Muchos de nosotros nos sentimos sobrecargados, pero a la vez estamos orgullosos de las múltiples tareas que nos toca desarrollar. Tenemos las responsabilidades propias de nuestra profesión, deberes cívicos, asistencia a los desafortunados, deberes en la iglesia, preocupaciones financieras y comunitarias; y, además, temor a la violencia desenfrenada.
Para los cristianos, en cambio, hay una manera más segura de enfrentar las presiones cotidianas: establecemos prioridades. Y, en orden de importancia, después de nuestra comunión con Dios está ubicado nuestro cuidado personal (Éxo. 20:3), que abarca las dimensiones física, mental y espiritual de la vida (1 Cor. 6:19). A continuación, viene la relación conyugal (Efe. 5:15-33) y las responsabilidades para con los hijos (Deut. 7:7), además de las obligaciones con el mundo que nos rodea.
En realidad, las presiones son relativas y subjetivas. Como bien lo sabemos, hay gente que está en condiciones mucho peores que las nuestras, lo que siempre nos debe inducir a ser agradecidos, a contar nuestras bendiciones, y a pensar en los demás y no tanto en nosotros mismos. Un examen reflexivo de la epístola de Santiago, especialmente el capítulo 1, nos puede ayudar bastante.
Al leer este capítulo días atrás, se me ocurrió que algunos de nosotros tal vez todavía no nos hemos dejado impresionar por el contenido de su mensaje. Nos agrada el versículo 2, porque nos anima a permanecer alegres en medio de las pruebas; nos reanima el versículo 5, porque nos promete la sabiduría que Dios nos da “abundantemente” cuando se la pedimos. Pero tenemos la tendencia de casi ignorar el versículo 21, que nos señala que necesitamos aceptar con humildad la Palabra de Dios que, cuando está implantada en nosotros, nos protege y nos salva. La idea de que Dios nos protege es agradable, pero no tanto la de la humildad. Ésta también implica aceptación sin cuestionamientos. No se trata de que “todos están equivocados; sólo yo estoy en lo cierto”; o “sé que tendré algunas estrellas en el cielo, por esta carga que debo llevar sin merecerlo”.
Después de todo, no hemos sido llamados a llevar solos nuestras cargas: Jesús hace eso y mucho más por nosotros. Las marcas de los azotes, las heridas causadas por las espinas, los agujeros producidos por los clavos no fueron lo peor de su sufrimiento. Más allá del dolor físico, él sufrió el peso de la culpa de todos nuestros pecados, y se sintió tan oprimido, que no podía percibir la presencia del Padre. Sufrió esa agonía por nosotros. Recordémoslo cuando nos sintamos tentados a creer que estamos llevando solos nuestras cargas.
Sé que Dios nos conoce y que tiene misericordia de nuestras debilidades. También creo que es responsabilidad nuestra, como seguidores de Cristo, dedicar tiempo para leer y absorber el verdadero significado de los mensajes que él nos da por medio de la Biblia. Es fácil leer, por ejemplo, Santiago 1:14 y 15, e imaginar que otros necesitan aprender a tratar a sus semejantes. Asentimos con la cabeza cuando oímos un sermón que, según nos parece, otros necesitan oír. Pero, por lo menos parte de ese sermón se puede aplicar a nosotros mismos, si lo oímos con atención, y con el corazón abierto y receptivo.
Santiago 1:14 y 15 nos recuerda que todo individuo es tentado cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado, y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte”. Seguramente esta advertencia se aplica a todos nosotros, que tenemos la tendencia a concentrarnos en nosotros mismos cuando sufrimos, y no recurrimos a la oración ni estamos dispuestos a permitir que se desarrolle en nosotros la verdadera humildad, que es el ingrediente básico de la vida.
La perseverancia sin humildad no produce un carácter semejante al de Cristo, que es lo que tanto anhelamos. En el contexto del mensaje de Santiago, debemos aceptar con humildad la Palabra de Dios implantada en nosotros, no con justicia propia, para que nuestro carácter madure y llegue a la plenitud (vers. 4).
En otras palabras, recibir toda la Palabra de Dios equivale a aceptar, en su pureza, la obra que el Señor realiza en nuestros corazones. Cualquier insinuación en el sentido de que somos los mejores y los más sabios, esa tendencia secreta que nos impulsa a actuar de acuerdo con nuestros caprichos, no sólo es arrogante: también es impura.
Todos oramos para que nuestros caracteres sean amoldados de acuerdo con la voluntad de Dios; además de orar, necesitamos dedicar tiempo para estudiar y asimilar la Palabra de Dios en su totalidad. Personalmente, estoy haciendo todo lo posible para dejar todos mis problemas en manos del Señor, que me fortalece y me induce a aceptar humildemente sus dones.