El debate entre la religión y la ciencia es tan antiguo como ambas disciplinas. La religión, al pretender disponer de una revelación especial de Dios, se ha elevado a alturas vertiginosas y, a veces, se ha opuesto a la ciencia en la búsqueda de la verdad y en la comprensión de los misterios de la vida.

La ciencia, con pretensiones de humildad, refiriéndose sólo a lo que se puede percibir por medio de los sentidos, a veces se ha vuelto arrogante, y le ha negado todo papel y aun su valor a la fe religiosa en la vida humana.

La batalla se está librando. Pero al aproximarnos a la aurora de un nuevo milenio, ¿existe la posibilidad de que la materia de la fe y la fe en la materia puedan mantener algún diálogo? ¿Cuáles son las metas del cristianismo y cuáles las de la ciencia? ¿Podemos concebir metas comunes para estas dos corrientes del pensamiento? ¿Dónde podemos encontrar la respuesta final para las indagaciones humanas?

Después de esta introducción, permítanme dejar bien en claro quién soy y de dónde vengo. Soy adventista practicante, y creo en la revelación bíblica de la verdad, con un interés especial en las profecías. También soy astrónomo profesional, con un vivo interés en la cosmología, su orden y su belleza. Mi fe y mi profesión no me causan problemas insolubles. A partir de esta convicción abordo las cuestiones esbozadas anteriormente.

El tema del cristianismo

La fe cristiana está anclada en Dios, tal como lo revela la Biblia. Y las Escrituras revelan a Dios como el Creador de los seres humanos (Gén. 1:26, 27; 2:18, 21-23), que los instruyó en cuanto a cómo vivir (Éxo. 20:1-17; Miq. 6:8; Mat. 22:36- 40), que los salva del dilema del pecado (Eze. 36:26, 27; Rom. 7:24, 25; Efe. 5:25-27) y que les promete un futuro de realizaciones y felicidades eternas (Juan 14:1-3; Apoc. 21, 22).

Aunque la Biblia fue escrita por seres humanos, presenta a Dios como su Autor (2 Tim. 3:16, 17). Este Dios nos invita a conocerlo (Juan 17:3). Entrar en esa relación especial que promueve el desarrollo de nuestro potencial es el principal objetivo de la Palabra escrita.

Juan explora este tema vinculándolo con otros dos aspectos de nuestra relación con él (1 Juan 2:13, 14). Primero, conocer a Dios como Aquél “que es desde el principio”, el Creador. Segundo, relacionarse con Dios como los que “vencieron al mundo”, o sea, una victoria fundamentada en la revelación de Dios por medio de su Hijo Jesucristo (1 Juan 5:4, 5). De esta manera, la Biblia nos invita a tener fe en Dios como Creador y Redentor, una fe sin la cual es imposible agradarlo (Heb. 11:6).

El tema de la ciencia

La ciencia intenta, primero, satisfacer la curiosidad humana. Dios nos creó con el deseo innato de averiguar y conocer. Considere la astronomía, por ejemplo, que trata de responder las preguntas que los seres humanos se han hecho desde que comenzaron a mirar el cielo. ¿Qué son las estrellas? ¿De dónde salieron? ¿Ejercen alguna influencia sobre nuestras vidas aquí en la Tierra? Pero, además de satisfacer nuestra curiosidad natural, la ciencia también trata de dominar la naturaleza en beneficio del hombre: un fuerte argumento para financiar la investigación científica.

Cuando Dios ordenó que Adán y Eva se “enseñorearan” de su creación (Gén 1:26), lo hizo con el claro propósito de que asumieran responsabilidades relacionadas con el bienestar de la atmósfera, los minerales, vegetales y animales. En efecto, Dios puso al hombre en el jardín del Edén “para que lo labrara y lo guardase” (Gén 2:15). De modo que desde el mismo principio debía haber una interacción benéfica y responsable entre los seres humanos y la naturaleza.

La naturaleza de la fe

Si el cristianismo pone énfasis en la necesidad de creer, y la ciencia afirma la necesidad de comprender el mundo que nos rodea, ¿habría la posibilidad de que hubiera un entendimiento entre la fe y la ciencia? Creo que lo hay, y para descubrirlo debemos buscarlo en la revelación de Dios tanto en la Palabra escrita como en la naturaleza: sus dos libros. Cuando David afirmó: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal. 19:1), no sólo estaba dándole expresión a la poesía que brotaba de su corazón de músico. También estaba expresando un concepto fundamental de la cosmovisión bíblica. No es posible contemplar las maravillas de la naturaleza sin que se afirme la fe en Dios. Puesto que la gloria del Señor es su carácter,[1] podemos entender ese pasaje como si dijera: “La naturaleza declara el carácter de Dios”.

Pero hay un posible problema. Para Adán y Eva puede haber sido relativamente fácil comprender a Dios mientras andaban por el perfecto jardín del Edén, pero para sus hijos tiene que haber sido mucho más difícil disponer de la misma clara comprensión, ya que crecieron en medio de “espinos y cardos”, de dolor y lágrimas. La naturaleza se desfiguró tanto como consecuencia de la entrada del pecado que el reflejo de su carácter no se puede discernir en ella con la misma claridad que antes de la invasión del mal. Esa situación sugiere de inmediato una pregunta: ¿Afectó el pecado sólo la Tierra, la habitación del hombre, o afectó también el espacio que nos rodea?

Antes de que el espacio se convirtiera en objeto de indagación científica, los cristianos generalmente creían que los seres humanos nunca podrían viajar por él y contaminar con el pecado un ámbito mayor. El Salmo 115:16, que dice: “Los cielos son los cielos de Jehová; y ha dado la tierra a los hijos de los hombres” se entendía literalmente. Hoy sabemos más. Dejamos las huellas de nuestros pies en la Luna, y la vastedad del espacio se ha vuelto objeto del escrutinio de la ciencia. De modo que se puede preguntar legítimamente: ¿Existe algún lugar en la creación de Dios donde el pecado no haya entrado y donde no se haya sentido su influencia?

Aunque no necesitamos especular con respecto a lo que no sabemos o no ha sido revelado, aún tenemos esta garantía: “La tierra, arruinada y contaminada por el pecado, no refleja sino oscuramente la gloria del Creador. Es cierto que sus lecciones objetivas no han desaparecido. En cada página del gran volumen de sus obras creadas se puede notar todavía la escritura de su mano. La naturaleza aún habla de su Creador. Sin embargo, estas revelaciones son parciales e imperfectas”.[2]

“Los cielos pueden ser para ellos (los jóvenes) un compendio del cual pueden extraer lecciones de intenso interés. La Luna y las estrellas pueden ser sus compañeras, para hablarles en el lenguaje más elocuente acerca del amor de Dios”.[3] De modo que la naturaleza nos sigue hablando de Dios. Pero también tenemos la Palabra escrita, que proclama la naturaleza y la gloria de Dios.

Muchos consideran que los dos libros del Señor tratan temas diferentes. Uno se refiere a la naturaleza, mientras que el otro habla de su Creador. Sin embargo, aunque los dos libros sean diferentes, ambos son ejemplos acerca de la manera como Dios se comunica con los seres humanos. Mediante el primero nos habla acerca de sus obras, lo que se da en llamar la revelación general de la naturaleza. El otro, conocido como la revelación especial, nos habla acerca de sí mismo. La revelación general contesta las preguntas relativas al universo físico: ¿Cómo funciona la naturaleza? ¿Cómo se relaciona esto con aquello? ¿Cómo explicamos el orden y el ritmo, el caos y la degradación, el espacio y el tiempo? Esas preguntas se pueden responder mediante la observación del mundo natural y al usar los métodos de las ciencias naturales.

La revelación especial responde las preguntas que tratan de ir más allá del mundo físico: ¿Por qué es así la naturaleza? ¿Cuál es el significado y el propósito de la vida? ¿Somos responsables ante un ser superior? ¿Cómo nos relacionamos con Dios? ¿Cómo se puede resolver el problema del pecado y su poder destructor? ¿Hay vida después de la muerte? Las respuestas a estas preguntas presuponen la existencia de un ser superior, y van más allá del ámbito de las ciencias naturales. Ese poder superior se reveló por medio de la Biblia. Ahí podemos encontrar respuestas para los grandes interrogantes de la existencia.

Puesto que la naturaleza y la Biblia tienen el mismo Autor, que no miente (Núm 23:19; Tito 1:2), las respuestas que obtenemos de la Biblia no pueden contradecir las que obtenemos de la naturaleza, en los aspectos en que ambos libros tienen algo que comunicar. Eso no significa que los estudiantes de la naturaleza y los de la Biblia siempre estén de acuerdo sobre cómo se debe interpretar la información obtenida. La mima Biblia aclara que sólo puede ser comprendida por los que tienen discernimiento espiritual, es decir, los que al estudiar toman en cuenta al Espíritu de Dios (1 Cor. 2:6-19).

Esa verdad ya se proclamó en el Antiguo Testamento y parece ampliar la espiritualidad para que va ya más allá de los estudios bíblicos: también se puede aplicar a la investigación de la naturaleza. De modo que se necesitan un conocimiento de Dios y un reconocimiento de su existencia y su sabiduría para disponer de una comprensión más profunda de los problemas que encontramos en la naturaleza.

Al esforzarnos por conocer a Dios mediante el estudio de sus dos libros, es necesario que recordemos que no podemos obtener respuestas satisfactorias al estudiar uno de ellos mientras descuidamos el otro. Albert Einstein comprendió este principio de complementación cuando dijo: “La ciencia sin religión es manca; la religión sin ciencia es ciega”.[4]

Objetivos idénticos

Pero no necesitamos ser ni mancos ni ciegos. ¿Habrá objetivos comunes para que concuerden la fe cristiana y la ciencia, y estudios comunes en los cuales nos podemos empeñar? Si la naturaleza y la Biblia son dos modos que Dios eligió para comunicarnos informaciones importantes, y la realización de empresas físicas y espirituales puede recibir la ayuda de esos dos libros, entonces, ¿no es lógico que tanto la ciencia como la Biblia, la razón como la fe deban desempeñar un papel en nuestra vida intelectual y espiritual? En otras palabras, nuestro origen, el propósito de nuestra vida y nuestro destino, ¿no podrían recibir información y dirección de lo que nos revelan la fe y la razón?

Consideremos el llamado de Isaías: “Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres; ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio” (Isa. 40:26). Aquí tenemos una invitación de Dios a estudiar su obra tal como se manifiesta en los planetas, las estrellas y las galaxias.

¿Por qué necesitamos estudiar todo esto? En primer lugar para obtener un conocimiento personal de Dios. En segundo término, para descubrir que el poder de nuestro Creador es grande y que él es eterno. Y en tercer lugar, para descubrir por qué creó Dios este vasto Universo. Él no quiere que todos seamos astrónomos, pero sí desea que estudiemos su creación maravillosa y meditemos en ella. Tenemos la oportunidad de estudiar este planeta, como asimismo lo que está más allá de él con el fin de que no conozcamos sólo la grandeza de nuestro Dios, sino también la responsabilidad que tenemos como mayordomos de él.

Eso sugiere preguntas importantes: ¿Es esa mayordomía la única razón de la investigación científica? ¿Existen razones adicionales? El estudio científico del universo físico y su estudio más espiritual, emprendidos con el propósito de conocer al Creador, tendrían que avanzar tomados de la mano. Por eso lamento la existencia de cualquier separación que podría haber entre esas dos disciplinas.

Notemos una reciente tendencia de la cosmología. Hace aproximadamente setenta años la cosmología tomó un rumbo que la llevó a un aparente origen del Universo. Aunque todavía hay muchos detalles no bien entendidos, la teoría del Big Bang (la gran explosión) respecto del origen del universo, ha sido aceptada por la mayor parte de los hombres de ciencia como una explicación adecuada, dentro de la cual se espera mayor progreso en el futuro.

La colaboración que existe entre la astrofísica, la física de las partículas y la física teórica, ha llevado a vislumbrar los primeros momentos de la existencia del Universo. Con todo, también llevó a reconocer que hay una barrera en el tiempo más allá del cual ni siquiera nuestras mejores teorías pueden penetrar. Los primeros microsegundos del Universo siguen envueltos en misterio. Además, los cosmólogos han llegado a comprender que muchos aspectos del Universo requieren una sintonía sumamente delicada de las condiciones iniciales y de los valores de las constantes físicas.

Esa barrera en el tiempo y esa sintonía delicada han dado como resultado un renovado interés por las antiguas cuestiones relativas al propósito del Universo, un posible planificador y lo que sucede en esa primera fracción de segundo e inclusive antes.

Tres actitudes

Aunque la investigación científica haya proporcionado muchas respuestas acerca de cómo funciona la naturaleza, también ha sugerido preguntas más profundas. Muchas de ellas tienen que ver con nuestras preocupaciones más serias con respecto a la vida, su origen, su propósito y su futuro. No nos sorprende, entonces, que algunos hombres de ciencia hayan pensado que sólo Dios puede proporcionar respuestas fidedignas para esas preguntas.[5] Otros, sin embargo, se ha resistido a admitir que el Señor desempeñe algún papel, esperando que el permanente progreso de la ciencia responderá un día las preguntas que nos perturban. Otros inclusive alegan que las cuestiones más profundas superan los límites de las ciencias naturales, y que sería mejor que los filósofos y los teólogos intentaran responderlas. Vamos a examinar rápidamente estas posturas.

De acuerdo con la primera posición, Dios es la respuesta a todas nuestras preguntas, y comunica la verdad por medio de la Biblia o la iglesia. Aunque para muchos cristianos esta postura pueda parecer atrayente, necesitamos reconocer los peligros que encierra. Imagine mos una persona del siglo XVI, incapaz de entender la razón por la cual los planetas giran alrededor del Sol. La mayor parte de los hombres de ciencia y los teólogos de la época estaban enseñando, supuestamente sobre la base de la revelación de Dios en las Escrituras, que la Tierra es el centro de nuestro sistema planetario.

Un siglo después apareció Isaac Newton explicando ese misterio por medio de la ley de la gravedad. El progreso de la ciencia ha ofrecido varias oportunidades en las cuales fue necesario abandonar las explicaciones relativas a la participación milagrosa de Dios. Ese enfoque del “Dios de las lagunas”, que intentó atribuirle todos los fenómenos sin explicación del Universo, está mal orientada y corre el riesgo de que finalmente no tengamos necesidad de ese “Dios”.

Los que creen que Dios desempeña un papel activo en nuestro Universo lo hacen porque encuentran en él muchas evidencias de un designio inteligente, y establecieron una relación personal con él.

Para la segunda posición, la ciencia es la respuesta a todas nuestras preguntas. Como consecuencia de los progresos científicos recientes, algunos estudiosos creen que si se dispusiera de suficiente tiempo, la ciencia podría responder todos nuestros interrogantes. Pasan por alto sus obvias limitaciones y su naturaleza tentativa. Además, la ciencia está en mejores condiciones de responder a las preguntas que comienzan con “cómo” que a las que comienzan con “por qué”. Dios nos creó como personas inquisitivas, pero sabe que ciertas cosas son accesibles, y otras no (Deut. 29:29). Las reveladas son vitales para nuestra relación con él. Cuando comparezcamos delante de su Presencia eterna podremos hacerle todas esas otras preguntas cuyas respuestas están ahora envueltas en misterio. Eso no significa que tengamos permiso para alimentar prejuicios, o que nos desanimemos en nuestras empresas científicas actuales. Por el contrario, deberían llevarnos a reconocer que existen muchos aspectos de Dios y de su creación que todavía están ocultos para nosotros.

Según el tercer punto de vista, la filosofía o la teología pueden proporcionarnos las respuestas a nuestras indagaciones. De acuerdo con la constitución mental de cada cual, la gente puede elegir entre la filosofía (metafísica) y la teología para encontrar respuestas a las cuestiones que están más allá de la ciencia, o intentar combinarlas de alguna manera.

Los cristianos van a reconocer que en la medida en que esas disciplinas se basan en el raciocinio humano y la lógica, siempre serán deficientes cuando dejan de tomar en cuenta la existencia y el poder del Creador de todas las cosas. Ésa es precisamente la debilidad de toda filosofía y teología no cristianas.

Pero tampoco la teología cristiana puede dar respuesta a todas las preguntas. Como nuestra interpretación de los fenómenos naturales está bajo la influencia de las barreras del espacio, el tiempo y la comprensión, nuestra interpretación de la Palabra es imperfecta. Además de eso, somos seres finitos con una capacidad mental que no alcanza a comprender en su plenitud la mente del Creador (Isa. 55:8, 9; Rom. 11:33).

Divorcio perjudicial

La curiosidad humana no se limita a los aspectos físicos de la naturaleza. Ha llegado a cuestiones más profundas acerca del origen, el propósito y el destino de los seres humanos. La intención de Dios al crear el Universo, y poblarlo con seres inteligentes, no fue sólo proporcionarnos muchos temas de estudio interesantes, sino también llevarnos junto a él como Creador y, por consiguiente, darnos una visión más profunda que nos permita entender que toda nuestra existencia depende totalmente de él.

Una de las perversiones de Satanás, que más éxito ha tenido ciertamente, ha sido separar la ciencia de la religión. De esa manera distorsionó nuestro concepto del Creador y de su relación con nosotros. Por eso, la filosofía divorciada del cristianismo no puede responder cuestiones difíciles, porque ignora a Quien es la respuesta. Ni siquiera la teología, por sí misma, puede responder esas preguntas, si se limita solamente al estudio de la revelación especial. Mucho menos puede la ciencia sola dar las respuestas necesarias, especialmente si ignora el papel legítimo de Dios como Creador.

Sólo cuando la ciencia, la teología y la filosofía cristianas colaboran —dándole prioridad a la Palabra revelada de Dios, la Biblia—, tendremos respuestas satisfactorias. Cuando reconocemos la omnisciencia de Dios y nuestras limitaciones, y expresamos nuestro respeto y amor por él, cumplimos el propósito original que tuvo en vista el Señor cuando nos invitó a considerar su poder para crear y salvar.

Sobre el autor: Doctor en Filosofía. Astrónomo de tiempo parcial en el Observatorio de Armagh, en Irlanda del Norte. Pastor asociado de la Iglesia Adventista de Belfast y Leme, en la Misión Irlandesa.


Referencias:

  • [1] Elena G. de White, Obreros evangélicos (Buenos Aires, Asociación Casa Editora Sudamericana, 1971), p. 431.
  • [2] Elena G. de White, La educación (Buenos Aires, Asociación Casa Editora Sudamericana, 1978), pp. 16,17.
  • [3] Elena G. de White, Youth’s Instructor [El instructor de la juventud] (25 de octubre de 1900).
  • [4] E. P. Frank, Einstein, His Life and Times [Einstein, su vida y su tiempo] (Nueva York, Alfred H. Knopf, 1947).
  • [5] Robert Jastrow, God and the Astronomers [Dios y los astrónomos] (Nueva York, W. W. Norton y Co., 1978), p. 116.