El discípulo tiene dos obligaciones: imitar a su Maestro y transmitir sus enseñanzas.

Durante siglos, el crecimiento de la cristiandad se ha calculado sobre la base de la cantidad de miembros de cada iglesia. Aunque se ha abordado el llamado de Cristo a hacer discípulos, aparentemente no ha ejercido sobre la iglesia la influencia que debería haber alcanzado. En muchos casos, la formación de discípulos no ha constituido la actividad básica de la iglesia, tal como lo fue en el primer siglo del cristianismo; y eso ha reducido la eficacia de la misión de las grandes denominaciones.

Mientras tanto, los maestros y los estudiosos del asunto están de acuerdo en algo: los índices de crecimiento de la iglesia han disminuido en muchos países que se encuentran bajo la influencia de la cultura posmoderna, caracterizada por su desconfianza en las instituciones y por su deslealtad a ellas, su eclecticismo religioso y su descarado individualismo. Muchas iglesias ya cerraron sus puertas; otras están muriendo o se están reestructurando; y otras avanzan a los tropezones, a la espera de que se produzca algún cambio. Unas pocas, que se muestran lo suficientemente creativas y vigorosas como para enfrentar el desafío del posmodernismo, están evidenciando algún crecimiento.

La crisis que se está manifestando en muchas iglesias: crecimiento reducido o nulo, una hermandad apática y desleal, asistencia esporádica a los cultos y aumento de la apostasía, ha conducido a muchos dirigentes y a muchas organizaciones de nuevo a la mesa de consultas, para repensar y discutir nuevas estrategias relativas al crecimiento de la iglesia y la conservación de sus miembros.

Recientemente, la palabra discipulado empezó a salir de los archivos de la tradición apostólica en muchas iglesias y denominaciones, como parte de una metodología de conservación de miembros. Pero se sigue usando muy poco, porque muchas iglesias son víctimas de estructuras sumamente rígidas, determinadas por valores tradicionales que van a la zaga de la orientación de sus miembros. Además, en muchas instituciones eclesiásticas las tareas se reducen, en la práctica, a “contar cabezas” y administrar dinero.

Hay quienes piensan que discipulado es sólo una palabra vacía de significado, que es de buen tono usarla y que gira en torno de la comunidad de la fe en vez de ser su estilo de vida. Conviene recordar que, aunque la hermandad de la iglesia es un concepto bíblico correcto, debemos tener cuidado para no caer en el error de pensar que cuando alguien es miembro de iglesia ya automáticamente es discípulo. No es así: alguien puede ser miembro de iglesia sin ser discípulo de Jesucristo. El drama de muchas iglesias de la actualidad es que tienen pocos miembros, y menos discípulos aún.

La condición de miembro de iglesia siempre debe estar caracterizada y regulada por el llamado personal de Cristo al discipulado. El propósito del discipulado siempre ha sido constituir la estructura inalterable, modeladora y definitoria de la vida práctica del creyente; la condición de miembro pasa a ser el resultado lógico de esa condición de vida. La aceptación del llamado personal de Cristo hace de alguien miembro de su cuerpo, no sólo de una organización eclesiástica. El llamado de Cristo al discipulado no es una opción más para la iglesia: es la sangre que circula por sus venas; es su estilo de vida.

Nosotros, simplemente, no podemos ampliar los límites del Reino ni el número de sus súbditos si no le damos prioridad al discipulado y lo aceptamos de todo corazón. En muchas congregaciones, eso requiere un cambio radical de ideas, conceptos y prácticas relativos a la ganancia de almas y su conservación. Si tenemos en vista ese ideal, es importante que analicemos el llamado de Cristo a sus primeros discípulos.

En qué consiste el llamado

El llamado a ser discípulos forma parte de una orden: “Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mar. 4:19). Este llamado no se produjo en el vacío. Era parte integral de la estrategia del Reino de Cristo, y es la condición insustituible del crecimiento y el sustento de ese Reino aquí, en la tierra. Sólo se puede entender el discipulado cuando se lo observa a través del prisma del Reino de Dios. Cualquier otra visión es totalmente infructífera y miope. Una verdad sumamente incómoda es que en muchas congregaciones hemos permitido que la visión de la iglesia o la denominación eclipse la del Reino de Dios; y, por extensión, el concepto de miembro a su vez ha oscurecido el llamado de Cristo al discipulado.

A diferencia de Juan el Bautista, Cristo no vino sólo a proclamar el advenimiento del Reino, sino a trabajar para que llegara a ser una realidad. En el capítulo 4 de Mateo lo encontramos “andando […] junto al Mar de Galilea” (vers. 18). No era un paseo que él daba por casualidad, sino una estrategia intencional de misión que tenía en vista el Reino y que se concretó con el llamado a los primeros discípulos.

Es interesante notar que este acto de Jesús contradecía la tradición rabínica. Según ésta, el discípulo en perspectiva buscaba al maestro de su preferencia y le solicitaba la oportunidad de sentarse a sus pies como alumno. Pero Cristo era un rabí diferente. Y con su gesto ejemplar enseñó una lección práctica respecto de uno de los principios fundamentales del Reino: “Y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (Mat. 20:27).

Una invitación personal

Antes y por encima de todo, el llamado de Cristo es directo y personal: “¡Sígueme!” le indicó a Mateo (Mat. 9:9). Este llamado no se puede bloquear ni se le puede señalar límites.

Ninguna disposición ejecutiva denominacional o eclesiástica lo puede abrogar. Ningún creyente nacido de nuevo se puede sustraer de él. No es un deber transferible, producto de preferencias personales. Tampoco se lo puede evitar invocando una obligación más importante.

A primera vista, “Sígueme” puede parecer demasiado sencillo, rudimentario y hasta sin propósitos estratégicos. Pero, si lo examinamos más profundamente, descubriremos que esta invitación contiene la poderosa simiente del crecimiento y el sostén del Reino de Dios. “Sígueme” es más que “Ven detrás de mí”; es un llamado a imitar al Maestro con palabras y obras. Exige ser como Jesús y hacer lo que él hacía. Un verdadero discípulo tiene dos obligaciones: volverse como su Maestro, y transmitir a los demás sus enseñanzas y su estilo de vida.

Con esta sencilla invitación, Cristo estaba estableciendo un principio fundamental para el crecimiento de su Reino. Se lo llama principio de la autoduplicación, y es poderoso. Repitió muchas veces esta invitación (Mat. 8:22: Mar. 2:14; Luc. 5:27; Juan 1:43; 21:29). Por medio de la reproducción de discípulos, Cristo intentaba extender y ampliar su influencia gracias a una red infinita que debía producir cada vez más discípulos para el Reino de Dios

Una poderosa transformación

El llamado a ser discípulos no sólo es personal sino también poderoso. Está apoyado y garantizado por la promesa de Jesús: “Os haré pescadores de hombres” (Mat. 4:19). Al Maestro no le importa quién o qué haya sido alguien antes de su llamado. Todos los talentos y las realizaciones humanas, todas sus limitaciones y sus flaquezas se disipan delante del poder contenido en las palabras “Yo os haré…”

Pensemos en cuán insignificante era el grupo de gente que Jesús eligió para integrar el núcleo de su campaña en favor de su Reino. Sus antecedentes, caracteres y personalidades eran tan distintos y discordantes, que constituían la fórmula perfecta para el fracaso. Es posible, incluso, que ninguno de ellos habría podido aprobar el examen al que se los sometería para aceptarlos en cualquier comunidad cristiana de la actualidad. De todos modos, Cristo los escogió. Bajo su tutela paciente y modeladora, esos hombres, con excepción de Judas, aparecieron para convertirse en los progenitores espirituales de la iglesia cristiana.

Bill Hull afirma correctamente que “(Jesús) ve a sus seguidores de acuerdo con lo que llegarán a ser y no por lo que son en el campo espiritual. Todos son candidatos a algo, y no hay excepciones. Aparte de lo que podamos ver en alguien, en sus pros y sus contras, hay mucho más que se puede contemplar, cosas que sólo Dios entiende”.[1]

Una ocupación productiva

El llamado de Cristo tiene en vista un propósito final, a saber, “pescar” seres humanos. Es muy importante que entendamos que la fuerza motriz y el énfasis del discipulado no residen en el proselitismo numérico en sí mismo, sino en el acto de seguir a Jesús. “Pescar” gente que todavía no está salvada es siempre el resultado inevitable de seguir a Cristo, porque es el resultado del poder del Maestro ejercido por medio del Espíritu Santo en el converso. El Señor nos promete que, si lo seguimos, nos hará pescadores de hombres; y no hay posibilidad de error en esta promesa, porque él mismo es el responsable de los resultados de la pesca.

Ese hecho nos lleva a una conclusión irrefutable: ya que pescar es el resultado inevitable de seguir a Jesús, es también la gran prueba de la relación de alguien con él. En otras palabras, si no soy pescador de hombres, no soy un verdadero discípulo de Cristo ni su seguidor. Puedo estar siguiendo a alguien o a algo: un líder religioso, un sistema, una organización o denominación, pero con toda seguridad no estoy siguiendo a Jesús de Nazaret. Él mismo mencionó que el hecho de dar frutos (hacer discípulos, de acuerdo con Juan 15:16) es la prueba del verdadero discipulado (Juan 15:8).

¿Se puede “pescar” sin seguir a Jesús?

Puede haber quienes estén pescando sin seguir a Jesús; después de todo, pescar es más fácil que seguir. Pero eso es ilusorio y bastante peligroso. Alguien puede dedicar su vida entera a pescar, tal como los discípulos pasaron la noche entera sin pescar nada (Luc. 5) y, al final, oír estas palabras del Maestro: “Nunca os conocí. Apartaos de mí” (Mat. 7:23).

Considere algunos de los perjuicios y trampas que implica el acto de pescar sin seguir a Jesús:

  • La tendencia a concentrarse en el pez o en la pesca. Eso inevitablemente conduce al engreimiento, a la actitud del que cree: “Soy mejor que tú”, como pescador. En este caso, la visión de Cristo y de su llamado por lo general se traslada en un plano secundario o se la descarta por completo.
  • Caer en la tentación de intentar “limpiar” los peces antes de pescarlos. Esa actitud se pone en evidencia cuando se cultiva el hábito de levantar barreras legalistas entre Cristo y los pecadores que tratan de acercarse a él.
  • Tratar de separar los peces buenos de los malos (en la iglesia).
  • Concentrar la atención en un grupo especial de peces, en detrimento de los demás.
  • Poner el yo en lugar de Cristo. En este caso, el hombre siempre aparece como el responsable por los resultados de la pesca. Se mide el éxito o el fracaso por la habilidad (o la falta de ella) para pescar una gran cantidad de peces; y esa evaluación se puede aplicar a lo personal, lo corporativo o lo denominacional.
  • Enfatizar acerca de la cantidad de peces conseguidos, pero no en cuanto al cuidado continuo que se les debe dispensar.

Cuando seguimos a Cristo, aprendemos a pescar como él lo hizo. Trabajaremos por toda clase de gente, al margen de su orientación, estilo de vida, cultura o raza, usando diferentes medios, métodos y situaciones (anzuelos, equipos e instrumentos de pesca, etc.) para alcanzarla en el lugar en el que aquélla se encuentra.

Los peces no necesitan amoldarse al tamaño ni al modelo de nuestro barco, ni concordar con nuestras actitudes o preferencias de pescadores. Lo que nos debe interesar es hacer ajustes estratégicos para conseguir una buena pesca. Además, no todos los peces tienen el mismo tamaño ni la misma forma. Tampoco comparten el mismo hábitat ni la misma comida.

Cristo encontraba a la gente en su propio terreno y le posibilitaba, al margen de su vida y sus hábitos, un acceso irrestricto a él. Sus verdaderos seguidores harán lo mismo. Debemos cooperar con él en la obra de alcanzar a las personas, pero, al final, él se reserva el derecho exclusivo de limpiarlas.

Un llamado que viene de lo alto

El llamado de Cristo es para que lleguemos a ser discípulos y no meros miembros de iglesia o dirigentes. Es un llamado para servir; no para ser servidos. No debe ser reemplazado o suplantado por el llamado de una iglesia o denominación, o cualquier otra institución. Un llamado extendido por esas entidades será autenticado por el Cielo solamente si es la extensión del llamado del Maestro.

El cuerpo sólo hace el llamado si la Cabeza lo dirige. Aunque la condición de discípulo implica que seamos miembros de una iglesia, y que estas situaciones no son mutuamente excluyentes, ambas tienen que ver con experiencias diversas. La adhesión a una iglesia comunica un sentido de comunidad y pertenencia, mientras el discipulado transmite un sentido de misión y propósito. La misión de Cristo en el mundo es establecer el Reino de Dios, llamando gente con ese propósito; y la naturaleza de su llamado es que se trata de algo personal, poderoso y productivo. Por eso, es importante que reaccionemos adecuadamente. No nos olvidemos: es un llamado a seguirlo y ser sus discípulos.

Íntimamente ligado a la persona del discípulo está el proceso mediante el cual llegamos a serlo; eso es lo que hace que un discípulo lo sea realmente. El discipulado es un compromiso para toda la vida; y es la tarea de formar otros discípulos, como lo hizo por precepto y ejemplo el mayor formador de discípulos: nuestro Señor Jesucristo. Eso implica que debemos ser como el Maestro tanto en el ministerio público y en la disciplina privada, como en la soledad, la quietud, la oración, el ayuno, la benevolencia y la meditación.[2] A todo creyente se lo llama a participar de esta experiencia, como asimismo a extender a otros esta misma invitación.

Elena de White nos recuerda que “Dios toma a los hombrees como son, y los educa para su servicio, si quieren entregarse a él. El Espíritu de Dios, recibido en el alma, vivificará todas sus facultades. Bajo la dirección del Espíritu Santo, la mente consagrada sin reservas a Dios se desarrolla armoniosamente y se fortalece para comprender y cumplir los requerimientos de Dios. […] El que anhela servir a Cristo, queda tan vivificado por el poder del Sol de justicia, que puede llevar mucho fruto para gloria de Dios”.[3]

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Consultor paro estrategias relativos a los ministerios de la iglesia. Vive en Hagerstown, Maryland, Estados Unidos.


Referencias

[1] Bill Hull, Jesús Christ Disciple Maker [Jesucristo, el hacedor de discípulos] (Grand Rapids Fleming H. Revell, 1994), p. 20.

[2] Dallas Willard, The Spirit of the Disciples [El espíritu de los discípulos] (Nueva York: Harper Collins Publishing, 1991).

[3] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires. ACES, 1990), p. 216.