Para vivir los principios éticos de la Biblia, el cristiano necesita colocarse obligatoriamente contra la ética relativista

    El siglo XX comenzó con un optimismo generalizado acerca de la capacidad del hombre para construir un mundo mejor. Ese sentimiento caracterizaba la sociedad moderna. Se creía que la razón sería el instrumento que realizaría la maravillosa hazaña de construir un mundo en el que los seres humanos pudieran alcanzar la felicidad y vivir en armonía perpetua. Con el transcurso del siglo, se hizo cada vez más evidente la incapacidad de la razón para construir el ideal de Modernidad, y de una sociedad de paz y de armonía.[1]

    Dos guerras mundiales fueron golpes devastadores contra la Modernidad. Por medio de la razón, el hombre había alcanzado el ápice de la ciencia y de la tecnología. Pero también se vio en el límite del infierno de un holocausto nuclear. La razón había dado a la humanidad extraordinarias conquistas en las ciencias; pero estas, lejos de llevarla al ideal de la sociedad perfecta, se volvieron contra el propio hombre.

    Hoy, un sentimiento de decepción sacude el corazón de la humanidad. Es una respuesta casi exclusivamente emocional a los ideales frustrados de la Modernidad. Tal condición modela lo que ha sido llamado “sociedad posmoderna”, el contexto en el que vivimos, con sus grandezas y sus miserias.

Veamos algunas de las características más notables de la Posmodernidad.

Supremacía del sentimentalismo mediático

   En nuestra sociedad, el ideal racionalista fundamentado sobre el principio cartesiano: “Pienso, luego existo” ha sido sustituido por otro, que podríamos resumir en la fórmula: “Siento, luego existo”. La preponderancia de los medios de comunicación es abrumadora, y las multitudes son atraídas hacia un universo virtual de imágenes que emocionan, aterrorizan, hacen reír y llorar. Parece que solamente lo que toca las fibras de la emoción es digno de ser seguido. La reflexión y el análisis de las ideas han sido relegados al ostracismo mediático.[2] Esas sucesiones de experiencias y de emociones superficiales producen una sociedad superficial. No importa tanto “ser” compasivo como “parecer” compasivo. Esa serie de apelaciones superficiales y emocionales destruyen cualquier compromiso real y altruista por el bienestar del prójimo y de la sociedad en general. Es lo que Lipovetsky ha clasificado como moral sentimental mediática.[3]

Ética relativista y estética

    En la sociedad posmoderna no hay lugar para los valores absolutos; cada persona construye su propio sistema de valores. Lo que sea bueno o malo depende de cada ser humano. Ese relativismo inclusivo se ha extendido hasta en las artes, al configurar una especie de relativismo estético. Mario Vargas Llosa describió de esta manera ese escenario: “La libertad que las artes plásticas han adquirido consiste en que todo puede ser arte y nada lo es. Que toda arte puede ser bella o fea, pero no existe manera de saberlo. No tenemos el ‘canon’ que anteriormente existía, y que nos permitía diferenciar lo excelente de lo regular y de lo execrable. Hoy todo puede ser excelente o execrable, al gusto del cliente”.[4]

Un mundo sin pasado

    José Ortega y Gasset decía que la principal diferencia entre el ser humano y el animal es que aquel tiene la capacidad de recordar, es decir, tiene memoria poderosa, que registra sus acciones, buenas o malas; mientras que el animal –generalmente– enfrenta cada día como si fuese el primero de su existencia, lo que hace imposible que aprenda de sus errores y consolide sus éxitos.[5] Dejando de lado la presuposición evolucionista que fundamenta esa declaración, no caben dudas de que la historia y sus protagonistas ejercen una gran influencia sobre la civilización moderna, lo que somos, cómo vivimos, y en lo que creemos. La propia civilización no habría sido posible sin los esfuerzos de innumerables generaciones que contribuyeron a la arquitectura y la cultura actuales. Sin embargo, esa convicción de ser herederos de una larga y penosa conquista cultural, que se extiende por siglos, está ausente en la mentalidad posmoderna. El ser humano del siglo XXI tiene a su disposición los mayores avances tecnológicos de la historia, disfruta de la sociedad más opulenta que el mundo haya conocido, y no tiene la menor idea de cuánto costó esa conquista en términos generacionales. Parece interesado solamente en el aquí y el ahora.

    La constatación del escaso interés demostrado por los posmodernos en las cuestiones sociales, políticas y tecnológicas nos lleva a entender la actitud arrogante de los niños, que quieren disfrutar de todos los derechos posibles sin tener la responsabilidad de comprometerse con los deberes más básicos de su ambiente y con las generaciones futuras.

Fragmentación y tribalismo

Uno de los poemas más famosos de César Vallejo es “Masa”.[6] Describe la gran fuerza que la humanidad tendría, si se uniera en favor de un objetivo en común. Sus versos hablan de un combatiente muerto en el final de una batalla y algunos de sus compañeros que imploran que él no muera. Recién cuando todos se unieron y gritaron contra la muerte, el cuerpo muerto revivió, se levantó y comenzó a caminar. Ese poema, que exalta la solidaridad y la fraternidad, es un ejemplo de las grandes ideas modeladoras de la Modernidad: la utopía de una sociedad perfecta, sin lucha de clases sociales, sin violencia y sin conflicto.

    El Posmodernismo abandonó el ideal de la sociedad perfecta y presentó, en su lugar, la realidad de una sociedad fragmentada, diversificada y cuestionadora. Eso es todavía más evidente cuando observamos el fenómeno de las tribus urbanas: grupos de individuos que reivindican un estilo de vida propio, una forma diferente de vestirse, preferencias musicales que los unen, representativos de sus propios ideales políticos y éticos. Punks, góticos, emos, hippies y satanistas son algunos de esos grupos, que caracterizan el paisaje social de nuestras agitadas ciudades posmodernas.

Conformidad con lo superficial

    Estamos tan acostumbrados al confort de la vida moderna que no valoramos el agua potable que llega a nuestra casa; la ducha que usamos para darnos un baño caliente; la cocina a gas, que nos libera de la necesidad de cortar leña; o los autos, que nos permiten viajar grandes distancias en poco tiempo; cosas antes imposibles. Todavía podríamos mencionar muchos aspectos de nuestra vida que fueron facilitados por el rápido avance de la tecnología. Sin embargo, esos beneficios han causado un “efecto colateral” pernicioso: un desdén generalizado en relación con el desarrollo de la capacidad de luchar por conquistar valores morales, y superar desafíos intelectuales y artísticos.

    Somos testigos del predominio de una generación que no está dispuesta a esforzarse y tiene horror al sacrificio; sin embargo, en la vida hay muchos propósitos deseables que exigen enormes sacrificios personales. Por ejemplo, la construcción de relaciones saludables en el matrimonio demanda una enorme dosis de perseverancia y de compromiso. Pero el ser humano posmoderno prefiere no invertir esfuerzos en esa dirección; entonces, es superficial en la construcción y el mantenimiento de sus vínculos personales y familiares. El cultivar el intelecto y el refinamiento del placer estético también exigen considerable esfuerzo; sin embargo, la sociedad posmoderna está contenta con lo superficial y lo “light”.

Los cristianos frente a la sociedad posmoderna

    Cuando el cristiano vive los principios éticos de la Biblia, se coloca obligatoriamente en contra de la ética posmoderna fundamentada en el relativismo moral. No es que el cristiano busque ese enfrentamiento sino que, en realidad, es el resultado natural de la oposición de los paradigmas sobre los cuales se constituyen el Posmodernismo y el cristianismo.

    ¿Cuál es el papel de los cristianos en esta sociedad? ¿En qué podemos contribuir en una sociedad que está establecida sobre los frágiles fundamentos del relativismo moral? Algunos podrían pensar que lo mejor sería retirarnos definitivamente del mundo, y mantener una actitud distante e indiferente en relación con el destino de la sociedad. No obstante, oponiéndose a ese pensamiento, tenemos las palabras de Cristo: “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres” (Mat. 5:13).

    De la misma manera en que la sal es necesaria para evitar que los alimentos se echen a perder, en una sociedad que se deteriora día tras días son necesarios esfuerzos para impedir su putrefacción. Lógicamente, existen instituciones que ayudan en la protección social, tales como el Estado (con su poder de formular y hacer cumplir las leyes) y la familia.[7]

Sin embargo, volviendo al ejemplo de la sal, solo es efectiva si mantiene su propiedad de salar. De la misma manera, el cristiano solo puede ser agente que evite la descomposición de la sociedad en la medida en que sea un genuino cristiano y viva a la altura de las exigencias de su profesión de fe. Esto es, para ser efectivo, el cristiano debe mantener la semejanza con Cristo, así como la sal debe conservar intacta su capacidad de salar.

 Elena de White dice: “Los seguidores de Cristo han de volverse semejantes a él: por la gracia de Dios, formar un carácter en armonía con los principios de su santa Ley. Esto es santificación bíblica”.[8] En este sentido, la mayor contribución que el cristianismo puede dar a la sociedad es presentar un camino alternativo al del Posmodernismo relativista. Cabe a los cristianos ser la luz de un mundo hundido en la oscuridad moral y espiritual. Jesús menciona que esa luz son las “buenas obras”. Parece que esa es “una expresión general que abarca todo lo que el cristiano dice y hace, porque él es cristiano. Significa cualquier manifestación externa y visible de su fe cristiana”.[9]

    El cristiano verdadero es embajador de una sociedad superior; se conduce en esta sociedad terrena viviendo los valores de su ciudadanía celestial. Al hacerlo, se transforma en un faro de esperanza para un mundo mejor. Por eso, Jesús también afirmó: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mat. 5:14). Sin embargo, la luz del cristiano no es una luz propia: es la que procede de una Fuente superior. De la misma manera en que la Luna refleja la luz del Sol, el verdadero cristiano refleja la luz de Jesús, quien también declaró: “Yo soy la luz del mundo” (Juan 8:12). Sin embargo, la misión del cristiano no es solamente iluminar, sino también llevar a otras personas para que se coloquen en tal armonía con Cristo que puedan también reflejar su luz incorruptible.

    Es de esa manera que podemos promover una revolución en la sociedad: la revolución del amor, del perdón y de la verdad. La verdadera esencia del mensaje cristiano es mostrar que el establecimiento del Reino de Dios comienza por un cambio real en el corazón de cada uno de nosotros.

Sobre el autor: Secretario académico de la Facultad Adventista de Teología de la Universidad Peruana Unión.


Referencias

[1] Gianni Vattimo, El fin de la Modernidad: Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna (Barcelona: Editorial Gedisa, 1987), p. 10. 2

[2] Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo (Azcapotzalco: Editorial Patria, 1989), p. 110.

[3] Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber: La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos (Barcelona: Editorial Anagrama, 1994), p. 138.

[4] Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky, “¿Alta cultura o cultura de masas?”, Letras libres, No 130 (jul. 2012), pp. 10-16.

[5] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1996), p. 45. 6

[6] César Vallejo, España, aparta de mí este cáliz, edición comentada (Madrid: Gráficas Mar-Car, 1937), p. 141.

[7] John Stott, Contracultura cristiana: El mensaje del Sermón del Monte (Illinois: Ediciones Certeza, 1991), p. 66. 8

[8] Elena de White, El conflicto de los siglos, p. 303.

[9] Stott, ibíd., p. 67.