Es muy fácil para las damas de la iglesia ver en él todas la virtudes ausentes en sus propios esposos. Es la gloria del esposo-pastor ser capaz de tratar a su esposa con el mismo amor abnegado con que Cristo trata a su iglesia.

Sobre el autor: es doctor en educación y dirige el instituto de crecimiento de la iglesia en el Seminario Teológico Adventista del Séptimo Día de la Universidad Andrews, Berrien Spring, Michigan.

¿Quién debería ser el primero en el programa del ministro casado?

Debo confesar desde ahora que he encontrado muy poco material en la Escritura que se relacione directamente con el ministro como esposo. Se nos dice que el superintendente, obispo o anciano debe ser “esposo de una sola mujer” (1 Tim. 3:2; Tito 1:6), pero no se nos dice nada acerca de cómo debería conducirse con su esposa. Por otra parte, existe una cantidad considerable de material escriturario acerca de lo que significa ser un esposo cristiano. Y, siendo que los ministros no son considerados como un grupo especial en el Nuevo Testamento, extraeré de los consejos dirigidos a los creyentes en general algo que tenga especial aplicación a la situación de los ministros.

El consejo más sencillo del Nuevo Testamento está registrado en Efesios 5:25-33. Partiendo de la historia de la creación, Pablo presenta lo que podría llamarse una exposición acerca de la conducta del esposo. A lo largo del pasaje pueden identificarse varios temas, cada uno de los cuales es ampliado por otros pasajes bíblicos.

Lealtad y fidelidad

“Y se unirá” o “será unido” (vers. 31) pinta el matrimonio cristiano. Uno de los significados de dicha expresión es “fielmente dedicado a.…” El profeta Malaquías aconsejó: “No seáis desleales para con la mujer de vuestra juventud” (Mal. 2:15).

Este es el punto de partida —el fundamento sobre el cual descansa toda la estructura marital. Aunque esto pudiera parecer obvio, y mencionarlo sería algo así como una pérdida de tiempo, la triste historia de nuestra iglesia revela que muchos ministros todavía no han aprendido esta lección fundamental. Reconozcamos que el pastor es particularmente vulnerable a las tentaciones de infidelidad y deslealtad. Se encuentra expuesto a la vista del público atrayendo continuamente la atención a lo que podría llamarse una tarea “encantadora”. Representa todo lo que es correcto y bueno. En su ministerio pastoral y de consejería, aparece como cálido, comprensivo y solícito. Es muy fácil para las damas de la iglesia ver en él todas las virtudes ausentes en sus propios esposos. Pero siendo que él y su esposa participan de las contingencias cotidianas, será inevitable una cierta dosis de fricción. En semejantes circunstancias el ministro puede sentirse incomprendido en su casa y complacido con las adulaciones provenientes del exterior. Y a menos que esté anclado en una experiencia viviente con Jesucristo y firmemente consagrado y leal a la mujer con quien se casó, empezará a buscar en su congregación la satisfacción de sus necesidades personales. Si esto llega a suceder, el desastre es inminente.

Cuando yo era un aspirante al ministerio, recién salido del colegio, el pastor del distrito con quien trabajaba me dio algunos consejos: “Roger —me dijo—, recuerda siempre que ninguna otra mujer tiene algo que tu esposa no tenga”. Al mirar retrospectivamente, y considerar un poco más de 30 años de vida matrimonial, he llegado a comprender que éste fue uno de los mejores consejos que jamás । he recibido. El sabio Salomón también nos dice: “Sea bendito tu manantial, y alégrate con la mujer de tu juventud, como cierva amada y graciosa gacela. Sus caricias te satisfagan en todo tiempo, y en su amor recréate siempre. ¿Y por qué, hijo mío, andarás ciego con la mujer ajena, y abrazarás el seno de la extraña?” (Prov. 5:18-20).

Respeto a la individualidad

El pasaje de Efesios está imbuido de un profundo sentido de respeto por la esposa como una persona de gran valía. Es alguien que debe ser apreciada —no meramente como otro recurso para fortalecer el ministerio del pastor, como un juego de libros teológicos o como una pieza de un valioso equipo audiovisual. La necesidad que tiene la esposa de hallar su propia realización personal y de lograr los objetivos de su carrera son tan importantes como los suyos propios. “Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no sean impedidas” (1 Ped. 3:7).

Nótese que el esposo y la esposa son socios. Me gusta esa palabra. La esposa no toca el segundo violín después del concertino virtuoso. No es una cortesana que sirve a su esposo como si éste fuera un rey. ¡Ella es socio!. Son iguales —y sin embargo no lo son, porque ella es el socio “más débil”. Su fortaleza física no supera a la de él y su vida emocional también es más frágil. De ahí la necesidad de respeto y consideración. Es la gloria del esposo- pastor ser capaz de tratarla con el mismo amor abnegado con que Cristo trata a su iglesia. Se preocupará intensamente, no sólo de proveer lo necesario para su protección física y su bienestar material, sino también de brindarle apoyo emocional que nutrirá su sentido de seguridad interior y dignidad personal.

Todavía más, el esposo y la esposa son iguales en todos los aspectos fundamentales que definen a la persona humana. Ambos están hechos a la imagen de Dios (Gén. 1:27). Ambos son llamados por el Evangelio (Gál. 3:28). El pastor no debe intentar constituirse en conciencia de su esposa o tratar de controlar su vida espiritual. No se atreverá a dictar las formas de expresión religiosa que ella debiera utilizar. Ella tiene un conducto directo hacia Dios y no necesita acercarse a él a través de su esposo. Mientras que debe ministrarla como su pastor, nunca debe constituirse en su sacerdote. Debe ayudarla a fortalecer su propia integridad espiritual.

Ternura y gentileza

A veces los pastores trabajan bajo grandes presiones. Tienen, por ejemplo, el desafío de los blancos y el peso de las almas —para no mencionar la dureza de corazón de los santos. Puede ser que el pastor, con los nervios destrozados, se encuentre de repente tronando contra la que más ama en la vida —su esposa. Pero nuestro pasaje invita a los pastores a amar a sus esposas como Cristo ama a su iglesia. Piensen los pastores en su divina paciencia cuando sean provocados. El ministro que permite que Cristo viva en su interior, será tierno y gentil incluso al tratar con ella aquellos puntos discordantes. “Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas” (Col. 3:19).

Intimidad

Aunque los asuntos mencionados arriba son muy importantes, sigue algo que es aún más fundamental. El pastor cristiano haría bien en usar algunas o todas estas características, al relacionarse con otras personas en su vida diaria. Pero nuestro pasaje describe una relación muy especial que sólo puede existir entre el esposo y la esposa. Llamémosla intimidad.

En Efesios 5:31 se nos recuerda que un hombre dejará a su padre y a su madre y “se unirá” o “será unido” con su mujer. Pablo usa la misma palabra griega en Romanos 12:9 donde amonesta a los cristianos a seguir lo bueno. La frase proviene de Génesis 2:24, donde se registra la primera boda. En otras partes del Antiguo Testamento la palabra se usa en frases tales como: “Me he apegado a tus testimonios” (Sal. 119:31), “mas a Jehová vuestro Dios seguiréis” (Jos. 23:8), “la lepra de Naamán se te pegará a ti” (2 Rey. 5:27), y “como el cinto se junta a los lomos del hombre” (Jer. 13:11).

Todos estos son ejemplos de la estrecha relación que Dios requiere que exista entre el esposo y la esposa. El clímax está en la frase: “Y los dos serán una sola carne” (Efe. 5:31). Si bien esta frase muchas veces se usa para referirse al aspecto sexual del matrimonio, implica mucho más que eso. Se refiere a una unidad de la mente y del espíritu. Esposos y esposas deben compartir los unos con los otros, en los más profundos niveles, sus más íntimos pensamientos y afectos. Deberían compartir sus esperanzas y temores, sus gozos y sus tristezas, sus aspiraciones y desalientos, sus amores y sus odios. Puedo y debo esperar que mi compañera me comprenda en la misma forma en que sólo Dios me podría comprender. Puedo permitirle que me conozca en una forma en que no permitiría que nadie más me conociera. Sólo mi esposa puede penetrar en mi yo más profundo.

Es esta intimidad de mente y espíritu la que da significado a la intimidad física del matrimonio. Dios, en su gran sabiduría, buscó una forma de simbolizar y celebrar la unión de dos vidas a través del más estrecho compañerismo posible entre dos seres humanos. La respuesta casi increíblemente perfecta es el acto sexual. Mediante él, dos personas pueden fusionarse una en la otra con ternura y amor mutuos. Fue el regalo de bodas que el Creador les dio al padre y a la madre de nuestra raza.

Hay un antiguo mito griego que dice que la tierra estuvo una vez poblada por seres que eran completos en sí mismos y se consideraban a sí mismos perfectos. Se enorgullecieron tanto de su condición que se rebelaron contra los dioses, por lo cual el airado dios Zeus los partió por la mitad, esparciendo las mitades por toda la tierra. Desde entonces, según el mito, cada mitad ha estado buscando su complemento. El anhelo de completarse y realizarse hallando su “otro yo” ilustra el tipo de relación simbolizada por la intimidad matrimonial.

El esposo y la esposa deben estar unidos mutuamente más que con ninguna otra cosa en el mundo. Pastor, esa relación debe estar por encima de su carrera, sus estudios, sus pasatiempos, los blancos de la asociación, sus intereses, sobre todo.

Los esposos deben estar más cerca el uno del otro que con ninguna otra persona en el mundo. Usted necesita estar más unido a su esposa que con los miembros de su iglesia, parientes, amigos, compañeros ministros —incluso más unido a su esposa que con sus hijos. Sólo Dios debe tener mayor intimidad con usted que su esposa.

A riesgo de ser considerado un romántico anticuado, permítanme compartir con ustedes lo que un expositor extrajo de Génesis 2:24: “El esposo y la esposa deberían ser como dos velas ardiendo juntas, lo cual hace que la casa tenga más luz; o como dos flores fragantes atadas a un mismo ramillete, lo cual hace que aumente su fragancia y su belleza; o como dos instrumentos bien afinados, que resuenan juntos, haciendo más melodiosa la música. El esposo y la esposa —¿qué son, sino dos primaveras juntas, que unen sus aguas, para formar una sola corriente?”[1]

Prioridad

Si la Escritura apoya de verdad las ideas acerca del esposo y la esposa que he mencionado hasta aquí, entonces sigue otro tema que debemos oír —la prioridad. Cada uno debe al otro la más elevada prioridad en su programa diario. Pero a veces resulta sumamente difícil para los ministros hacer arreglos para que esto se cumpla e incluso para comprender su importancia. En este punto quiero hacer una confesión personal.

Cuando era un joven estudiante para el ministerio, tenía una profunda impresión de la santidad e importancia de mi llamado. Mis maestros relataban historias de sacrificio y devoción por la causa y nos invitaban a entregarnos en forma abnegada para la terminación de la obra de Dios. Nada podía igualar en importancia a la obra de salvar a los hombres y mujeres perdidos. Cuando salí del colegio, iba rebosante de altos ideales y de un elevado concepto del ministerio. Pero de alguna manera no pude equilibrar este celo con la importancia que tenía la familia.

Yo no culpo a mis maestros. Eran excelentes personas que no sólo me enseñaron sino que me Inspiraron. Estoy seguro que ellos eran equilibrados en su apreciación del asunto. Pero de alguna manera yo perdí el equilibrio. Y así, en los primeros días de mi ministerio, actuaba bajo el supuesto de que “la obra” debe estar siempre en primer lugar.

Amaba mucho a mi querida esposa, pero esperaba que ella comprendiera que como esposa de un ministro debía hacer algunos sacrificios. Es más, debía sacrificarse voluntaria y alegremente. Se suponía que yo debía salir durante muchos días seguidos. También que debería estar fuera todas las noches. Y si estaba en casa, se suponía que debería estar estudiando y nadie debía interrumpirme. Los domingos inclusive estudiaba o visitaba a los hermanos. Por supuesto, tampoco tenía mucho tiempo para dedicarle a mi hija. De manera que cuando llegó a la adolescencia me comunicó que había decidido no casarse con un ministro.

Mi esposa se sentía terriblemente sola y abandonada. Y lo que era peor, tenía sentimientos de culpabilidad por sentirse así. ¿No se suponía que debía hacer estos sacrificios por “la obra del Señor” alegremente? Además, podría pensarse que su soledad y su infelicidad eran señales de que no estaba consagrada. Y temo mucho que hice poco para ayudarla en esto. Lo único que le ofrecía era esta elevada norma: “¿Quieres que cambie de empleo?” El desenlace llegó cuando, siendo director de jóvenes de la asociación, trabajaba en una serie de la Voz de la Juventud que duraría tres semanas, en una ciudad que distaba unos 250 kilómetros de mi casa. Cierta mañana recibí una llamada telefónica urgente. Peggy había caído enferma y la habían internado de urgencia en el hospital. Iban a hacerle algunos exámenes. Pero nosotros teníamos una reunión programada para esa noche. “Si me necesitas, iré ahora mismo” le dije. En su temor e incertidumbre, ciertamente me necesitaba desesperadamente, pero —era una chica cristiana tan buena— de modo que tenía la respuesta apropiada. “No te preocupes, estaré bien. Quédate para la reunión. Yo sé que esa reunión es muy importante para ti. Sólo ora por mí”.

Por supuesto, ella esperaba, contra toda esperanza, que llegaría de todas maneras. Pero no llegué. Acepté literalmente las palabras que quería escuchar e ignoré el clamor de aquel corazón que estaba tan acostumbrado a desoír. Esa noche regresé muy tarde y la visité en el hospital al día siguiente. Pero entonces sucedió lo mismo. Ella estuvo en el hospital una semana, durante la cual le hice una o dos visitas a lo sumo, siempre urgido por la “obra que era realmente importante”.

Fue varios días después, cuando las reuniones habían concluido y Peggy ya estaba en casa nuevamente, que ella encontró la manera de revelarme sus verdaderos sentimientos. A medida que la importancia de aquel mensaje penetraba en mi conciencia, comencé a comprender, por primera vez, la terrible falta que había cometido, y cuán lejos me había apartado del ser que más importaba en mi vida. Yo sabía que debía hacer cambios inmediatos en mi vida. No es necesario decirles todo lo que hice, pero decidí que en adelante mi esposa tendría la prioridad y que le dedicaría el tiempo que ella merecía. Más tarde vimos enriquecido nuestro matrimonio y aprendimos a usar bien el tiempo. Así transformé, tanto mi matrimonio como mi ministerio.

Este relato personal no tendría efecto, si yo fuera el único culpable. Pero una encuesta dirigida a 157 esposas de ministros en toda la División Norteamericana por el Instituto de Ministerios de la Iglesia,[2] revela que existen muchas esposas solitarias y desilusionadas. Cuando se les preguntó a estas primeras damas de la iglesia cómo veían las prioridades de sus maridos, el promedio contestó: (1) la obra de la iglesia, (2) tiempo con Dios, (3) su salud, (4) su esposa, y (5) los niños. Casi dos tercios de las esposas informaron que sus esposos dedicaban menos de dos horas al día —incluyendo las horas de la comida- para estar con la familia.

Francamente, muchas esposas están airadas porque tienen que competir con la iglesia a fin de hallar un lugar en los afectos de sus esposos. Una de ellas escribió: “Nuestra vida entera se centra en la obra de la iglesia. Es difícil decir cuándo termina la obra de la iglesia y cuándo comienza el tiempo de la familia”.

Una segunda fase de la encuesta[3] revela que el 37% de las esposas se sentían culpables por entretener a sus esposos en la satisfacción de sus necesidades personales; el 58%, estaban preocupadas porque las necesidades ajenas tenían prioridad sobre las necesidades de la familia; el 63% se sentían angustiadas al suponer que no eran idóneas para ser esposas de pastores; el 67% experimentaban soledad y aislamiento y el 72% estaban preocupadas buscando la manera de tener un poco más de tiempo para dedicarlo a la familia.

Charles Sell, en una obra reciente sobre el hogar del ministro, hace una declaración que debería obligarnos a detenernos y pensar: “El fortalecimiento de los lazos familiares fortalece a la iglesia. Si piensa que la iglesia es la única entidad con derecho divino a existir, usted sostiene una postura que bien podría ser impugnada. O podría hacer lo mismo adoptando un concepto exagerado de la iglesia como institución, el cuidado de la cual requiere el sacrificio de la familia y de otras relaciones humanas”.[4]

Si esto se cumple en la familia de los miembros, muchísimo más ocurre en la familia del ministro. Elena G. de White escribió: “Ninguna disculpa tiene el predicador por descuidar el círculo interior en favor del círculo mayor. El bienestar espiritual de su familia está ante todo”.[5]

Con estos preciosos pensamientos resonando en nuestros oídos, me gustaría concluir ofreciéndoles algo especial extraído de Enriquecimiento del Matrimonio Adventista. Está sintetizado en cuatro prescripciones que, si se las sigue fielmente, garantizan la felicidad y estabilidad del matrimonio

1. Orar juntos diariamente. No en el culto familiar con los niños, sino ustedes dos solos, orando el uno por el otro y compartiendo su matrimonio con Dios.

2. Aprender a comunicarse a niveles más profundos. Con frecuencia, mucha de nuestra conversación es superficial o no va más allá del intento de persuadir al otro sobre nuestro punto de vista. Pero necesitamos compartir nuestro yo más profundo. Necesitamos expresar nuestros más profundos pensamientos y emociones a nuestras esposas y oír con atención mientras ellas nos expresan los suyos. Esta comunicación no tiene el propósito de cambiar a nuestro socio, sino de comprender y ser comprendidos.

3. Dedicar lo mejor de nuestro tiempo, y en cantidad suficiente, recíprocamente. Ninguna relación, ni humana ni divina, puede florecer sin dedicarle tiempo. Este debería ser un tiempo libre ajeno a sus deberes ministeriales —tiempo para trabajar juntos en un proyecto, para jugar juntos, para disfrutar de la naturaleza juntos, para leerse en voz alta el uno al otro. Y nadie se engañe diciendo que no hay tiempo para eso ahora, pero que algún día las cosas serán diferentes. La vida tiende a deslizarse de nuestras manos si insistimos en racionalizarla. Viva un día a la vez.

4. Reafirmar sus promesas de amor mutuo con frecuencia. Su esposa necesita oírle decir con mucha frecuencia que la ama. Cuando reconoce sus buenas cualidades y le dice a menudo lo que aprecia en ella, eleva su sentido de dignidad personal y la ayuda a sentirse más positiva acerca de su papel como esposa de pastor. Su esposa necesita saber que, después de Dios, ella ocupa el primer lugar en la vida de su esposo.

Por lo tanto, el ministro no debe considerar a su esposa como un apéndice útil —alguien dedicada a cuidar la casa, hacer la comida y actuar como árbitro en las peleas de los niños. Ella es su segundo yo —verdadero socio en la vida y el ministerio compartidos.

Sobre el autor: es doctor en educación y dirige el instituto de crecimiento de la iglesia en el Seminario Teológico Adventista del Séptimo Día de la Universidad Andrews, Berrien Spring, Michigan.


Referencias:

[1] Joseph S. Excell, “Cleave unto his wife” (Gén 2:24), The Biblical llustrator, 56 tomos (Grand Rapíds, Baker Book House, 1954), 1:196.

[2] Carole Luke Kilcher, et al., “Morale in ministry —a Study of the Pastor’s Wife as a Person”, Ministry, febrero de 1982, págs. 22 25.

[3] Roger L. Dudley and Carole Luke Kilcher, “A New View of the Pastor’s Wife”, Ministry, junio de 1981, págs. 28, 29.

[4] Charles M. Sell, Family Ministry (Grand Rapids, Zondervan, 1981), pág. 256.

[5] Elena G. de White. Obreros evangélicos (Buenos Aires, ACES, 1974), pág 215.