le presenta una imagen desalentadora: La de un delincuente en potencia. Esa imagen condiciona la conducta futura de Juancito. ¡Y después su madre se pregunta qué puede hacer con él!

¿Pueden hacerse otros comentarios que reflejen una imagen más alentadora? “¡Oh, pero tú tienes muchas ideas (o energía)!” “Eres un buen muchacho, pero cuando haces algo malo tengo que castigarte”. “Qué rápido te ensuciaste otra vez”. “Vas a ser tan maravilloso como tu padre”. “Puedes aprender; te voy a ayudar”. “¿Te olvidaste de esto otra vez?”

Este muchacho se ve a sí mismo como un chico lleno de energía que a veces confunde las cosas buenas con las malas. Es consciente de que puede aprender y de que con el tiempo llegará a ser tan bueno como su padre.

Las palabras son las herramientas más comunes utilizadas por los padres para influir sobre la conducta de sus hijos. Otras herramientas eficaces, como las sonrisas, el afecto, la ayuda sincera, el tiempo que se dedica a estar con los niños, no existen en muchos hogares. La madre teme muchas veces que si economiza los retos y los castigos corporales no se verá libre de problemas. Le da más importancia al problema del momento que a la persona del niño.

La madre se puede ver aliviada momentáneamente, pero al chico no le irá tan bien si el reflejo que ve de su persona en el espejo que está junto a la pila de palabras está fuera de foco, no está bien encuadrado, le falta luz o de alguna otra manera proyecta una imagen pobre. El concepto que tenga de sí mismo determinará su conducta. Esta fluctúa de acuerdo con el enfoque de la imagen. Recuérdese que el desánimo contribuirá también a distorsionar esa imagen.

Vivimos en una época cuando los gobiernos, las empresas y las iglesias se preocupan de la imagen que proyectan. Inventan métodos y cambian procedimientos para mejorar esa imagen y así alcanzar las metas que quieren lograr. Esta empresa básica que es el oficio de padre y madre, ¿puede darse el lujo de preocuparse menos que otras empresas de la imagen que proyecta su producto, es a saber, el niño, un producto que se espera marche bien, sin servicio técnico ni reparaciones, durante sesenta o setenta años?

Si desea que su hijo tenga un buen concepto de; sí mismo, no debe eliminar la disciplina. La madre debe conservar su puesto en el trono del hogar. Se debe mejorar y modificar la disciplina, y se deben estudiar nuevas maneras de prevenir los problemas. Muchos partidarios de la disciplina autoritaria ignoran que tanto el exceso de disciplina como la falta de ella, pueden producir desánimo, mala conducta y frustración.

Consideremos el caso de la pequeña y tímida Isabelita, a quien siempre le resultaba difícil satisfacer a su mamá.

—Creía que querías… -tartamudea mientras trata de explicar por qué no había podido cumplir exactamente con lo que se le había pedido.

—¿Creías? -gritó la exasperada y fatigada madre, al mismo tiempo que le cruzaba el rostro de una bofetada-. ¡No creas! ¡Has exactamente lo que te dije!

 Mediante esta escena, que se repetía muy a menudo, la madre estaba añadiendo unas cuantas ideas adicionales a la pila de palabras que le endilgaba a Isabelita. La niña tenía una idea confusa acerca de sí misma. La orientación que su madre le estaba dando era incorrecta, pues le estaba exigiendo tanto como a un adulto. La tarea que se le había asignado era superior a sus fuerzas, pero se esperaba que la hiciera a la perfección. No se aceptaban explicaciones. No había palabras de ánimo por lo realizado. ¡Había que tener cuidado de no malcriar a la niña!

Por otro lado, Isabelita observaba los errores que su madre cometía al coser, cuando tenía que descoser una prenda, hacerla de nuevo, preguntar y volver a probar. Le estaba negando a su hija lo que ella misma necesitaba: Aprender.

Su impaciencia, su voz áspera, sus golpes decían su realidad: “Isabel, no vales nada; eres estúpida; tus ideas son tontas; tus explicaciones no cuentan. No eres una persona sino una máquina destinada a cumplir ciertas tareas. ¡Yo mando aquí! ¡Humíllate!”

Y eso fue justamente lo que hizo Isabelita cuando fue al jardín de infantes a la edad de seis años. Se humillaba y se escondía en el fondo de sí misma para cultivar su rebelión, para esconder la culpa que sentía por aborrecer a su madre. Esperaba que nadie advirtiera su presencia. Todo lo nuevo le infundía temor: el maestro y los otros chicos. Todavía no estaba en la senda estridente de la mala conducta, pero su retraimiento era un síntoma alarmante.

La maestra consideraba que Isabel era una niña tranquila y buena, pero ella temía no serlo. Si la maestra no levantaba la voz, podía seguir sus indicaciones. Pero no podía dar su lección y toda actividad creativa e independiente la perturbaba. Temía actuar sola. Carecía de personalidad.

Sus ideas no tenían valor en el espejo de su madre. No había perdido la confianza propia, porque no se puede perder lo que nunca se tuvo.

En ese momento Isabelita no necesitaba que se la presionara para aprender los números o el alfabeto. Lo que necesitaba era librarse del espejo de su madre, es a saber, de un falso concepto de sí misma. Necesitaba verse como una persona digna, con habilidad para hacer cualquier cosa que estuviera de acuerdo con su edad. Necesitaba confianza para hacer frente a las demandas del aprendizaje. Necesitaba librarse de la preocupación que le producían las reacciones de su madre.

Isabelita pasó a tropezones sus años de escuela. De vez en cuando algún maestro que se daba cuenta de la situación la animaba dedicándole tiempo y esfuerzos fuera del aula. Llena de temores y desconfianza, finalmente siguió estudios superiores, donde su extraordinaria dedicación y su inteligencia sobrepujaron su vacilación.

Hoy puede decirse que esta joven a alcanzado el éxito en su profesión. Pero nunca se ha sentido triunfadora. A pesar de sus victorias, su espíritu desciende hasta el nivel del espejo situado junto a la pila de palabras de su madre.

Nunca podrá saber usted lo que sus hijos ven en su espejo. Pero la conducta de ellos puede darle la pauta. ¿No quisiera pulirlo, mejorar su ubicación, de modo que el concepto que sus hijos tengan de sí mismos sea brillante? ¡Tengamos cuidado con esa pila de palabras que estamos amontonando!