Los adventistas se han considerado históricamente “la iglesia remanente”. Incluso antes que la organización adoptara el nombre “Adventistas del Séptimo Día” en 1860, los pioneros ya se referían al movimiento como “el pueblo remanente” anunciado en Joel 2:28 al 32. La primera referencia a los adventistas como “el remanente” apareció en un folleto titulado To the Little Remnant Scattered Abroad (Al pequeño remanente esparcido por todas partes) publicado en 1846, y vuelto a publicar en 1847 como parte del folleto A Word to the Little Flock (Una palabra a la manada pequeña). Posteriormente Jaime White defendió lo apropiado del uso de ese concepto aplicado a los adventistas, llamando la atención a la identidad profética del remanente en los últimos días. En 1980 la Iglesia Adventista incluyó por primera vez en sus “Creencias Fundamentales” una declaración acerca de su concepto del remanente.[1]
Ese concepto, aunque a veces ha sido mal entendido, incluso por una buena cantidad de adventistas, no pretende de ninguna manera que seamos mejores que los demás miembros de las diferentes denominaciones cristianas. El concepto del remanente no sugiere un concepto limitado de la salvación, es decir, que ésta esté reservada sólo para los que forman parte de la comunión adventista. En 1911, cuatro años antes de su fallecimiento, Elena de White les recordó una vez más a los adventistas que la mayor parte del pueblo de Dios todavía se encuentra en lo que la Biblia llama Babilonia espiritual. No sólo están diseminados en todas las iglesias, sino también “en todas las naciones”.[2]
A los adventistas, por considerar que somos el remanente de la Biblia, no nos motiva ni la arrogancia espiritual, ni complejo de superioridad ni triunfalismo alguno, aunque ese peligro puede estar siempre presente. Debemos recordar que el concepto del remanente es bíblico, y por lo tanto divino, no humano. Además, cuando se entiende bien este concepto, debe producir en nosotros primeramente humildad, en vista de la enorme responsabilidad que implica. Desgraciadamente, hace poco, en el intento de evitar el peligro del triunfalismo, algunos se han ido al extremo opuesto, y rechazan por completo la noción del remanente. Para ellos, esa idea produce orgullo espiritual. Sugieren que la expresión es una reliquia anacrónica de una etapa perfeccionista y de enfrentamiento de la historia adventista.[3]
Pero el remanente, desde el punto de vista bíblico, está constituido por los herederos espirituales del conocimiento de las verdades divinas y de la responsabilidad misionera que implica ese conocimiento. En el Antiguo Testamento se lo identifica con una minoría que sobrevivió a las apostasías y las calamidades (2 Crón. 30:6; Isa. 10:20-22; Eze. 6:8, 9; 9:14; 14:22; Jer. 42:2), que permaneció leal a Dios y aceptó las responsabilidades del pacto (2 Rey. 19:30, 31; Isa. 66:18, 19). También se le da al remanente el título de “pueblo escogido”.
Es fundamental recordar, sin embargo, que esa elección nunca dependió de ninguna virtud, mérito, santidad colectiva, superioridad moral o espiritual del escogido, sino de la libertad y la gracia de quien escogió. (Deut. 7:6-8.) Es importante tomar en cuenta que el remanente, como colectividad, en todas las épocas, ha sido definido más por la luz que ha poseído que por la santidad de sus miembros. Se debe entender esta elección en términos de un llamado para desempeñar un papel definido dentro de la historia de la salvación, llamado que sin duda implica privilegios, pero que por sobre todo tiene que ver con la responsabilidad de alcanzar un propósito.
Aunque no siempre se lo nota, los adventistas reconocen que varias de las iglesias que surgieron de la Reforma protestante del siglo XVI también fueron remanentes en el curso de la historia, comisionadas por Dios para restaurar el evangelio que por más de mil años estuvo sepultado debajo de la oscura y pesada herejía medieval. Desgraciadamente, “cada uno de estos grupos se satisfizo, uno tras otro, con su conocimiento parcial de la verdad”.[4] Dejaron de avanzar a medida que resplandecía la luz de la Palabra de Dios. Cada vez que esto ocurrió obligó de cierto modo a Dios a suscitar otros instrumentos para la proclamación de sus verdades.
Con la llegada del tiempo del fin, indicada por la profecía, cuando se debía proclamar al mundo el último mensaje divino (Apoc. 14:6- 11), Dios suscitó el remanente final, conforme a lo establecido en Apocalipsis 12:17, que surge del linaje sucesivo de los representantes de Dios a través de los siglos, con la misión definida de predicar “el evangelio eterno” para testimonio a todas las naciones. Por eso, al considerarse el remanente en el contexto del fin, los adventistas sólo quieren decir que se los suscitó para llevar a cabo una tarea específica, que prepara al mundo para el acontecimiento más importante de todos los siglos: la segunda venida de Jesús.
No muy diferentes
Al considerarse el remanente bíblico de los últimos días, los adventistas afirman que difieren de todos los demás grupos religiosos cristianos. Pero, ¿cuán diferentes son en verdad? O, ¿qué es lo que los hace diferentes? Desde el punto de vista de las estadísticas, las diferencias no son tan grandes. Aunque los adventistas no tienen un credo formal, tienen ciertas “creencias fundamentales” que indican cómo entienden las enseñanzas bíblicas esenciales.
Es evidente que no todos los cristianos están de acuerdo los unos con los otros en cada aspecto de la religión o la teología. Encontramos en la cristiandad ciertas doctrinas para las cuales no existe unanimidad entre los diversos grupos, y otras en las cuales la unanimidad es apenas parcial. Y precisamente esa divergencia nos explica que haya tal diversidad y tantas denominaciones cristianas. Un estudio cuidadoso de las distintas doctrinas adventistas nos revela que su contenido se puede clasificar en tres categorías distintas, a las que llamaremos grupos A, B y C. En el grupo A, que corresponde aproximadamente al 59 % de esas creencias, los adventistas concuerdan en un ciento por ciento con los grupos evangélicos ortodoxos. Esa categoría incluye doctrinas tales como la inspiración de las Sagradas Escrituras, la Trinidad: Dios el Padre, Jesucristo el Hijo y el Espíritu Santo, la Creación, la salvación, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, etc.
El análisis de las creencias fundamentales de los adventistas demuestra además que, en lo que podríamos llamar el grupo B, y que es más o menos un 32 %, estamos de acuerdo con uno o más grupos evangélicos, mientras discrepamos con otros. En este grupo encontramos doctrinas como el bautismo (por ejemplo, estamos de acuerdo con los bautistas, pero discrepamos con los presbiterianos), el sábado (los adventistas no son los únicos que guardan el sábado, aunque para ellos dicha observancia implica matices teológicos exclusivos), los Diez Mandamientos (aunque discrepamos cuando se trata del cuarto mandamiento, una buena cantidad de grupos evangélicos apoya la validez de la Ley de Dios), la mortalidad del alma y el castigo de los impíos, entre otras.
Por lo tanto, en las dos categorías más grandes, que llegan a un total del 91% de sus creencias fundamentales, los adventistas están de acuerdo con varios, o por lo me nos con uno de los grupos cristianos contemporáneos. Más importante todavía es que en todos esos casos esas enseñanzas están sólidamente fundadas en las Escrituras. En las doctrinas que hemos catalogado bajo la letra C, y que equivalen aproximadamente al 9%, encontramos las marcas distintivas de los adventistas. La palabra “aproximadamente” que usamos aquí representa la flexibilidad de alguien que no desea ser dogmático ni recurrir a una exactitud matemática, para dar lugar así a las pequeñas variaciones que podrían existir. Otro aspecto que debemos recordar es que el 9% de esta categoría, que le da identidad peculiar a los adventistas, tiñe de una manera muy especial a todas sus demás enseñanzas. Esas doctrinas distintivas son el Santuario Celestial, donde Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, lleva a cabo la última etapa de su ministerio en favor de la humanidad, el don de profecía manifestado en el ministerio de Elena de White y los tres mensajes angélicos de Apocalipsis 14.
¿Cuán diferentes somos? La diferencia decisiva entre los adventistas y las demás confesiones cristianas es que somos el pueblo de la profecía, llamado para desempeñar un papel exclusivo en los eventos finales de la historia de esta Tierra. Llegamos a la comprensión de esta verdad porque está firmemente anclada en el desarrollo de la profecía. Dios tiene numerosos fieles en las otras denominaciones, muchos de los cuales llegan casi a avergonzar la devoción dispersa y el adormecimiento de miles de adventistas nominales, pero a ningún otro movimiento se le dio una comprensión tan clara del tiempo del fin y de sus implicaciones para los que viven en este período de la historia.
Dicho de otra manera, los adventistas pretenden ser diferentes de todos los otros grupos cristianos en tres aspectos específicos: Primero, se ven como el único pueblo de todo el mundo que encuentra sus raíces proféticas en Daniel 7 y 8, y Apocalipsis 10. Daniel 7 y 8 señala el tiempo cuando habría de surgir el remanente (después del dominio del “cuerno pequeño”, es decir, 1.260 días proféticos). En Apocalipsis 10 los adventistas ven ampliamente prefigurados el movimiento milenta y su desdoblamiento posterior. Segundo, los adventistas se ven como el único pueblo que encuentra a su mensajera profética en Apocalipsis 12:17 y 19:10. Muchas iglesias pretenden tener en su seno una voz profética, pero sólo los adventistas recurren a las Escrituras para darle validez a esa presencia profética. Tercero, los adventistas son el único grupo cristiano que encuentra su mensaje profético en Apocalipsis 14. Nadie se debe sorprender, entonces, si desde el mismo principio los adventistas jamás se han considerado una mera denominación. Al contrario, entienden que su movimiento y su mensaje son el cumplimiento de la profecía.[5]
Por más de 150 años, esa percepción de su identidad y su papel profético ha motivado y ha impulsado a los adventistas de todo el mundo, como resultado de lo cual ha surgido uno de los esfuerzos misioneros más difundidos de la historia del cristianismo. Cada 48 segundos, según las estadísticas, un nuevo miembro se une a la iglesia, y cada cinco horas se organiza una nueva iglesia. De origen humilde, casi insignificante, los adventistas se han diseminado en más del 85% de los países del globo reconocidos por las Naciones Unidas, con una extraordinaria red de templos, instituciones educacionales, médicas y humanitarias, comparativamente inigualables.[6]
¿Cómo podríamos explicar el extraordinario crecimiento del movimiento adventista, tomando en cuenta su origen insignificante y sus doctrinas impopulares? Clyde Hewitt, un historiador del milerismo y su desdoblamiento observa lo siguiente: “El más insignificante de los grupos milentas (los adventistas del séptimo día) fue precisamente el que se volvió, sin comparación, en el mayor de ellos”, y añade que “los adventistas del séptimo día están convencidos de que han sido comisionados divinamente para llevar adelante la obra profética iniciada por Guillermo Miller. Se dedicaron a esa tarea”.[7] La fuerza impelente del movimiento adventista ha sido su invariable convicción de que constituye un pueblo profético, con un mensaje exclusivo concerniente al pronto regreso de Cristo a un mundo perturbado.
Pero, además de las estadísticas, los números tienen nombre. Representan personas, hombres y mujeres de todas las edades, razas, contextos y zonas geográficas, que toman en serio la orden dada por Jesucristo: “Por tanto, id y haced discípulos, a todas las naciones” (Mat. 28:18-20). La visión adventista, con todo, abarca la gran comisión intensificada por el mensaje profético de Apocalipsis 14:6 y 7, y ubicada en el contexto del fin de todas las cosas: “Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquél que hizo el cielo y la tierra, el mar las fuentes de las aguas”.
La clara conciencia profética de su misión, sumada a sus doctrinas, insertada en el marco de los tres mensajes angélicos, les ha dado a los adventistas un sentido de urgencia, propósito y vocación de sacrificio, que los diferencia de todos los otros grupos cristianos.
Un desafío amenazante
En la medida en que la historia avanza hacia su etapa final, ningún adventista debería hacerse ilusiones en cuanto a la naturaleza del conflicto que deberá encarar la iglesia. Apocalipsis 12 nos despierta a la realidad de un enemigo, el “dragón escarlata… la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero” (vers. 3, 9), que está airado y dispuesto a hacerle la guerra al remanente (vers. 17). La furia del dragón, conviene notar, que también tiene una dimensión escatológica, está intensificada porque sabe “que tiene poco tiempo” (vers. 12). Por lo tanto, el tiempo del fin acentúa los matices específicos de la naturaleza del conflicto en el que se encuentra envuelta la iglesia.
En dos libros recientemente publicados, sus autores respectivos, los pastores William G. Johnsson,[8] director de la Revista Adventista en inglés, y George Knight,[9] profesor de Historia de la Iglesia en el Seminario Teológico de la Universidad Andrews, analizan los elementos que hoy amenazan a la iglesia y que generan conflictos y tensiones que desdibujan su identidad y su misión. Esas fuerzas destructoras son de diferente naturaleza, y algunas de ellas pueden ejercer distintos grados de influencia según el lugar donde actúen. Con todo, el elemento común de todas esas amenazas es su carácter fundamentalmente interno. Si la persecución externa podría llamarse el “plan A” del diablo a través de la historia, el “plan B” del enemigo, los conflictos y problemas internos, ha sido más eficaz y más devastador en la manifestación de su furia contra la iglesia.
No se necesita mucha imaginación para que lleguemos a la conclusión, junto con Johnsson y Knight, de que, por primera vez en su historia, el adventismo se enfrenta a la amenaza de una fragmentación en varios cuerpos independientes. El congregacionalismo, sistema de gobierno eclesiástico caracterizado por una confusión intrínseca y graves debilidades administrativas y relativas a la misión de la iglesia, y que se ha abatido virtualmente sobre todos los otros grupos protestantes en general y todas las demás ramificaciones del milerismo en particular, ahora surge entre nosotros, la última fortaleza de la resistencia. La Iglesia Adventista, que hasta ahora ha subsistido de forma extraordinaria como una comunión de fe universal y de unidad doctrinal, unida en su misión, su estilo de vida, su solidaridad, su estructura y su esperanza, se enfrenta al desafío de la división, con énfasis en la independencia absoluta de la iglesia local.
La exclusiva unidad denominacional es crucial para los adventistas y para su concepto básico de su identidad como el remanente bíblico del tiempo del fin, y para el cumplimiento de su misión global. Al creer que han sido llamados por Dios como pueblo para cumplir una misión universal, los adventistas se han considerado “un movimiento del destino”, cuya tarea consiste en llevar el evangelio eterno a toda nación, tribu, lengua y pueblo de la Tierra. La fragmentación, por lo tanto, se puede ver fácilmente como algo totalmente adverso, tanto para la preservación de esa identidad, como para la realización de ese llamado y esa vocación.
Difícilmente se podría someter a la Iglesia Adventista a cualquier clase de desmembramiento, sin que las partes dejen de perder trágica fragmentación de la estructura adventista implica una distorsión tan seria de las características vitales para su misión en escala global, que llevaría a la iglesia más allá de toda posibilidad de reconocimiento.
Pero, para desaliento de los dirigentes de la iglesia y de sus miembros, ésta es precisamente una de las graves amenazas que se enfrentan. Bajo la influencia poderosa del individualismo que ha absorbido la cultura moderna, muchos movimientos disidentes han surgido en las últimas décadas. Son voces autónomas, algunas de las cuales se han identificado a sí mismas como “ministerios independientes”, proclaman su versión personal de la fe adventista, insistiendo en la fragmentación y anunciando un “nuevo orden” que debe sustituir la estructura establecida. Ese concepto, a pesar de todo, es un problema menor tanto en su dimensión práctica como en su estructura teológica.
Reforma o independencia
Probablemente la mayor parte, si no la totalidad de los adventistas, está de acuerdo en que la iglesia remanente, al mismo tiempo e irónicamente, se identifica con Laodicea, la iglesia tibia, inclusive hoy, cuando necesita urgentemente de un reavivamiento y una reforma. Este concepto, sin embargo, no es nuevo. Elena de White ya en sus días llegó a la conclusión de que “la mayor y más urgente de todas muestras necesidades es la de un reavivamiento de la verdadera piedad en nuestro medio. Procurarlo debería ser nuestra primera obra”.[10]
Y sigue diciendo que “no hay nada que Satanás tema tanto como que el pueblo de Dios despeje el camino quitando todo impedimento, de modo que el Señor pueda derramar su Espíritu sobre una iglesia decaída y una congregación impenitente. Si se hiciera la voluntad de Satanás, no habría ningún otro reavivamiento, grande o pequeño, hasta el fin del tiempo”.[11] Casi en el mismo contexto, Elena de White define el origen de esa reforma: “Debe realizarse un reavivamiento y una reforma bajo la ministración del Espíritu Santo”.[12]
La búsqueda del reavivamiento y la reforma es, por lo tanto, una prioridad consistente con lo mejor de la tradición adventista. Los disidentes, entretanto, parecen estar más interesados en su lista de “reformas”, sin referencia seria con la “verdadera piedad” (que es el objeto de la reforma) o el reavivamiento bajo la ministración del Espíritu Santo (que es el fundamento y el método de la reforma). El reavivamiento de la verdadera piedad no sólo debe preceder cualquier intento de reforma, sino que es precisamente lo que garantiza la autenticidad de dicha reforma.
Sin reavivamiento, realidad que en primer lugar tiene una dimensión personal, los intentos de reforma con frecuencia degeneran en actos de depredación y anarquía. Como resultado de la naturaleza humana caída, fácilmente tratamos de iniciar reformas comenzando fuera de nosotros, con los demás. Dicha mentalidad, por cierto, deja de percibir tanto la necesidad individual de reforma, como la hipocresía implícita en la actitud de exponer las faltas de los demás. Es difícil, pero ahí es donde precisamente debemos comenzar, a saber, reconocer nuestra propia necesidad y comenzar en nosotros una reforma interior.
Una dificultad adicional con estos “reformadores” es que confunden reforma con independencia. Pero en el fondo, lo que se busca no es una verdadera reforma, sino independencia de la autoridad de la iglesia organizada, un sustituto precario de lo que realmente necesitamos. De manera superficial, los “reformadores” se imaginan que todos los males desaparecerán sencillamente si cambiamos el “orden actual” de las cosas. Ésa fue precisamente la ilusión marxista, adoptada por el comunismo en su lucha con los villanos capitalistas. El registro de la historia está abierto para que lo comprobemos. Los oprimidos revolucionarios modificaron el sistema y derrocaron a los que consideraban dragones que debían ser aniquilados, convirtiéndose fatalmente en los nuevos opresores, para repetir los mismos errores que habían condenado.
Dicha mentalidad está en manifiesta oposición a la visión de Jesucristo, que identificó la raíz de los problemas y las distorsiones humanas, relacionándola con su causa profunda: el corazón no convertido. Y de ahí procede la larga lista de males denunciados por él en Mateo 15:19. De esta manera, el Señor expone la futilidad de los tratamientos superficiales y las soluciones cosméticas.
Los cambios en los sistemas muchas veces son necesarios, y no deberíamos cerrar los ojos a esta realidad. Precisamente son esos cambios los que a veces crean la posibilidad de la conversión de los que se adaptaron a prácticas que ponen en tela de juicio la sinceridad de nuestro testimonio como organización. Pero nos equivocamos cuando le damos carácter absoluto y radical a esa necesidad de “reforma”, como si la organización fuera la primera y la única cosa que se debe reformar. Los defensores de la independencia, al poner el acento en las distorsiones estructurales, deberían oír con atención las serias palabras de advertencia de Elena de White:
“Si el mundo ve que en la iglesia de Dios reina perfecta armonía, será para él una poderosa evidencia en favor de la religión cristiana. Las disensiones, las desgraciadas diferencias y los conflictos mezquinos en la iglesia deshonran a nuestro Redentor. Todo esto se puede evitar si el yo se somete a Dios y los seguidores de Jesús obedecen la voz de la iglesia. La incredulidad sugiere que la independencia individual acrecienta nuestra importancia, que es debilidad someter al veredicto de la iglesia nuestras propias ideas acerca de lo que es correcto y apropiado; pero ceder a esos sentimientos y opiniones es peligroso, y nos llevará a la anarquía y la confusión… Que el juicio individual se someta a la autoridad de la iglesia”.[13]
Expresiones tales como “obediencia a la voz de la iglesia”, “sumisión a la autoridad de la iglesia”, “independencia individual” como resultado de la incredulidad, “sumisión (de sentimientos y opiniones) al veredicto de la iglesia” les pueden parecer ofensivas a los que eligieron el camino de la disidencia. Pero la integridad espiritual e intelectual exige que si alguien dice creer en el don de profecía, y usa los textos de la Hna. White cuando le parecen convenientes a sus propósitos, reconozca también la autenticidad y la autoridad de otras afirmaciones de ella cuando no concuerden con sus ideas “reformadoras”.
“El Redentor del mundo no sanciona ni experimentos ni prácticas relacionados con la religión, con independencia de su iglesia organizada y reconocida”.[14] Encarar cuestiones religiosas con independencia de la iglesia organizada de Dios no es algo que Cristo sancione, y abre el camino para el escándalo y la incredulidad de los demás y para la anarquía. No son asuntos sin importancia, inocentes y sin consecuencias. Las palabras de Elena de White, en esta cita, son de una claridad irrefutable, y están más allá de toda duda razonable.
La integridad cristiana exige que prestemos atención a declaraciones como ésta: “Sé que el Señor ama a su iglesia. No se la debe desorganizar ni fragmentar en átomos independientes (¿congregacionalismo?). No hay en esto la más mínima consistencia, ni la menor evidencia de que esto deba suceder”.[15] En Mensajes selectos advierte que “ahora no podemos alejarnos del fundamento que Dios ha colocado. No podemos entrar en ninguna nueva organización, porque esto significaría apostatar de la verdad”.[16]
Hay algo más: “Dios tiene una iglesia sobre la Tierra, que es su pueblo escogido. No está conduciendo grupos separados. No está dirigiendo a uno aquí y a otro allá, sino a un pueblo”.[17]
Como reacción ante estos consejos inspirados, algunos pregoneros de la separación y del congregacionalismo sugieren que las citas positivas relativas a la iglesia organizada ya no están en vigencia, debido a la condición actual de la iglesia. Pero ese razonamiento no encuentra apoyo en ninguna otra afirmación de la misma autora. Al contrario, Elena de White afirma su convicción positiva e inquebrantable respecto del futuro de la iglesia: “Se me ha instruido que diga a los adventistas de todo el mundo que Dios nos ha llamado como un pueblo que ha de constituir un tesoro especial para él. El Señor ha dispuesto que su iglesia en la Tierra permanezca perfectamente unida en el Espíritu y el consejo del Señor de los ejércitos hasta el fin del tiempo”.[18]
“En la Palabra de Dios no se da ningún consejo ni autorización a quienes creen que el mensaje del tercer ángel debe guiarlos para que puedan apartarse. Podéis tener este problema resuelto para siempre en vuestra mente. Es el plan de mentes no santificadas lo que estimula un estado de desunión… No debe haber separación en este gran tiempo de prueba”.[19]
Por supuesto, nadie tiene derecho a juzgar los motivos y razones de los que asumen el papel de “reformadores” de la iglesia, para atacar sin piedad sus males reales o imaginarios. Ese juicio le corresponde a Dios, que sabe lo que hay dentro de cada cual. Por otro lado, es deber de ellos mismos examinar con buena conciencia lo que los impulsa y los anima. Sería, sin embargo, una grosera ilusión, tanto de los pretendidos reformadores como de su audiencia, imaginar que el espíritu y las intenciones de los disidentes son inventos de las últimas décadas del siglo XX. Hace ya más de cien años que Elena de White escribió:
“El espíritu que nos impulsa a separarnos de nuestros colaboradores, el espíritu de desorganización, está en el mismo aire que respiramos. Algunos consideran peligroso todo esfuerzo realizado para poner orden, como si fuera una restricción de su libertad personal, y por lo tanto tan temible como el papado. Declaran que no aceptarán indicaciones de nadie; que no son responsables ante nadie. Se me ha instruido en el sentido de que Satanás realiza esfuerzos especiales para inducir a los hombres a creer que Dios se agrada cuando ellos escogen su propio camino, independientemente del consejo de sus hermanos…
“¡Oh, cómo se regocijaría Satanás si tuviera éxito en sus esfuerzos por infiltrarse en medio de este pueblo y desorganizar la obra en un momento cuando la organización completa es esencial, puesto que será el mayor poder para impedir la entrada de movimientos espurios y para refutar pretensiones que no tienen apoyo en la Palabra de Dios! Necesitamos sujetar las riendas de forma pareja, para que no se destruya el sistema de organización y orden que se ha levantado gracias a una labor sabia y cuidadosa. No se debe permitir la acción de ciertos elementos desordenados que desean manejar la obra en este tiempo.
“Algunos han adelantado la idea de que, a medida que nos acerquemos al fin del tiempo, cada hijo de Dios actuará independientemente de toda organización religiosa. Pero he sido instruida por el Señor en el sentido de que en esta obra no existe tal cosa como que cada hombre puede ser independiente…
Y para que la obra de Dios pueda progresar con salud y firmeza, su pueblo debe avanzar unido”.[20]
La voz profética advierte con absoluta firmeza a los adventistas que el resultado de la independencia será la confusión y el caos: “No es buena señal que los hombres rehúsen unirse a sus hermanos y prefieran actuar solos. En lugar de aislarse, avancen en armonía con sus colaboradores. A menos que lo hagan, actuarán a destiempo y en dirección equivocada. Obrarán a menudo en contra de la voluntad de Dios, de manera que su trabajo será peor que desperdiciado”.[21]
Responder a tan claras afirmaciones con el argumento de que “tratamos de trabajar con la iglesia, pero la apostasía que la aqueja imposibilita predicar la verdad dentro de su estructura” puede parecer una actitud sincera, pero no pasa de ser una mera coartada, saturada de una actitud de desmesurada justicia propia. Esta excusa refleja, en el mejor de los casos, la sospecha de una irrealidad, y en el peor de ellos, una excusa superficial para justificar la rebelión frente a los consejos inspirados. Como para afirmar la última cita, lo que está en juego aquí no es un mero desperdicio de esfuerzos, sino un extraordinario potencial destructivo. Y eso debería ser motivo de seria reflexión para los que se aventuran por el camino de la disidencia. (Continuará.)
Sobre el autor: Doctor en Teología, pastor de la iglesia adventista de lengua portuguesa de Toronto, Canadá.
Referencias:
1] Mervyn Maxwell, “The Remnant in SDA Thought” (El remanente en el pensamiento ad ventista), en Adventists Affirm [Los adventistas afirman], t. 2, No. 2 (octubre de 1988), pp. 13-20. Véase también Seventh-day Adventists Believe [Los adventistas creen] (Hagerstown, Maryland, Review and Herald Publishing Association, 1988), pp. 161-169.
[2] Elena de White, El conflicto de los siglos, pp. 433, 434; Patriarcas y profetas, p. 163.
[3] Steve Daily, Adventism for a New Generation [Un adventismo para una nueva generación] (Portland, Better Living Publishers, 1992), p. 314.
[4] Don F. Neufeld, editor, Seventh-day Adventist Encyclopedia [Enciclopedia adventista] (Washington, DC, Review and Herald Publishing Association, 1976), p. 1200.
[5] George Knight, Millenial Fever and the End of the World: A Study of Millerite Adventists [La fiebre del milenio y el fin del mundo: un estudio acerca de los adventistas mileritas] (Boise, Idaho, Pacific Press Publishing Association, 1993), pp. 295-325.
[6] Véase el 128° Annual Statistical Repport — 1990 [Informe estadístico anual, N° 128] (Silver Spring, Maryland, Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día, 1990), p. 42.
- [7] Clyde Hewitt, Midnight and Morning [La medianoche y el amanecer] (Charlotte, Carolina del Norte, Venture Books, 1963), p. 275.
- [8] William Johnsson, The Fragmenting of Adventism [La fragmentación del adventismo] (Boise, Idaho, Pacific Press Publishing Association), 1995.
[9] George Knight, The Fat Lady in the Kingdom [La dama obesa en el reino] (Boise, Idaho, Pacific Press Publishing Association, 1.1), p. 121.
[10] Elena de White, Mensajes selectos, 1.1, p. 141.
[11] Ibíd., p. 144.
[12] Ibíd., p. 149.
[13] Elena de White, Testimonies, t. 4, p. 19.
[14] Elena de White, Sketches from the Life of Paul [Bosquejos acerca de la vida de Pablo], p. 31.
[15] Elena de White, The Remnant Church [La iglesia remanente], p. 53.
[16] Elena de White, Mensajes selectos, t. 2, p. 82.
[17] Elena de White, Review and Herald [La Revista adventista, en inglés], t. 3, p. 82.
[18] Elena de White, Mensajes selectos, t. 2, p. 458.
[19] Ibíd., t. 3, p. 22.
[20] Elena de White, Testimonios para los ministros, pp. 488-490.
[21] Ibíd.