El doctor Ricardo Hoffmann, psiquíatra de Nueva York, declaró recientemente que los mayores asesinos contemporáneos son:
- El calendario que nos recuerda continuamente las fechas de pago de las deudas y otros hechos que perturban al ser humano produciéndole tensión nerviosa y angustias, que él llama la tiranía de las preocupaciones.
- El teléfono, tan indispensable en la vida moderna, produce irritación y agotamiento nervioso, causados por lo que él denomina la tiranía de las interrupciones, que ocasiona enfermedades del corazón, úlceras pépticas, cálculos biliares o renales.
- El reloj, que nos obliga a andar siempre agitados, contando los fragmentos de tiempo, y que origina una nueva forma de despotismo: la tiranía de los compromisos.
Las personas que tienen el cuerpo y el espíritu exhausto por el desgaste provocado por estos tres “asesinos”, dice el Dr. Hoffmann, “al final del día deben retirarse a descansar y dejar que la naturaleza se encargue de restaurar el organismo agotado”.
Pero el hombre que trabaja para Dios no se somete a la tiranía de estos “asesinos” modernos. Guiado por el Espíritu Santo, domina las preocupaciones, se sobrepone a las interrupciones y cumple los compromisos que constantemente aparecen en su agenda de trabajo.
La acción homicida de estos tres agentes denunciados por Hoffmann, desaparece cuando nos valemos correctamente de ellos, teniendo en vista el desempeño de un ministerio eficaz.
Los predicadores de éxito se valen del calendario denominacional y secular para organizar un programa definido de sermones.
Cuando observamos el calendario denominacional, encontramos que hay días especiales que exigen la preparación de sermones específicos sobre temas tales como el altar de la familia, el don del espíritu de profecía, la temperancia, la educación, las vocaciones ministeriales, etc. Estos días especiales, tanto como otros que aparecen en el calendario secular, cuando se consideran debidamente en el planeamiento anual de los sermones, estimulan la recolección anticipada de datos que enriquecerán esos temas y le darán al predicador la posibilidad de una exposición homilética más brillante.
Henry Sloan Coffin, elegido para asumir la cátedra de Lyman Becker, en Yale, escribió: “Distribuí los temas de las predicaciones, hasta donde fue posible en el terreno de las previsiones, a lo largo de todo un año… Me impuse la tarea de comenzar uno de mis sermones (predicaba dos veces cada domingo) el martes en la mañana. Hice esto para evitar la acumulación de trabajo en el fin de semana” (Here Is My Method, págs. 53, 54).
Coffin no era esclavo de un calendario implacable, pero se valía de él para sistematizar sus hábitos de trabajo.
El pastor H. M. S. Richards, hablando a los alumnos de Teología del Colegio Misionero de Washington, hizo responsable al teléfono como un elemento perturbador que interrumpe con reiterada frecuencia al ministro en su programa matinal de estudios, meditación y oración.
¿Cómo podemos sobreponernos a la tiranía de estas interrupciones provocadas por el teléfono? Enseñando a los feligreses a no hacer durante la mañana llamadas telefónicas que no tengan importancia o que puedan esperar.
Es oportuno mencionar aquí que el teléfono puede convertirse, en manos de un pastor negligente, en un peligroso instrumento homicida. Inspirados por la comodidad, algunos están utilizando el teléfono como sustituto de las visitas de casa en casa. Se valen de este invento maravilloso para dialogar con los miembros de su iglesia, suponiendo que tal recurso puede tomar el lugar del programa de las visitas pastorales.
George A. Buttrick, insistiendo en la necesidad urgente de un plan general de visitas, escribió: “El desgaste de la suela de los zapatos y de los neumáticos del automóvil puede edificar espiritualmente a una iglesia” (Pastoral Work, pág. 13).
El poder de un pastor depende en buena medida del conocimiento que tiene de su grey. Y nunca podrá conocer sus disposiciones, sus hábitos y sus necesidades si se vale únicamente del teléfono impersonal.
El reloj puede llegar a ser un déspota cruel para los que no saben organizar su tiempo y ordenarlo dentro del ritmo temporal.
Algunos ministros, ignorando el valor del tiempo, llenan las preciosas horas del día con preocupaciones comunes, relegando el estudio y la meditación a un segundo plano. Cuando se aproxima el sábado, surge una inquietante pregunta: “¿QUE PREDICARE?” El tiempo urge, las horas transcurren rápidamente, y se ven obligados a reunir apresuradamente el material para su sermón. Ordenan algunos pensamientos, pero sin una reflexión madura, y los presentan a la congregación con inseguridad y desazón.
Esta es, en pocas palabras, la infeliz historia de un sermón fracasado.
La Hna. White dice: “La razón porque tantos de nuestros predicadores pronuncian discursos sin vida y tibios consiste en que permiten que una variedad de cosas de naturaleza mundana ocupe su tiempo y atención” (Obreros Evangélicos, pág. 287).
En tales casos resulta evidente la acción homicida del reloj.