El éxito no es un derecho que podemos reclamar o tratar de conseguir de cualquier manera, sin importar los medios.

La idea del éxito ocupa un lugar central en la sociedad moderna. Quien lo alcanza, tiene prestigio y reconocimiento. Para tener éxito, millones de personas prueban métodos distintos y recorren caminos diferentes, con lo que transforman el mundo globalizado en un verdadero campo de batalla. Desde los primeros años de su educación formal, el niño aprende que la vida es una competencia, donde al que gana se le asigna un valor y se descarta a quien pierde.

Para el cristiano, éste es un terreno peligroso, plagado de tentaciones y trampas. El énfasis desmedido que la sociedad otorga a lo material y al éxito personal no puede ser ignorado fácilmente. Hay muchos que definen su identidad sobre la base del éxito relacionado con la capacidad de ganar dinero, y conseguir posesiones y prestigio.

Ante esta realidad, surgen algunas preguntas importantes que se deben analizar. ¿Determinan realmente esas cosas el valor de la gente? ¿Qué entiende por éxito la sociedad? ¿De qué manera los esquemas seculares afectan el pensamiento, la vida y el desarrollo de la iglesia? ¿Qué enseña la Biblia acerca del éxito, y cómo podemos asimilar su pensamiento al respecto?

Algunos pueden creer que las cosas están bastante claras y que las respuestas afloran con facilidad. Pero la realidad parece demostrar que, a fin de cuentas, las opciones del creyente se reducen a dos: enfrentar de manera reflexiva y consciente estos desafíos o asimilar inconscientemente el modelo que predomina en el medio en que vive.

Todo análisis bíblico de este tema debe tomar en consideración el propósito de Dios para la humanidad; esto es, su redención. “Con infinito amor y misericordia había sido trazado el plan de salvación y se le otorgó [al hombre] una vida de prueba. La obra de la redención debía restaurar en el hombre la imagen de su Hacedor, devolverlo a la perfección con que había sido creado, promover el desarrollo del cuerpo, la mente y el alma, a fin de que se llevase a cabo el propósito divino de su creación”.[1]

Dios y el éxito

Al tener como telón de fondo el paradigma divino, tratemos de responder estas preguntas: ¿Cómo es posible alcanzar el éxito de acuerdo con los planes y los propósitos de Dios? ¿Cuál es la medida del éxito en el Reino del Señor? ¿Cómo se define el éxito, según el Altísimo?

Consideremos primero la importancia fundamental de la motivación. Para Dios, la razón por la cual se hicieron las cosas puede ser más importante que la acción misma. Eso resulta evidente en el Sermón del Monte (Mat. 5-7), en el que Jesús estimuló a sus oyentes a buscar una justicia superior a la de los fariseos; es decir, una bondad que brotara del corazón. Después, señaló: “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mat. 12:35).

“No es la cantidad de trabajo que se realiza o los resultados visibles, sino el espíritu con el que la obra se efectúa lo que le da valor ante Dios. […] Toda vez que se condesciende con el orgullo y la complacencia propia, la obra se echa a perder […] Tan sólo cuando el egoísmo está muerto, cuando la lucha por la supremacía está desterrada, cuando la gratitud llena el corazón, y el amor hace fragante la vida, tan sólo entonces Cristo mora en el alma, y nosotros somos reconocidos como obreros juntamente con Dios”.[2]

Deberíamos preguntamos honestamente: ¿Estoy tratando de establecer mi propio reino o el de Dios? No se trata de que nos olvidemos de la propia necesidad de bienestar, sino de no permitir que esa necesidad se convierta en el objetivo final y supremo de la vida.

Junto con la motivación, los métodos que se emplean para conseguir esos objetivos adquieren gran importancia. La cualidad de ser condiciona el hacer. “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado al fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis. No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mat. 7:16-21).

La grandeza del servicio

En la esfera del Reino de Dios, los resultados pertenecen al Señor. Ésa es la lección que nos enseña la experiencia de muchos siervos del Altísimo. Moisés aparentemente fracasó, ya que no se le permitió entrar en Canaán; y los profetas del Antiguo Testamento muchas veces experimentaron frustraciones. Incluso Cristo “a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). Como lo sugiere George R. Knight, si evaluamos la obra de Cristo según los cánones actuales del éxito, fue un dirigente que fracasó.[3] De ahí la importancia de este consejo: “Cuando, confiando en tu Ayudador, hayas hecho todo lo que puedas, acepta con gozo los resultados”.[4]

Dios está más interesado en lo que llegaremos a ser que en lo que estamos haciendo para él. Está más interesado en la purificación y la santificación de nuestros motivos. Aunque el hacer es importante, no lo es más que el ser. Sólo los que desarrollan las cualidades de carácter que aparecen en las bienaventuranzas, están en condiciones de ser la luz del mundo y la sal de la tierra (Mat. 5:3-16).

En el proceso de la santificación, el éxito se puede entender como un don que Dios, en su sabiduría, decide concedernos. No es un derecho que podamos reclamar o tratar de conseguir a cualquier precio, sin importar los medios. La parábola de los trabajadores de la viña (Mat. 20:1-16) forma parte de la respuesta de Jesús a la pregunta de Pedro acerca de la recompensa que recibirían los que lo siguieran (Mat. 19:23- 30). Y una de las principales lecciones de la parábola es que Dios no le da al ser humano lo que merece, sino lo que necesita.

Cuando captamos esta perspectiva bíblica, comprendemos por qué el ángel le dijo a Zacarías que su hijo Juan sería “grande” (Luc. 1:15). “Lo que Dios aprecia es el valor moral. El amor y la pureza son los atributos que más estima. Juan era grande a la vista del Señor cuando, delante de los mensajeros del Sanedrín, delante de la gente y de sus propios discípulos, no buscó honra para sí mismo sino que a todos indicó a Jesús como el Prometido. Su abnegado gozo en el ministerio de Cristo presenta el más alto tipo de nobleza que se haya revelado en el hombre”.[5]

El aspecto más importante de la vida del cristiano debe ser servir a Dios con el máximo de sus talentos y habilidades, sin considerar los beneficios que podría conseguir para su reputación o para satisfacer una profunda y, a veces, inconsciente necesidad de obtener ganancias. Debe deleitarse en cumplir la voluntad de Dios. Los resultados de sus esfuerzos pertenecen al Señor.

En realidad, nunca veremos la plenitud del éxito de nuestras labores hasta que vuelva el Señor (Heb. 11:13).

Principios fundamentales

Todo líder cristiano debe reflexionar cuidadosamente acerca del tema del éxito, y bajo la conducción de Dios debe elaborar su propia teología del éxito. Sólo así estará libre del riesgo de asimilar la manera de pensar que prevalece en su medio social, cultural y hasta eclesiástico. En medio de la creciente presión social y cultural, el creyente no debe olvidar que se lo llamó para que desarrollara la actitud de Cristo (1 Cor. 2:6); y eso sólo es posible si se sigue el consejo de Pablo: “No os conforméis a este siglo (mundo), sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rom. 12:2).

Finalmente, una teología del éxito debería tomar en consideración los siguientes aspectos:

  • Concentrarse en la fidelidad a Dios y a su Palabra (Mat. 25:21). El que se mantiene fiel bajo cualquier circunstancia está más cerca del verdadero éxito que es según Dios, que quien cede con facilidad a la presión externa.
  • Evitar la competitividad. Aunque ésta sea una característica predominante en la sociedad contemporánea, Dios quiere que nos complementemos y nos apoyemos mutuamente.
  • Así como es imposible desarrollar una teología acerca de la salud sin disponer de una teología acerca de la enfermedad, no podemos concebir una teología del éxito si no elaboramos una teología del fracaso. Muchas veces el hombre entiende mejor los propósitos de Dios en medio del fracaso. Las pérdidas aparentes y los reveses momentáneos también contribuyen a modelar el carácter a la semejanza de Dios.
  • Dios, más que éxito, espera fidelidad. “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apoc. 2:10). “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mat. 25:23).

Sobre el autor: Profesor de Teología Aplicada en la Universidad Peruana Unión, Lima, Rep. del Perú.


Referencias

[1] Elena G. de White, La educación, pp. 15, 16.

[2] Palabras de vida del gran Maestro, pp. 328, 332.

[3] George R. Knight, Ministerio (mayo-junio de 1998), pp. 5- 7.

[4] Elena G. de White, El camino a Cristo, p. 124.

[5] El Deseado de todas las gentes, pp. 190, 191.