(parte 2 de 2)
¿Qué se requiere para ser investido del Espíritu de Dios? En el número anterior exploramos cuatro de las siete condiciones para la recepción del Espíritu, como han sido reveladas en el Nuevo Testamento: arrepentimiento, confianza implícita, obediencia y sentir una carga por los perdidos. Consideraremos, en este artículo, las últimas tres condiciones: persistente intercesión, honrar el templo del cuerpo y permitir que Cristo more en tu corazón.
PERSISTENTE INTERCESIÓN
La historia que contó Jesús acerca del vecino importuno ilustra la intercesión persistente: “Os digo, que aunque no se levante [el vecino] a dárselos por ser su amigo, sin embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite. Y yo os digo: Pedid, y se os dará […]. Porque todo aquel que pide, recibe […]. Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu a los que se lo pidan?” (Luc. 11:8-10, 13).[2]
Las palabras persistencia o importunidad son más benignas que la palabra en el griego original, anaideia. La traducción bien podría ser “desvergüenza”, o “descaro”.[3] Dios, por supuesto, no es renuente en absoluto para darnos el Espíritu. La pregunta es: ¿estamos tan anhelantes de recibirlo que no aceptaremos un “no” por respuesta y no nos apartaremos de su presencia hasta que la puerta se abra? Si una persona irritada responde a la osadía, nosotros podemos ser osados con el Misericordioso.
Corrie ten Boom, la holandesa cristiana que sufrió mucha persecución porque ella y su familia ayudaron a centenares de judíos a escapar de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, llegó a ser una de las más ardientes pregoneras de la gracia de Dios por toda Europa. Su emocionante historia fue inmortalizada en el libro The Hiding Place [El escondedero, conocido como Elrefugio secreto]. Después de la guerra, semantuvo ocupada en diversos ministerios, incluso en ayudar a un compatriota holandés,el Hno. Andrew, a introducir de contrabandoBiblias y otras publicaciones cristianasa través de las fronteras comunistas.En ocasiones, parecía imposible realizar latarea, por causa de las restricciones gubernamentales, las sospechas y una miríada desoplones. La vida de los comprometidos eneste ministerio estaba en constante peligro.Pero su carga era hacer llegar la Palabra deDios a las manos de los que nada sabían delDios del cielo.
Cuando todas las puertas parecían cerradas, el Hno. Andrew, Corrie ten Boom y otros líderes se reunían para “orar sin cesar” (1 Tes. 5:17), convencidos de que Dios abriría una brecha en la situación. Los testigos cuentan de la osadía de Corrie delante del Señor: “¡Señor, tienes que hacer algo! –oraba–. No hay tiempo que perder”. Entonces, como un abogado en un juicio, ella le citaba la Palabra de Dios, encontrando el pasaje exacto y argumentando que, sobre la base de su Palabra, ¡él necesitaba responder! Con su Biblia alzada en el aire, clamaba: “¡Aquí, Señor, léela tú mismo!”[4]
Esto no muestra falta de respeto delante de un Dios santo. Esto es confianza en un Dios santo. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16), porque Dios se siente inmensamente complacido cuando pone nos nuestra entera carga de confianza en él (11:6). Martyn Lloyd-Jones, escribiendo sobre el peso de la oración, dice: “Encontrarás esta misma osadía santa […] este poner el caso delante de Dios, alegando con sus propias promesas. Oh, a veces pienso que ese es todo el secreto de la oración […]. No lo dejes solo. Importúnalo, si fuere el caso, con sus propias promesas. Repite lo que él dijo que hará. Cítale la Escritura […]. Eso le agrada […]. Dios es nuestro Padre, y nos ama, y le gusta escucharnos reclamando sus propias promesas, citando sus propias palabras y diciendo: ‘A la luz de esto, ¿puedes abstenerte?’ Esto deleita el corazón de Dios”.[5]
Si deseas genuinamente ser lleno de Dios hasta rebosar, pide y sigue pidiendo, hasta que suceda. Y luego continúa pidiendo las inagotables riquezas del Cielo. A Dios nunca se le termina la gracia. Él no necesita persuasión de nuestra parte para concedernos todo lo que ya ha prometido; necesitamos seguir orando a fin de comprender cuán importante realmente es esto para nuestra vida. Nuestro corazón necesita ser persuadido por la insistencia.
HONRAR EL TEMPLO DEL CUERPO
La sexta condición que se encuentra en el Nuevo Testamento para la investidura del Espíritu Santo es honrar nuestro cuerpo como templo de Dios. “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Cor. 6:19, 20).
A lo largo de la historia, diversas filosofías e ideas llevaron a los religiosos, o a personas por lo demás respetadas, a considerar el cuerpo humano solamente para el placer. Los epicúreos, por ejemplo, en el tiempo de los apóstoles (Hech. 17:18), creían que el mayor bien era la prudente búsqueda del placer y la ausencia de dolor. Aunque esto parece inocuo, y amonestaba contra los excesos, el foco estaba en lo que hacía que la persona se sintiera bien. La filosofía extrema era cierta forma de hedonismo, que enseñaba, desenfadadamente, que la búsqueda del mayor placer para el cuerpo era el bien más elevado. Por esta razón, los hedonistas se entregaban al placer sexual.
Actualmente, en nombre de los derechos humanos individuales, la gente, especialmente en las sociedades occidentales, se siente muy protectora de su derecho a hacer con su cuerpo todo lo que desee. Así, nadie ha de criticar la promiscuidad sexual, el sexo extramatrimonial, o aun las más espantosas y perversas formas de libertad de expresión fácilmente accesibles en Internet. El placer manda. Esta actitud es además alimentada por la creencia en el dualismo: la idea de que el reino físico es distinto y separado del espiritual. Pero, la investigación ha establecido claramente que todo lo que ocurre con nuestro cuerpo afecta profundamente a nuestra mente y espíritu.[6]
La Biblia enseña claramente que nuestro cuerpo es el templo, la residencia, del Espíritu Santo. Por consecuencia, necesitamos glorificar a Dios con nuestro cuerpo, si queremos que el Espíritu habite allí (1 Cor. 10:31). Este es, además, parte del mensaje adventista al mundo: “Temed a Dios, y dadle gloria” (Apoc. 14:7). El Espíritu Santo también influye físicamente en nuestro cuerpo. “El Espíritu Santo […] renovará todo órgano del cuerpo para que los siervos de Dios puedan trabajar aceptable y exitosamente. La vitalidad aumenta bajo la influencia de la acción del Espíritu”.[7]
Si queremos al Espíritu Santo, si deseamos hacer lugar para Dios en nuestra vida, simplemente no podemos tratar a nuestro cuerpo de cualquier manera que nos guste. Pablo nos recuerda: “Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; más si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom. 8:13). No podemos comer cualquier cosa y, cuando se nos dé la gana, usar y abusar de nuestro cuerpo, trabajar hasta desfallecer, sin que eso afecte nuestra aptitud para percibir el amor y la voluntad de Dios para nuestra vida. Si prospera nuestra salud, prosperará nuestra alma (3 Juan 2).
De este modo, las decisiones personales que afectan nuestra salud física siempre influirán en nuestra salud espiritual.
PERMITIR QUE CRISTO MORE EN EL CORAZÓN
La séptima y última condición que hallamos en el Nuevo Testamento para la investidura del Espíritu Santo es permitir que Cristo more en nuestro corazón. Si hemos de tener a Jesús, debemos tener al Espíritu. Siendo que el ministerio del Espíritu es glorificar a Jesús (Juan 16:14), tener al Espíritu significa que la imagen misma de Dios se reproduce en nosotros. “En esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Juan 3:24).
Si no tenemos el deseo de que Cristo habite en nuestro corazón, entonces ninguna otra cosa de la vida cristiana tiene sentido alguno. Es Cristo en nuestra vida lo que realmente importa. Es por esto que él está ministrando por nosotros en el Santuario celestial, y por esto el Espíritu ministra a nosotros aquí en la Tierra. Y, si descubres que tu corazón no quiere que Cristo more en tu vida ahora mismo, pero desearías que eso cambie, no te desesperes. Dios siempre conoce nuestra renuencia a aceptarlo de todo corazón. Póstrate de rodillas una y otra vez, y simplemente pídele que te dé el deseo de tener a Jesús en tu vida sobre una base permanente. Hazlo hasta que suceda. No habrás visto milagros hasta que veas lo que Dios puede hacer con esta sincera súplica del corazón.
Hace muchos años, cuando yo todavía estaba sirviendo como pastor en California, cierta mujer vino una vez a nuestra iglesia. Como aceite en el agua, ella repelía instantáneamente a la gente. Siendo una ex adventista, ella fumaba en cadena, maldecía, practicaba un estilo de vida inmoral y estaba poseída por el demonio. Parecía veinte años más vieja que su edad biológica, no tenía amigos y se mudaba de lugar en lugar porque nadie le abría jamás sus puertas. Yo era joven, y no sabía hacer nada mejor que escucharla y tratar de ver si la Palabra de Dios podía penetrar en esa pobre alma. Finalmente, llegué a ser su único amigo.
En aquellos días, el Señor estaba realizando una obra espiritual muy importante en mi corazón y en el de mi esposa, y estábamos creciendo en amarlo y en buscar su rostro con deleite. Un día, la oficina de la iglesia recibió una llamada de esta hermana, pidiendo que el pastor u otra persona fuera a su casa. Era urgente. Mi secretaria y yo llamamos por teléfono a varios líderes de la iglesia, para ver si alguien estaría dispuesto a ir conmigo. Yo sabía que eso era mejor que ir solo. No obstante, nadie estuvo disponible. Con una oración, decidí ir por mí mismo.
El lugar estaba muy oscuro, con una o dos velas que apenas titilaban. Ella me pidió que no encendiera las luces. Se oyó una voz: una voz gutural, grave, infernal, que te pone los cabellos de punta. Esa no era una voz humana. Esta no era mi primera experiencia de encuentro con espíritus malignos, pero no por eso alteraba menos los nervios. Yo sabía que debía hacer algo mejor que pronunciar algún “conjuro bíblico”, reconociendo que hay muchos factores que obran en casos como estos. Ella habló poco, mientras fumaba en la oscuridad. No podía ver su rostro, por lo cual en realidad estaba agradecido. No sabiendo exactamente qué hacer, abrí la Palabra de Dios y leí algunos pasajes, de los cuales ella se burló con desdén. Le hice preguntas que no contestó. Después de un rato, ofrecí una sencilla y ferviente oración pidiendo el perdón de los pecados, la liberación del mal, y la gracia y la paz de nuestro Señor en su corazón.
La visita finalizó sin un incidente mayor, al menos hasta que llegué a mi camioneta. Apenas entré en ella, las compuertas se abrieron ampliamente. Lloré como un bebé por esta pobre y miserable alma, una prisionera de Satanás, que en lo más profundo anhelaba liberarse y no sabía cómo. Le dije al Señor que estaba dispuesto a cambiar mi vida por la de ella. Por más de treinta años había sido mi privilegio conocerlo, y él había sido tan benigno y amable y paciente conmigo, pero esta mujer estaba peor que muerta. Le imploré a Jesús que le diera el mismo gozo que yo tenía, aun si eso significaba entregar mi vida, y que la inundara con su amor.
Con excepción de una ocasión cuando la vida de Alex, uno de nuestros hijos, estuvo en peligro cuando era un bebé, nunca había estado dispuesto a entregar mi vida a cambio de otra. El egoísmo, el egocentrismo, había sido mi dios durante la mayor parte de mi vida. Y el amor que sentí por esa mujer aquel día no era natural en mí. Era el amor de Cristo, que obraba en mí y por medio de mí. Pablo nos recuerda: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom. 5:5).
Ese fue un momento del Espíritu. Poco después de este incidente, ella desapareció y nunca volvimos a saber de ella. Pero quizás un día, pronto, cuando todos estemos de pie en el mar de vidrio, una mujer, a la que difícilmente podamos reconocer, se nos acercará y dirá: “Jesús me liberó del pecado y de la muerte, y hoy estoy aquí porque no quisiera estar, jamás, en ningún otro lugar”.
Sobre el autor: Doctor en Ministerio, es director del Instituto de Evangelización de la División Norteamericana, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.
Referencias
[1] Adaptado de la obra del mismo autor Adventism’s Greatest Need: The Outpouring of the Holy Spirit [La
mayor necesidad del adventismo: El derramamiento del Espíritu Santo] (Nampa, ID: Pacific Press Pub. Assn.,
2011).
[2] A menos que se indique de otro modo, todos los pasajes bíblicos en este artículo son tomados de la versión
Reina-Valera 1960.
[3] Véase William D. Mounce, ed., Mounce’s Complete Expository Dictionary of Old and New Testament Words [Completo diccionario expositivo de Mounce de las palabras del Antiguo y Nuevo Testamentos] (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2006), p. 1.081.
[4] Hermano Andrew y Susan DeVore Williams, And God Changed His Mind [Y Dios modificó su idea] (Old
Tappan, NJ: Fleming H. Revell, 1990), pp. 88, 89.
[5] Martyn Lloyd-Jones, Revival [Reavivamiento] (Wheaton, IL: Crossway Books, 1987), p. 81.
[6] Neil Nedley, doctor en Medicina, David DeRose, doctor en Medicina, eds., Proof Positive: How to Reliably
Combat Disease and Achieve Optimal Health Through Nutrition and Lifestyle [Prueba positivo: Cómo combater la enfermedad y alcanzar óptima salud de manera confiable por medio de la nutrición y el estilo de vida] (Ardmore, OK: Neil Nedley, 1999), pp. 1-9.
[7] Elena de White, El ministerio médico (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2002), p. 14.