Las situaciones de la vida familiar son los caminos por los cuales podemos llevar a nuestros hijos a los pies de Jesús.

Como padres, deseamos que nuestros hijos tengan la alegría de conocer a Jesús desde los primeros días de su vida. Y, junto con ese deseo, vienen a nuestra mente algunas preguntas que nos llaman a la reflexión. Por ejemplo, ¿cuánto puede comprender respecto de Dios un niño? ¿De qué manera cambian sus conceptos a medida que madura? Con el fin de ayudar a nuestros niños a desarrollar una fe que perdure hasta la vida adulta, es necesario que actuemos en cada etapa de su desarrollo.

Los primeros años son fundamentales para el desarrollo espiritual del niño. Elena de White nos brindó orientaciones acerca de esta etapa cuando escribió lo siguiente: “No puede darse demasiada importancia a la primera educación de los niños. Las lecciones aprendidas, los hábitos adquiridos durante los años de la infancia y de la niñez, influyen en la formación del carácter y la dirección de la vida mucho más que todas las instrucciones y que toda la educación de los años subsiguientes.

“Los padres deben considerar esto. Deben comprender los principios que constituyen la base del cuidado y de la educación de los hijos”.[1]

Oportunidades áureas

Nosotros, los padres, siempre tratamos de estar listos para alimentar al bebé cuando tiene hambre, para jugar con él cuando se despierta y para arrullarlo cuando tiene que dormir. Por medio de esas experiencias, el niño desarrolla primero el fundamento del amor y la confianza en nosotros, y a partir de ello, en Dios.

Otra gran oportunidad que podemos aprovechar para enseñar a los niños a adorar a Dios es recurrir a la curiosidad natural que caracteriza esa etapa, y hablarles acerca de la capacidad creadora de nuestro Señor. Debemos referimos a Dios como el Creador mientras paseamos por el campo, cuando les leemos libros con ilustraciones relacionadas con este tema o cuando visitamos el jardín zoológico. Esas sencillas actividades producen resultados importantes para el desarrollo emocional e intelectual del niño. Y lo que aprende de esa manera queda registrado para siempre en su memoria.

Cuando el niño llega a la edad de 3 ó 4 años, expresa muchas veces sus pensamientos y sentimientos mientras juega. Ése es un buen momento para estar cerca de ellos y compartir sus experiencias. A medida que nuestros niños aprenden más acerca del amor de Dios, desarrollan el deseo de demostrar al Señor su amor infantil; y lo hacen por medio de himnos y oraciones.

Ésa es una etapa de rápido desarrollo mental. Mientras la capacidad intelectual está en expansión, el niño comprende mejor qué es el bien y qué es el mal. Por eso, cuando nuestros hijos aprenden las verdades bíblicas: cómo amar a la gente, cómo respetar a los padres, cómo ser veraces, pueden comenzar a poner en práctica esas verdades. “Durante los primeros años de la vida de un niño, su mente es más susceptible a las impresiones buenas o malas. Durante esos años hace progresos decididos en la buena dirección o en la mala. Por un lado, se puede obtener mucha información sin valor; por otro lado, mucho conocimiento sólido y valioso”.[2]

Muchos niños que fueron criados y educados en hogares cristianos, en torno de los 6 años están en condiciones de invitar a Jesús para que sea su Amigo de toda la vida. Aunque éste sea un período emocionante para los padres, es importante que los niños tomen sus propias decisiones cuando se consideren preparados.

Preguntas que inquietan

Cuando el niño llega a los 7 u 8 años, comienza a hacer preguntas más profundas; pero no debemos preocupamos. Sus preguntas y dudas son señales de que están madurando y aprendiendo a encontrar sus propias respuestas. Y, cuando las descubren, al estudiar las Escrituras o al conversar sobre el asunto, se estarán equipando mejor para seguir a Dios por decisión propia y libre, en lugar de que los obliguemos a hacerlo. Debemos estimular a nuestros hijos para que empleen su capacidad y sus habilidades especiales a fin de servir a Dios y a los que los rodean.

El siguiente consejo es sumamente oportuno: “Los niños de 8, 10 y 12 años tienen ya bastante edad para que se les hable de la religión personal. No mencionéis a vuestros hijos algún período futuro en el que tendrán bastante edad para arrepentirse y creer en la verdad. Si son debidamente instruidos, los niños, aun los de muy poca edad, pueden tener opiniones correctas acerca de su estado de pecado y el camino de salvación por Cristo. Los pastores manifiestan generalmente demasiada indiferencia hacia la salvación de los niños, y su obra no es tan personal como debiera ser. Muchas veces se pierden áureas oportunidades de impresionar las mentes de los niños”.[3]

La relativa calma que apreciamos en el niño cuando llega a los 9 ó 10 años de edad, parece desaparecer cuando llega a los 11. Entonces, su mente y su conducta dan un salto espectacular, al disponerse a seguir reglas concretas para enfrentar un mundo de posibilidades infinitas. En esa época de la vida, los niños comienzan a hacer preguntas como: “¿Y si…?” “¿Y si Jesús no hubiera muerto?” “¿Y si esto o aquello hubiera sucedido?” “¿Y si esto o aquello no hubiera ocurrido?”

Proyectos de largo alcance

Debemos buscar junto con nuestros hijos las respuestas para las preguntas difíciles. La investigación demostrará al adolescente que la fe es un proceso de crecimiento y aprendizaje incluso para los adultos. Durante esa etapa, nuestros hijos comienzan a luchar en la determinación de su propia identidad y tratan de ubicarse en el mundo. Es el momento de mantenernos a su lado y ayudarlos a encontrar esa identidad en el Señor Jesús, dedicándoles tiempo, cuidado y oración.

A medida que crecen y se desarrollan, debemos estar siempre atentos a los indicios de su progreso hacia la madurez moral y espiritual; y conviene que estemos cerca de ellos a fin de ayudarlos en esta etapa de la vida.

Enseñar a los niños la experiencia de la adoración a Dios no es un proyecto de corto alcance. Siempre debemos buscar formas de demostrar nuestro amor, que es la expresión más parecida que podemos tener del verdadero amor que fluye de nuestro Padre celestial hacia todos sus hijos.

Que nuestras acciones puedan animar a nuestros hijos a descubrir y apreciar el amor de Dios, para que entonces respondan a él.

Sobre el autor: Directora del Ministerio en favor de la infancia y la adolescencia de la División Sudamericano.


Referencias

[1] Elena G. de White, El ministerio de curación, pp. 293, 294.

[2] Conducción del niño, p. 177.

[3] Joyas de los testimonios, t. 1, pp. 150, 151.