El apóstol Pablo fue un gran ejemplo de alguien que fue capacitado por Dios, mediante el Espíritu Santo, para servir a la iglesia de forma competente. Saulo, su nombre judío, significa “prestado a Dios”, o “aquel que fue deseado o pedido insistentemente”. Después de su conversión, se transformó en Pablo, nombre romano que significa “pequeño”. La doble ciudadanía permitió que se colocara al servicio del evangelio, transformándose en el apóstol a los gentiles.
Educado en Jerusalén por Gamaliel, un eminente rabino del siglo I, Pablo hablaba hebreo, arameo, griego y latín. Fue un gran orador, escritor, teólogo y evangelista. Autor de 14 de 27 libros del Nuevo Testamento, también estableció decenas de iglesias, entrenó discípulos, pastores y líderes. Es imposible hablar de cristianismo sin mencionarlo en algún momento.
En su jornada apostólica, fue arrestado en Filipos, expulsado de Berea, burlado en Atenas, considerado loco en Corinto, apedreado en Galacia y, sin embargo, quería predicar en Roma. En su cuerpo, estaba la “stigmata” de Cristo. En el pasado, la stigmata era la marca perenne que el dueño de un rebaño grababa con hierro candente en sus animales, indicando su propiedad. Por tanto, Pablo llevaba la marca de que pertenecía a Jesús. Cristo era su vida y su vida era la de Cristo. Su ministerio, ejercido con excelencia, era propiedad del Señor, no le pertenecía.
¿Qué ganaría la iglesia hoy con pastores marcados como Pablo?
Mayor crecimiento espiritual. Pastores y ovejas crecerían juntos, profundizando la comunión con Dios. A través de la Palabra, edificada sobre Cristo, los profetas y los apóstoles, la experiencia espiritual se caracterizaría por una relación personal con el Autor de las Escrituras. Por lo tanto, no habría lugar para discusiones y disensiones infructuosas que lastiman tanto a la comunidad de fe. Salvada por la gracia de Cristo, la iglesia estaría lista para vivir en armonía con su voluntad.
Fortalecimiento de las relaciones. El poeta inglés John Donne escribió: “Ningún hombre es una isla, aislada en sí misma; todos son parte del continente, parte de un todo”. En un sentido espiritual, todos somos miembros del cuerpo de Cristo. Por tanto, el discipulado debe ser, ante todo, una experiencia de profunda relación con el Señor y su doctrina, para luego expresarse en relaciones fraternales entre los miembros de la iglesia y la comunidad.
Administración fiel. No solo de una organización, sino del mensaje de salvación. El pan vivo viene del cielo, es nuestro privilegio y responsabilidad comer ese pan y compartirlo fielmente. Por lo tanto, la administración de procesos y recursos depende del propósito divino establecido para su iglesia.
Liderazgo discipulador. Que acompaña, integra y capacita permanentemente. Las actitudes y habilidades son esenciales para formar un liderazgo discipulador. Es necesario que el líder viva el mensaje que comparte si quiere motivar y preparar a otros para vivirlo y cumplir la misión.
Sensación de urgencia. Prisionero en Roma, sintiendo que su muerte se acercaba, Pablo hizo un llamado a Timoteo para que predicara la Palabra, a tiempo y fuera de tiempo. Estaba seguro de que todos los que aman la venida de Jesús, sean discípulos o discipuladores, recibirán la corona de justicia del Señor (2 Tim. 4: 8).
“El mismo intenso anhelo de salvar a los pecadores que señaló la vida del Salvador se nota en la de su verdadero discípulo. El cristiano no desea vivir para sí. Se deleita en consagrar al servicio del Maestro todo lo que posee y es. Le impulsa el deseo inefable de ganar almas para Cristo” (Elena de White, ¡Maranata: El Señor viene!, p. 99).
Así que, como el apóstol Pablo, ¡honremos siempre la stigmata de Cristo en nosotros!
Sobre el autor: vicepresidente de la División Sudamericana.